martes, 29 de marzo de 2011

LIBRO I - Capítulo 15

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XV)
Veinticinco de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. Abrantes.
Una noticia recorre este inmenso campamento y ha causado honda impresión entre quienes profesamos devoción a la Iglesia Católica, Única y Verdadera: Bonaparte ha anexionado los Estados Pontificios y, para colmo, ha despojado al Papa de su autoridad temporal.  Parece que la necesidad que ha animado a muchos de nuestros irlandeses a alistarse se subordina al sentimiento que hoy nos anima a todos de derrotar a quien ha cometido tamaño sacrilegio.
El padre Fennessy, furioso a la vez que impresionado por la mala nueva, ha improvisado, sobre la carreta del vivandero Malone, un sermón tan vívido y moralmente rico que todos cuantos lo hemos oído hemos acabado dando tres hurras cuando, con visible emoción el padre nos ha comunicado que, en reciprocidad a su acto de maldad, Pío VII ha excomulgado al Ogro.
Dejando aparte este episodio, he de consignar que el capitán Edwards me ha presentado a mi compañero oficial. El primer teniente John Joseph Laherty, del condado de Derry, se ha mostrado muy gentil aunque al estrechar su mano se me ha antojado a un pez fuera del agua que hace cuanto puede para respirar. Parece evidente que a mi compañero no le gusta lo más mínimo la vida militar y la única razón por la que está bajo las banderas me la ha aclarado el ayudante de cirujano Tarín algo más tarde.
Al parecer el teniente Laherty, que solamente cuenta con dos años más que yo,  es hijo de un miembro del Parlamento que busca perpetuar su escaño en su vástago. Para ello le ha comprado un nombramiento de oficial para que vaya a la guerra y se convierta en un héroe de modo que, una vez en casa, su presencia en los actos políticos y la narración de sus hazañas sean decisivos a la hora de obtener votos.
No he podido intercambiar impresiones con el teniente Laherty pues se ha excusado al poco de conocernos, y el capitán Edwards se halla, tengo entendido, en despacho con el mayor Gough. Así pues, acompañado por el teniente Tarín, me he aventurado a tomar contacto con algunos de los soldados de la compañía ligera.
La impresión que me han causado los hombres que he visto es, debo confesar, poco satisfactoria. Dejando de lado una evidente dejadez en la uniformidad, cosa por otra parte comprensible teniendo en cuenta que acaban de regresar de una expedición, se adivinan rostros patibularios o como poco de dudosa catadura.

Tarín me ha confiado, y ello ha contribuido a incrementar mi inicial impresión, que muchos de los hombres del II/87 han sido miembros de los Irlandeses Unidos y de los Defensores, incluso algunos habrían tomado parte en la rebelión de 1798 y, por una extraña paradoja, sirven ahora en el ejército que entonces combatieran y a las órdenes del rey contra cuya autoridad se levantaran.
Recuerdo vagamente la rebelión. Por fortuna hubo poca o ninguna acción en Tipperary con lo que no sufrimos directamente sus efectos. Sin embargo, en comparación, el reguero de muerte y destrucción que se extendió por Kildare, Antrim, Down o Wexford constituye aún hoy un amargo recuerdo para muchos paisanos y no son pocos quienes, tanto allá en el hogar como incluso aquí, vean a los franceses no como enemigos sino como libertadores. No hay que olvidar que en Castlebar fue una fuerza mixta de irlandeses y franceses la que hizo huir a los soldados del rey y que cuando Wolfe Tone intentó desembarcar en Lough Swilly iba en compañía de tres mil soldados franceses.
Confieso que me intranquiliza el hecho de mandar sobre hombres de dudosa lealtad pero Tarín, tal vez adivinando mis pensamientos,  me ha tranquilizado en el sentido de que los elementos más revoltosos han aprovechado la reciente campaña para desertar. Es posible que muchos hombres odien a Gran Bretaña y al Rey, dice el español, pero el “espíritu del regimiento” hace que cada hombre se sienta parte de un todo que ve a los franceses como el enemigo a derrotar.
Después de mi primera gira por la compañía ligera he adquirido el firme propósito de conocer, siquiera someramente, a los hombres que la forman a fin de consignar en este diario que deseo legar a la posteridad cómo eran los soldados comunes y corrientes que libraron esta guerra.
Asimismo, y debo decir que el peso de la influencia de mi hermano Angus es determinante en esta decisión, estoy determinado a aprender español pues cuento para ello con la inestimable ayuda que supone el teniente Tarín. Creo que la oportunidad que supone servir al Rey en campos extranjeros ha de ser aprovechada en toda su magnitud y me seduce la idea de conocer la lengua de Calderón, de Lope, de Cervantes y de Quevedo.

viernes, 25 de marzo de 2011

LIBRO I - Capítulo 14

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XIV)
Veinticuatro de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. Abrantes.
Hoy me he presentado formalmente a quien será mi jefe inmediato en la compañía ligera.
El capitán Duncan Edwards es un soldado de considerable experiencia a pesar de que aún no ha cumplido su trigésimo sexto aniversario. Procede de Garristown, condado de Dublín, y es uno de esos hombres que, al igual que mi padre, han recorrido el escalafón desde la tropa y han sido lo bastante afortunados como para comprar su ascenso.
Mientras paseábamos por entre las tiendas de la compañía ligera me ha hablado del servicio y de lo duro que resulta a veces cumplir con el deber. A juzgar por su propia experiencia no exagera un ápice pues su carrera realmente se parece mucho a la de mi progenitor. Huérfano de guerra (su padre murió en Norteamérica cuando él contaba con apenas ocho años y su madre y hermanos fallecieron poco después de hambre) malvivió en las calles de Dublín hasta que a los quince años, junto a dos muchachos más, embarcó como polizón en un barco que habría de llevarles a los Estados Unidos.
Pero la suerte no les acompañó pues, junto al hecho de ser descubiertos casi enseguida y obligados a trabajar hasta la extenuación, el barco no se dirigía a Norteamérica sino a nuestras posesiones de las Indias Occidentales. Su vida en Jamaica no fue tampoco fácil y hubo de desempeñarse en diversos oficios, tremendamente duros los más, además de sortear la terrible plaga que asola esas latitudes: la Fiebre Amarilla.  Su suerte, empero, empezó a cambiar gracias a una guerra, la  declarada en 1793 contra la Francia Revolucionaria.
 Alistado como voluntario en el 60 de Infantería (Royal American) estuvo combatiendo casi sin parar durante los siete años siguientes en Santo Domingo, Martinica, Santa Lucía, San Vicente y Puerto Rico donde la fortuna empezó a sonreírle por primera vez en su vida gracias al hecho de que, durante el fallido intento de capturar San Juan, él (por entonces cabo) y un teniente se hicieran con un botín de cinco mil pesos de oro, procedente de las pagas de los soldados españoles.
Aquello le permitió contar con una reserva de fondos suficiente como para, una vez ganados los galones de sargento y cultivadas las relaciones adecuadas, poder comprar una oficialía en un regimiento inglés o irlandés.

Hubieron de transcurrir más años y más campañas, incluyendo la supresión del bandidaje en los Montes de Trelawney, para que, al llegar la Paz de 1802, regresara a Irlanda con sendas cartas de presentación del Conde de Balcarres y de Sir George Nugent. Ello, junto con su parte del botín de San Juan, le permitió comprar una oficialía, paradójicamente, en su antiguo regimiento que, con una nueva guerra en perspectiva, había aumentado el número de sus compañías.
Con el 60, pero esta vez como oficial, Edwards hizo la primera y terrible campaña de la Península desde Lisboa a La Coruña a las órdenes de Moore. Luego, tras la retirada, y sabiendo que había vacantes en el recién creado Segundo Batallón del 87 Irlandés, vendió su comisión en el 60 y, a su vez, compró una capitanía en el 87 (al parecer su distinguida hoja de servicios en las Indias Occidentales seguía causando bastante buena impresión).
Al oír el relato de sus andanzas no puedo sino sentir una viva admiración por el capitán Edwards y una terrible congoja que amenaza con consumirme. Esta desazón no es otra que la que produce la tremenda responsabilidad que contraigo al formar parte de la compañía de un hombre tan extraordinario que ha sabido hacerse de un porvenir por sí mismo. Nunca sabré si yo hubiera sido capaz de llegar tan lejos solamente por mis medios pero reconozco que, después de conocer la azarosa vida de Duncan Edwards, mis galones de segundo teniente se me antojan pesados, como si fuera indigno de ellos.

                                                                       © Fernando J. Suárez


miércoles, 23 de marzo de 2011

La Guerra de Berbería

Aunque pueda parecer curioso, el primer conflicto bélico que libraron los Estados Unidos de América fuera de sus fronteras fue muy lejos de su solar y contra una coalición de estados que tenían en común la práctica de la piratería.

Desde 1783, los barcos mercantes de los Estados Unidos estaban presentes en el Mediterráneo dado el convencimiento de los líderes norteamericanos de que su futuro residía en el mar y en el comercio. Tan convencidos estaban de ello que no tuvieron inconveniente en librar importantes partidas de dinero como tributo (y como seguro) a los estados piráticos del Norte de África, esto es, el Sultanato de Marruecos, Trípoli, Túnez y Argel (estos tres últimos dependencias autónomas) del Imperio Otomano.

En 1801, al acceder Thomas Jefferson a la presidencia de los EEUU, se declaró la guerra toda vez que el Pachá de Trípoli, frustrado porque la nueva administración norteamericana había suprimido los pagos, humilló la bandera de las barras y estrellas que ondeaba en el consulado de Trípoli. Túnez y Argelia acudieron en auxilio de Trípoli, no así Marruecos que permaneció neutral hasta el año 1802.

El conflicto (26-02-1801/04-06-1805) fue ante todo una guerra naval: bloqueos, persecuciones, enfrentamientos singulares entre navíos… pero sirvió para que los Estados Unidos prestaran atención a su Marina de Guerra, algo que resultó muy beneficioso en la Guerra de 1812, y que les convertiría en una potencia naval a tener en cuenta

Dos hechos de singular importancia tuvieron lugar en esos años: el incendio de la fragata Philadelphia en el puerto de Trípoli (16 de Febrero de 1804) por parte del trozo de abordaje que intentaba recuperarla y, sobre todo, la épica marcha de medio centenar de hombres (apenas una decena de marines de Estados Unidos y mercenarios árabes y griegos) siguiendo la línea de costa desde Alejandría (Egipto) hasta la fortaleza de Derna (Trípoli) (Marzo–Abril de 1805) y la captura de esta última, que ganaría fama en el himno del Cuerpo de Marines con la estrofa “to the shores of Tripoli”.


La toma de Derna condujo a que se aceleraran las negociaciones de Paz, firmada por fin en Junio de 1805. Habría una Segunda Guerra de Berbería, comparativamente pequeña, solamente contra Argel en 1815.

domingo, 20 de marzo de 2011

LIBRO I - Capítulo 13

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XIII)
Veintitrés de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. Abrantes.
Esta misma noche ha regresado de Lisboa la Compañía Ligera. No obstante habré de esperar hasta mañana por la mañana para presentarme a mi capitán.
Estos últimos días, empero, he tenido la oportunidad de intimar con varios de quienes serán mis compañeros oficiales en el batallón. Durante el almuerzo o la cena, a la hora del té o en ratos de asueto he podido comprobar cómo se comportan los hombres en relación con un recién llegado, quizás cabría el término advenedizo, a quien no consideran como un igual.
 Así ante la amabilidad del capitán Connery, de la quinta compañía y de los tenientes Quinn y Marquand, de la segunda y de la de granaderos respectivamente; se contraponen la fría condescendencia del capitán Harris, de la primera compañía, y del teniente O’Rourke, segundo ayudante de cirujano; y, creo que podría llamarse así, la hostilidad del teniente Addams, de la cuarta compañía, a quien parece no agradar el hecho de que sea yo quien luzca las dragonas de la compañía ligera. Imagino que por antigüedad ambicionaría mi puesto en la ligera pero así son, y han sido siempre, las cosas en el Ejército. Tal vez las cosas serían distintas si yo no fuese hijo de quien soy o si Addams contase con valedores en los lugares adecuados.
Debo hacer mención a otro personaje singular, tan pintoresco como el padre Fennessy, y con quien he podido compartir momentos de tertulia verdaderamente agradables. Me refiero al primer ayudante de cirujano teniente Rafael Tarín, un español de la villa de Xerez de la Frontera con una historia verdaderamente increíble, digna de una obra de Sheridan.

 Al parecer el teniente Tarín se encontraba estudiando en Cádiz, en el Real Colegio de Cirugía de la Armada, cuando una cuestión de honor le llevó  a enfrentarse en duelo con un petimetre de familia aristocrática. El resultado fue que alojó varias onzas de plomo en el pecho de su rival y le envió con el Creador. La cosa no hubiera pasado de ahí de no haber sido porque la familia del difunto hizo valer sus influencias y llevaron el caso a la Justicia. Tarín hubo de huir y no encontró mejor refugio que la fragata norteamericana President[1] que, casualmente, estaba fondeada en Cádiz en una escala en su ruta a las aguas de Berbería dado el estado de guerra existente en esos años entre los Estados Unidos y los piratas de esa parte del mundo. Una vez licenciado en 1806, y obtenida la nacionalidad americana, trató de regresar a España mas, con su vida aún amenazada por la familia de su oponente, logró llegar a Gibraltar, en donde se enroló en un Indiaman[i]. Por dos años más estuvo navegando por medio mundo hasta que, harto de mar, en 1808 se alistó en Belfast en el 87 irlandés. Las ironías del Destino parecen llevarle a España de nuevo aunque esta vez, dice con verdadero buen humor, tiene todo un batallón que le protege.

                                                      


[1] El USS President componía, junto a las fragatas Philadelphia y Essex y la goleta Enterprise, el  Primer Escuadrón destinado por el gobierno de los Estados Unidos a luchar contra los piratas de Berbería


[i] Barco mercante dedicado a la ruta de las Indias


jueves, 17 de marzo de 2011

LIBRO I - Capítulo 12

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XII)
Veinte de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. Abrantes.
No llevo ni un día completo en este inmenso campamento y ya siento que no podría vivir de otra manera que en el Ejército.
Esta misma mañana recibí la orden de presentarme ante el mayor Gough. Imaginando que no sería para otra cosa que para que me fuera comunicado mi destino, me preparé para la ocasión asistido por un maduro cabo de la tercera compañía. El uniforme impoluto: la faja carmesí ajustada en torno a la cintura; la espada colgada del tahalí donde deslumbra la placa con el número del regimiento; los botones brillantes; el gorro bicornio con el plumín de color blanco sobre rojo. Mi aspecto era tan deslumbrante que obsequié al cabo con tres chelines.
En el corto trayecto que separa mi alojamiento de la residencia del mayor Gough he tenido oportunidad de observar a varios de los que serán mis iguales en el batallón: tres oficiales, dos de compañías de batallón y uno de la compañía de granaderos se han cruzado conmigo y, tras intercambiar las presentaciones y los saludos de rigor, se han felicitado por tener a un Talling entre ellos. Imagino que debe ser un honor gozar de tan alta consideración aunque reconozco que estar a la sombra de un gran soldado como ha sido mi padre no va a ser nada fácil.
Más grato ha sido, empero, reencontrarme con dos viejos amigos: los sargentos “Red” Redding y Nicholas Carpenter, acompañados por un curioso personaje que, pese a su aspecto propio de un Falstaff venido a menos, cumple con una tarea tan vital como entregar al Creador el alma limpia de sus hijos que abandonan este mundo después de servir a su Dios y a una patria y un rey extranjeros.
 El reverendo Eustace Fennessy: algo más de cinco pies de estatura complementados por doscientas libras largas, todo ello enfundado en una sotana que ha conocido mejores días sobre la que luce una desvaída casaca de soldado de una compañía de batallón y cuya cabeza, de la que brota una abundante cabellera pelirroja, cubre con un sombrero gacho y plano aderezado con los plumines distintivos de las compañías, a saber el blanco sobre rojo de las compañías de batallón, el blanco de los granaderos y el verde de la compañía ligera.
 El reverendo, o mejor dicho el páter, se ha alegrado mucho al saber que soy católico pues son muy pocos los oficiales que lo sean y me ha rogado encarecidamente que acuda a él siempre que necesite limpiar mi alma y, aunque esto lo ha hecho confidencialmente, si me encuentro en la imperiosa necesidad de compartir una botella de brandy.  

No hay muchos capellanes dispuestos a  abandonar la comodidad y la abulia de sus  parroquias para afrontar las vicisitudes de la vida en campaña. Al parecer, el reverendo Fennessy tomó la decisión de dejar a sus feligreses de Mullaghbrack, condado de Armagh, y una vida tranquila y ordenada para marchar junto a los muchachos de la comarca que habían aceptado el chelín del Rey y a los que, en la mayoría de los casos, él mismo había bautizado y dado la Comunión. Unos muchachos que, por razones obvias, necesitarían más de él que cualquiera de sus parroquianos allá en el hogar.
Me ha resultado muy de agradecer saber que contamos con un capellán en el batallón aunque confieso que esta noticia se ha visto eclipsada por la que he recibido de labios del mayor Gough.
Nada más recibirme me ha recordado nuestro primer encuentro en el que le narré mis experiencias en la Thebes en lo que respecta al manejo del mosquete. Ha proseguido diciendo que cuenta con pocos oficiales familiarizados con ese menester y que, puesto que ha debido reorganizar toda la estructura de mando del batallón, está en condiciones de ofrecerme la posibilidad de servir en la compañía ligera.
Casi no he podido creerlo, aun cuando escribo estas líneas dudo de que sea cierto, pero es un hecho que se me ha ofrecido, y por supuesto he aceptado, servir en la Compañía Ligera del II/87. Me atrae sobremanera la perspectiva pues supone huir del rígido sistema de las compañías de batallón donde existen pocas posibilidades de emplear la iniciativa. Realmente es la compañía ligera, junto a la compañía de granaderos, de cada batallón la unidad que cuenta con mayor libertad de acción y eso implica que cada oficial pueda desempeñar su labor de un modo tanto más imaginativo que lo señalado en el manual de Reglas y Regulaciones(…) de Sir David Dundas.
No sería honesto conmigo mismo ni con el propósito que me animó al escribir este diario si no considerase aquí que mi destino en la compañía ligera pudiera tener algo que ver con las amistades de mi padre en los Comunes y en la Guardia Montada, las mismas que aprobaron mi nombramiento pese a la irregularidad del mismo. Esta circunstancia me obliga a poner todo mi empeño de forma rigurosísima en el cumplimiento de mi deber pues de mi conducta habré de dar cuenta ante hombres respetables e influyentes.
Así pues, dada mi actual situación, he actuado en consecuencia y adaptado mi indumentaria y equipo. Mi primera providencia ha consistido en adquirir un sable curvo de caballería ligera, que es el arma blanca reglamentaria en los oficiales de las compañías de flanco. Después de un minucioso examen, me he decidido por la soberbia pieza que me ofrecía el teniente  Matthew Evans, del 14 de Dragones Ligeros, y por la que he pagado diez guineas y diecisiete chelines.
A continuación he acudido a un vivandero de los muchos que acompañan a un ejército en campaña vendiendo toda clase de productos a quien esté en la necesidad, o el capricho, de adquirirlos. El honesto Jack Malone hace honor al rótulo que flamea en su carreta de que posee cualquier cosa que uno pueda desear pues, en el rato que he aguardado mi turno, ha vendido diez botellas de oporto a un capitán de artillería; un telescopio a un mayor del 48; una gualdrapa del 3º de Dragones de la Guardia a un teniente del mismo y un juego de escalpelos al cirujano de los Connaughts. En mi caso he adquirido las dragonas distintivas de la compañía ligera y el plumín de color verde y, siguiendo los consejos que recibiera del teniente Henry Hobbarth en la Thebes, me he hecho con un excelente par de pistolas, con sus accesorios, y un puñal. A decir del señor Malone tengo buen ojo para las armas, y aunque supongo que la lisonja va incluida en las cuarenta y nueve libras, ocho chelines y seis peniques, le dejado un chelín de más.
  Ahora solamente me resta presentarme a mi capitán aunque que deberé esperar algún tiempo pues la compañía ligera se encuentra  en Lisboa. No veo el momento de conocer a mis hombres y no ceso de contemplar las dragonas ya cosidas a mi casaca pareciéndome que todo forma parte de un misterioso encantamiento.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Sir Hugh Gough


Una carrera distinguida de cincuenta y cinco años en cuatro continentes, plagada de condecoraciones y honores (recibió las gracias del Parlamento en tres ocasiones) habla por sí sola sobre “Paddy” Gough, nacido en el condado de Limerick (al suroeste de Irlanda) el 3 de Noviembre de 1779.

Obtuvo su primer nombramiento con tan solo trece años como alférez en la Milicia de Limerick (de la que su padre era coronel). En 1794 vio acción por vez primera ya en el Ejército (en el 78 de Highlanders) en la campaña de El Cabo.

Transferido al 87 Irlandés en las Indias Occidentales obtuvo una capitanía merced a las campañas de Puerto Rico, Surinam y Santa Lucía. Posteriormente, la creación del Segundo Batallón del 87 le vería al mando del mismo como mayor en 1808, justo a tiempo para participar en la campaña de la Península.

En Talavera (Julio de 1809) resultó gravemente herido aunque su distinguido comportamiento le valió el ascenso a teniente coronel. Posteriormente en La Barrosa (Marzo de 1811) el II/87, aún bajo su mando, se convirtió en la primera unidad del Ejército Británico que capturaba un águila a los franceses. Gough volvería a distinguirse en la defensa de Tarifa (Octubre de 1811) y en Vitoria (Junio de 1813).

En 1815 fue nombrado Caballero y hubo de resignarse a la media paga cuando el II/87 fue disuelto en 1817. Regresó al servicio activo en 1830, poco antes de ser ascendido a mayor general.

En 1837 fue destinado a la India y, al poco de ocupar de su plaza, fue designado comandante en jefe de las fuerzas expedicionarias británicas a China durante la conocida como Primera Guerra del Opio (1839-1842). Su intervención fue decisiva en la captura de los fuertes de Cantón y ese éxito le valió títulos y honores así como el mando supremo del Ejército Británico en la India.
Ferviente defensor de la bayoneta y de los asaltos frontales, tuvo ocasión de poner en práctica sus métodos contra los mahrattas en la Campaña de Gwalior (Diciembre de 1843) y, sobre todo, contra el más formidable ejército nativo del subcontinente: el Khalsa del Reino Sikh. En dos ocasiones: Primera (1845-1846) y Segunda (1848-1849) Guerra Anglo-Sikh, las tropas al mando de Gough se impusieron en encuentros tan sangrientos como Mudki (1845), Aliwal y Sobraon (1846) y Chillianwalla (1849) aunque el costo de esta última supuso su relevo ante las críticas que recibieran sus tácticas.

Vuelto a Gran Bretaña se retiró del servicio activo. Nombrado mariscal en 1862, falleció el 2 de Marzo de 1869.
(C) Fernando J. Suárez

domingo, 13 de marzo de 2011

LIBRO I - Capítulo 11

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XI)
Diecinueve de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. Abrantes.
A algo más de cien millas al nordeste de Lisboa se encuentra esta plaza, en los márgenes del río Tajo, donde se congrega el grueso del ejército británico destacado en Portugal.
Apenas he llegado y una indescriptible sensación de actividad y dinamismo se ha apoderado de mi ser. Toda la fuerza que Gran Bretaña ha enviado al Continente a luchar contra Bonaparte se muestra ante mis ojos. Una compañía marca el paso ahí, más allá otra se ejercita en la formación en línea, otras, más lejos, parecen estar en plena revista de policía.
 Cañones y armones, perfectamente alineados, reflejan la luz del sol en el bruñido de sus metales. Por todas partes resuenan tambores que lanzan al aire mil y un sonidos y que delatan a aprendices que se familiarizan con los distintos toques.
 No faltan mesnadas de jinetes que atraviesan como rayos azules por entre el marasmo de tiendas, carros, pilas de toneles y hombres que se afanan en sus deberes.
Y aquí y allá pueden verse los colores de los regimientos, cada uno de ellos custodio de una historia gloriosa y de una tradición de servicio que ennoblece a cada hombre que forma bajo sus banderas. Están todos aquí: los Coldstreams; los Guardias Escoceses; nuestros “primos” del 88, los Rangers de Connaught; las casacas verdes de los fusileros del 95…
Pero la realidad de la guerra se impone a todo ese despliegue de colores y sonidos que abruman mis sentidos. De hecho no parece hablarse de otra cosa que de que Napoleón ha entrado en Viena la semana pasada. Parece que después de Regensburg y Eckmühl los austriacos han perdido las ganas de luchar y se resignan a que Napoleón haga con ellos lo que les plazca. Cuán diferentes resultan de los españoles, que no han vacilado en enfrentarse al enemigo en ocasiones incluso con piedras.

 Me pregunto cómo nos comportaríamos en el hogar si fuéramos invadidos aunque quiero pensar en que haríamos lo que en Madrid o en Zaragoza.
Al fin he podido presentarme ante quien será mi superior directo en el II/87: El mayor Hugh Gough, de Woodstown, condado de Limerick, me ha recibido muy afablemente y me ha transmitido efusivos saludos para mi padre.
Hombre sin duda franco, el mayor Gough me ha hecho ver una realidad que, aún conociéndola, no me había preocupado en su verdadera dimensión. Y esa realidad estriba en que mi nombramiento, aunque oficial pues ha sido ratificado por la Guardia Montada, no ha seguido el cauce habitual de forma que mi puesto debiera ser de alférez, que está sujeto a adquisición, y no de segundo teniente, donde prima la antigüedad.
No hace falta poseer una particular inteligencia para darse cuenta de que mi padre y sus viejos camaradas que, o bien tienen un escaño en los Comunes u ocupan una oficina en Witehall, han usado de su influencia para ahorrarme el tiempo que me correspondería portar y defender, a costa de mi vida, la bandera del Rey o la del regimiento, e incidentalmente la elevada proporción de atención hostil por parte de un enemigo ávido de trofeos.
Sea como fuere, el mayor Gough no ha dado más importancia al asunto y, tras hacerse cargo de la valija que contiene mi nombramiento y mis órdenes, me ha hecho saber que el batallón se encuentra en proceso de reestructuración después de las bajas habidas durante la expedición de Beresford. Me ha asignado un alojamiento en una de las casas solariegas de los alrededores del campo y, tras oír el relato de mi viaje a bordo de la Thebes y de las prácticas con el mosquete que recibiera de los sargentos “Red” y Carpenter, me ha despedido asegurándome que en pocos días estaré encuadrado en mi compañía.


                                                       ©Fernando J. Suárez de Miguel

jueves, 10 de marzo de 2011

LIBRO I - Capítulo 10

EXTRACTOS DE LA GACETA DE TIPPERARY SOBRE LOS AVATARES QUE HAN DESEMBOCADO EN LA GUERRA DE LA PENÍNSULA IBÉRICA.
Por Michael O’Hara, Caballero y observador independiente.
(Recopilados por Ian Talling, segundo teniente, 87 Regimiento Irlandés de Infantería)

        -1 de Julio de 1801...Ha ocurrido lo impensable. España, monárquica y católica, ha unido sus armas a las de aquellos que no dudaron en degollar a su legítimo rey.
 En un abierto desafío al sentido común y las leyes de la naturaleza, los españoles han unido su suerte a la de ese aventurero corso que se llama a sí mismo Cónsul de Francia y que está empeñado en imponer su hegemonía sobre el Continente. Y la primera muestra de esta alianza siniestra ha sido el ataque injustificado al pacífico reino de Portugal.
 Con la mezquina excusa de que la corte de Lisboa, en el justo ejercicio de su soberanía, da amparo a los buques de Su Majestad Británica y que se trata, poco menos, que de la avanzadilla de nuestro Soberano en el Continente, Bonaparte ha lanzado a ese joven e inexperto de Godoy a invadir a su vecino.
El conflicto, al menos, ha sido breve y el buen juicio del soberano español Carlos IV ha logrado una paz rápida, en contra de los deseos del Ogro de Córcega, y ha mostrado gran benevolencia para con Lisboa.

         -27 de Octubre de 1805...Triunfo póstumo de Lord Nelson. La Escuadra franco-española derrotada en las costas de Cádiz.
         El pasado día 21, en un paraje conocido como Cabo de Trafalgar, se enfrentaron las escuadras británica e hispano-francesa resultando una gran victoria para las armas de Nuestro Soberano Jorge III.
         En una audaz y novedosa maniobra, lord Nelson dividió su escuadra, inferior en número a la enemiga, en dos divisiones, una bajo su propio mando y la otra bajo la dirección del honorable y distinguido vicealmirante Collingwood, rompieron la formación en arco de la escuadra enemiga y, tras horas de duro combate, acabaron imponiéndose aunque el triunfo le costara la vida a ese marino de marinos que ha sido Horacio Nelson.
         Esta acción supone que la amenaza de un desembarco francés en la zona del Canal se diluya toda vez que ha quedado de manifiesto, una vez más, que las murallas de madera, la Armada Británica, siguen siendo infranqueables.
         Cabría añadir que el gran perjudicado por este acontecimiento no es Napoleón, pues es sabido que sus ambiciones son las de controlar el Continente, sino España ya que la pérdida no solo de excelentes navíos, y muy especialmente de marinos de talla como Churruca, Alcalá Galiano, Alcedo y el gravemente herido almirante Gravina, dejan prácticamente indefensas sus posesiones en América y virtualmente abiertas a nuestro comercio sin las ataduras impuestas por el monopolio del Estado.

         -26 de Noviembre de 1806...Nuevo despropósito de Napoleón: El Ogro decreta el bloqueo continental contra Gran Bretaña.

         Frustrado porque sus intentos de neutralizar a la única nación de Europa que no se deja dominar por él, el Ogro de Córcega ha decidido imponer una vez más sus criterios al resto del Continente y, por medio de un Decreto fechado en Berlín el pasado día 21, ordena la suspensión total y absoluta del comercio entre los reinos del Continente y la Gran Bretaña confiando así en doblegar nuestra determinación a base de causar nuestra ruina.

         Se sabe que uno de los reinos directamente amenazados por esta abusiva política es Portugal, cuyos lazos comerciales y fraternales con la Gran Bretaña son bien conocidos. La cuestión que se plantea ahora es hasta donde será capaz de llegar Napoleón si Portugal, por ejemplo, se niega a sus exigencias. ¿Lanzará a España a otra guerra contra su vecino como en 1801? ¿Invadirá él mismo Portugal? Solamente el tiempo nos dará la respuesta.

         -3 de Noviembre de 1807...El Ogro y España se reparten Portugal. El ejército francés atraviesa España en su ruta de invasión.

         El pasado 27 de Octubre se firmó en Fontainebleau un tratado mediante el cual el primer ministro español, Manuel Godoy, facultaba al Ogro de Ajaccio a atravesar España para invadir Portugal y hacer así efectivo el bloqueo del Continente que preconizara este último para doblegar la resistencia británica.


         Dicho tratado estipula, entre otras cosas, la división del reino luso en tres territorios, uno de los cuales sería patrimonio directo de Godoy y su familia en calidad de principado, y el reparto de sus islas y colonias entre Francia y España.

         Desconocemos aún cómo ha reaccionado la población española, católica y tradicional en su inmensa mayoría, al ver pasar por sus pueblos y ciudades a las mismas huestes que apenas quince años antes se dedicaban a incendiar iglesias, asesinar a clérigos y decapitar a reyes. A buen seguro que deberá resultar, cuanto menos, de asombro.

         -26 de Marzo de 1808...Motín popular en España. Carlos IV abdica. Fernando VII nuevo Rey de España.

         El pasado día 17 y en la localidad de Aranjuez, muy próxima a Madrid, donde se encontraba circunstancialmente la Familia Real española, el populacho se ha echado a la calle exigiendo la destitución del primer ministro Godoy, a quien culpan de la presencia de 65.000 soldados franceses en España y de la virtual ocupación por éstos de villas tan importantes como Burgos, Salamanca, Pamplona y Barcelona.

 Asimismo los amotinados demandaron, y lograron, la abdicación de Carlos IV en el Príncipe de Asturias toda vez que el monarca es visto como el responsable último del actual estado de cosas.

Existen fundadas sospechas, no obstante, de que el motín estuvo orquestado por elementos del entorno del propio Príncipe de Asturias y que la finalidad del mismo no sería otra que la de entronizarle, como así ha ocurrido.

-10 de Mayo de 1808...El pueblo de Madrid se subleva contra las tropas francesas. Dos de Mayo: un día histórico.

Al parecer el detonante lo ha producido lo que parecía ser el traslado a la fuerza de uno de los miembros de la Familia Real, en concreto el Infante Don Francisco de Paula, por las fuerzas francesas de ocupación. La muchedumbre, exaltada, asaltó el Palacio Real circunstancia aprovechada por el mariscal Murat, verdadero procónsul de Napoleón en España, para abrir fuego contra la población. La lucha, desigual toda vez que navajas y horcas no pueden rivalizar con sables y mosquetes, no ha sido por ello menos dura. Hombres y mujeres de Madrid han combatido como han podido contra los ocupantes. Los granaderos de la “Vieja Guardia” y los mamelucos, con sus uniformes de fantasía, han pagado su tributo de sangre al valor y al arrojo de los madrileños.

Cabe citar dos nombres propios, curiosamente de militares españoles pese a que las tropas apenas si han intervenido en los combates. Se trata de dos capitanes de artillería: Luis Daóiz y Pedro Velarde que, sublevados en el Parque de Artillería de Monteleón, sostuvieron su precaria posición frente a fuerzas muy superiores sucumbiendo antes que deponer las armas.

Esta acción, sumada a otros incidentes previos, demuestra el malestar general por la ocupación y pone de manifiesto que España puede no ser una presa tan fácil como el Ogro habría previsto.

-14 de Junio de 1808...Tres Reyes, un Reino y el Ogro: Napoleón fuerza dos abdicaciones consecutivas y sienta en el trono español a un hermano suyo.

En el curso de una extraña y vergonzosa ceremonia el Ogro de Ajaccio obligó, el pasado día 6, a Fernando VII a restituir la corona a su padre Carlos IV e, inmediatamente, éste la entregó a Giuseppe (José) Bonaparte, hasta el momento titular de la corona de Nápoles.

Por si aún quedaban dudas, esta acción arbitraria e ilegal pone de manifiesto que Napoleón pretende disfrazar la ocupación de España con un remedo de Constitución y con una serie de reformas, en la línea revolucionaria, que no son del gusto del pueblo español y cuya meta es  hacerse con el control del Reino, y de sus territorios de Ultramar, en su desesperado afán de derrotar a Gran Bretaña.      

martes, 8 de marzo de 2011

Angus Talling, H.E.I.C

Hijo de soldado y decidido a seguir los pasos de su padre, Angus Talling descartó el servicio en los regimientos del Rey por la más atrayente perspectiva de servir a la Honorable Compañía de las Indias Orientales.

Nacido en 1777, desde niño sintió la llamada de la India a causa de los relatos sobre las hazañas del general Robert Clive, que le impresionaron profundamente. A los quince años ingresó en la Milicia de Tipperary como soldado raso a las órdenes de su padre, pues éste insistió en que debía hacerse digno de sus galones, aunque fuera en la Milicia. En 1798, después de servir como ayudante de su padre durante la rebelión, y merced a la influencia de su abuelo, entró como subalterno al servicio del teniente coronel Thomas Bridges, adscrito al Ejército de la Presidencia de Madrás.


Con apenas veintidós años, el joven Angus llegó a la India a tiempo de participar en la campaña de Seringapatam (Mayo de 1799) como segundo teniente en el Primer Regimiento de Infantería Nativa de Madrás.


Los tres años siguientes, de relativa calma, los dedicó al aprendizaje de lenguas nativas y a familiarizarse con los usos y la cultura orientales. Como resultado, en 1803 ya hablaba hindi y marathi y progresaba con el urdu. Ese mismo año pasó a formar parte del rol del 12 Regimiento de Infantería Nativa de Madrás, concretamente la primera compañía de granaderos del segundo batallón. En este puesto participaría en la campaña de Assaye, en la Segunda Guerra Mahratta (1803-1805). Su comportamiento durante el asalto a las baterías, mandadas directamente por el mercenario hannoveriano coronel Anthony Pohlmann, antiguo oficial de la Compañía, le valió el elogio del mismísimo general Arthur Wellesley.


En 1805, finalizada la guerra, Angus volvió a concentrarse en sus estudios de lenguas y cultura autóctonas. Se ha convertido en un oficial muy apreciado por sus superiores, que le encomiendan misiones delicadas habida cuenta de sus conocimientos de las lenguas y usos locales lo que, asimismo, le ha concedido la confianza de los soldados nativos a sus órdenes, muy receptivos a los oficiales europeos capaces de hablar su idioma y respetuosos de sus costumbres.


Tres años después ascendió a capitán de la primera compañía de granaderos del II/12.


(C) Fernando J. Suárez

domingo, 6 de marzo de 2011

LIBRO I - Capítulo 9

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada IX)
Diecisiete de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. Lisboa.
¡Grandes noticias! ¡Gloriosas noticias! Wellesley ha tomado Oporto.
Toda Lisboa es un inmenso festejo desde que se recibiera la nueva de que, tras cruzar el Duero en una hábil maniobra, el general Wellesley ha capturado la gran ciudad del norte de Portugal y conjurado la amenaza directa que suponían las tropas de mariscal Soult allí acantonadas.
No ha sido cosa fácil, a juzgar por los detalles que poco a poco van completando el cuadro del hecho. Además no hay que olvidar que hemos tenido enfrente a uno de los mejores caudillos de que dispone Bonaparte: el mariscal Jean-de-Dieu Soult, Duque de Dalmacia, que se distinguió mandando el IV Cuerpo en Austerlitz y que, asimismo, actuó con brillantez en Jena y Eylau. Pero, al parecer, la Península no parece haber reverdecido los laureles de tan formidable guerrero pues de todos es sabido el revés que sufrió el pasado Enero en La Coruña y que fue la postrera victoria del general Moore, tal como le ocurriera a Nelson en Trafalgar.
Mariscal Soult
Ahora que Portugal ha quedado libre de presencia enemiga parece más que probable que entremos en España para continuar combatiendo a los franceses allí aunque cabe la posibilidad de que el general Wellesley prefiera establecerse sólidamente aquí y aguardar los embates del enemigo. Reconozco que estoy aventurando demasiado pero no puedo evitar pensar en lo terrible que resultaría la perspectiva de un servicio de guarnición en Lisboa, sin nada que hacer salvo ver monumentos o frecuentar tabernas y burdeles.

 Francamente no se qué pensar aunque me consuela el hecho de que Wellesley no pertenece a la categoría de generales que espera que le ataquen. Esta opinión se sustenta en el relato que mi hermano Angus nos hizo de la batalla de Assaye en la que tomó parte como primer teniente de una de las compañías de granaderos del Segundo Batallón del 12 Regimiento de Infantería Nativa de Madrás (para quienes no estén familiarizados con la disposición de los regimientos de cipayos[1] de la Compañía de las Indias Orientales, consignaré escuetamente que cada batallón cuenta con ocho compañías de línea y dos compañías de granaderos, en vez de una, no existiendo pues la compañía ligera común en los regimientos del Rey).
Si en Assaye Wellesley atacó con menos de quince mil hombres al formidable ejército de Daulat Rao, que formaba más de cincuenta mil efectivos, nada parece sugerir que ahora vaya a dedicarse a sentarse y esperar que le golpeen. Y, a juzgar por quienes les conocen, los jefes a su mando parecen no irle a la zaga en arrojo pues ahí están Edward Paget, que hiciera trizas el intento de Soult de batir el flanco derecho británico en La Coruña;  Stapleton Cotton y su ya legendaria brigada de Dragones Ligeros o Rowland “Daddy” Hill, quien ha participado con gran fortuna en todas las campañas británicas en la Península hasta la fecha.
Creo, pues, que mis temores son infundados y que pronto entraré  en acción. Por cierto que esta afirmación queda sustentada en la visión que esta misma mañana se ofreció a mis ojos:
Marchando de dos en fondo, con aspecto cansado y no obstante marcial. A pesar de la suciedad, evidencia de que no han estado precisamente ociosos, de los uniformes deslucidos y con frecuencia astrosos, he sentido cómo si un aldabonazo golpease mi pecho al observar los cuellos y bocamangas verdes sobre la casaca roja: el 87 irlandés está de vuelta en Lisboa y ya se que solamente es cuestión de tiempo que reciba la orden de presentarme ante el comandante en jefe.
 


[1] Nombre con que se conocía a los soldados nativos en la India

jueves, 3 de marzo de 2011

LIBRO I - Capítulo 8

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada VIII)
Quince de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. Lisboa.
Una semana ha transcurrido desde que arribara a esta plaza y no puedo decir que esté disfrutando de la estancia, al menos hasta el momento en que escribo estas líneas.
Hemos sabido que la fuerza punitiva que, al mando del general Beresford, había salido para hostigar a fuerzas enemigas en retirada se encuentra de regreso a tres días de marcha de esta ciudad. No puedo ocultar mi entusiasmo pues de esa fuerza forma parte el II/87 con lo que, presumo, mis días de abulia y de molicie habrán terminado.
Con respecto a las operaciones del general Wellesley en la zona de Oporto solamente nos llegan fragmentos de noticias que han de ser tomadas con prudencia pues es sabido que Lisboa está llena de agentes de Bonaparte que lo mismo espían a nuestras fuerzas que difunden falsas informaciones con el fin de minar nuestra causa.
 En ese sentido se ha prohibido expresamente que hombres de cualquier graduación caminen solos por según qué barrios de la ciudad en las horas nocturnas. No es cuestión baladí pues dos semanas atrás un capitán de la artillería de la Legión Alemana del Rey (KGL) fue apuñalado en un callejón. No sabemos si fue por un motivo puramente personal, si se debió a elementos que desean poner fin a la guerra al precio que sea o si fue obra de conjurados bonapartistas pero la cuestión estriba en que Lisboa, pese a la belleza de sus monumentos y a que, sobre el papel, es territorio amigo, no es una ciudad segura para los soldados británicos.

Resulta desolador ver entre la pléyade de uniformes que campan por calles y avenidas que abundan los de unidades portuguesas. En un gran puerto como lo es este es fácil ver a hombres de mar de diversos países: británicos, portugueses (es obvio), españoles… y, dadas las circunstancias, soldados de varios ejércitos: desde nuestros casacas rojas hasta el blanco de regimientos españoles cuyos restos se han refugiado en Portugal para continuar la lucha.
 Y es desolador, digo, pensar que hay quien fía la independencia de su patria a la sangre de soldados extranjeros. En mis paseos he podido ver los colores de los seis batallones de infantería ligera portuguesa (Caçadores) en profusión así como los de no menos de diez regimientos de la Milicia y de cuatro brigadas de la Ordenança, que es la última reserva de fuerzas, por no hablar de los regimientos y batallones de voluntarios de esta y de otras ciudades. He calculado que si todos los hombres útiles que lucen sus uniformes por la ciudad fueran sacados de su cómoda, y al parecer errabunda existencia, y encuadrados podríamos formar dos o tres regimientos con dos batallones cada uno. Me irrita pensar que hay tropas británicas empeñadas en expulsar a los franceses de Oporto cuando se ven por aquí a tantos portugueses de uniforme cuyos únicos deberes son, al parecer, presumir ante las damas e impresionar a los niños.
 Sin embargo, pese a los hombres que no quieren luchar, pese a la traición o a la apatía, la belleza de Lisboa me subyuga. Ignoro a qué ha de deberse pero creo que un pueblo que ha levantado el monumental  Aqueduto das Águas Livres, la Basílica da Estrela, el Castelo de Sao Jorge o el Mosteiro dos Jerónimos merece algo mejor que estar sometido a un emperador megalómano.

                                                © Fernando J. Suárez de Miguel

martes, 1 de marzo de 2011

La Convención de Sintra


Hubo un tiempo, en la historia de los conflictos humanos, en los que no era extraño que se llevaran a cabo acuerdos formales entre los líderes de los bandos en litigio tanto para evitar innecesarios derramamientos de sangre, o bien para buscar una salida honrosa para ambas partes en una situación de punto muerto.
Tal fue el caso de la Convención de Sintra, que puso punto final a la primera invasión francesa de Portugal, fue objeto de acalorados debates en el Parlamento de Londres y, a la postre, supuso el fin de la carrera de dos afamados generales británicos.
En Junio de 1808, después de que tuvieran lugar levantamientos generalizados en España (y por extensión en Portugal) contra las tropas francesas, los británicos enviaron un cuerpo expedicionario al mando operativo del teniente general Sir Arthur Wellesley que derrotó a las tropas napoleónicas en las batallas de Roliça y Vimeiro (17 y 21 de Agosto respectivamente). No obstante el grueso de tropas francesas en Portugal, al mando del general Jean Junot, se encontraba intacto aunque bloqueado en Lisboa.
Dado que los británicos no tenían suficientes fuerzas como para plantear un asedio a la ciudad y, por otra parte, los franceses no podían contar con refuerzos ni eran capaces de forzar su salida hacia zonas más seguras se impuso la diplomacia.
El general francés François Etienne Kellermann, al mando de una de las divisiones de Junot, fue el encargado de entablar negociaciones con los británicos. Puesto que había dos generales de mayor antigüedad (Sir Harry Burrard y Sir Hew Dalrymple) estos dejaron que Kellermann estableciera los términos con Wellesley.
Los franceses solicitaban abandonar Portugal con sus armas, equipo, caballos y haberes (aquí se incluía el botín pillado durante la campaña) y ser evacuados a Francia por cortesía de la Armada Británica. Sorprendentemente las condiciones fueron aceptadas e, incluso, obtuvieron los franceses la garantía de que no se tomarían represalias contra los portugueses que hubiesen colaborado con ellos.
Finalmente, el 31 de Agosto, el general Dalrymple rubricó el acuerdo y, para mediados de Septiembre, el ejército de Junot había ya abandonado Portugal en los barcos de la escuadra del vicealmirante Sir Charles Cotton.
En Londres se abrió una investigación de los hechos y se abrió expediente a Burrard, Dalrymple y Wellesley. Aunque fueron exonerados, los dos primeros no volvieron a mandar tropas en campaña y Wellesley obtuvo una segunda oportunidad debido a la muerte del general Moore en La Coruña.