lunes, 20 de agosto de 2012

LIBRO III - Capítulo IX



Veinticinco de Agosto de 1809 (Anno Domini). En ruta hacia Lisboa

Está poniéndose el sol del que ha sido nuestro segundo día de marcha.

No puedo decir que el viaje permita recrearse en el paisaje. En orden a desplazarnos con la mayor velocidad el capitán Messervy y yo solamente llevamos bolsas de viaje en las que portamos lo imprescindible. En mi caso varias mudas, un par de camisas y un calzón. En un pequeño saco de hule guardo mis posesiones más preciadas: este diario, varios lápices, mi ejemplar de Don Quijote y las cartas del desgraciado teniente Laherty, que prometí entregar en persona. Como armamento solamente porto mi sable y mis pistolas. El mosquete, que se convirtiera en un apéndice de mi ser desde la batalla, lo he dejado en el tren de bagajes junto a la mayor parte de mi equipaje

Nos escoltan media docena de hombres, del 20 de Dragones Ligeros, asignada al Cuerpo Preboste y al mando de un teniente joven, apellidado Sinclair, que habla portugués. Son buenos jinetes y se les ve habituados a cubrir grandes distancias sin muestras de fatiga. Como los demás de su clase, son por lo común poco habladores y tremendamente eficientes en la ejecución de las órdenes recibidas.

 Suelen abrir la marcha dos hombres que actúan como exploradores pues Sinclair no es hombre dado a improvisar. Hemos pasado de soslayo por Cáceres y por Alburquerque y apenas si nos hemos detenido en alguna villa o casa de postas para dar descanso a los jamelgos, reparar alguna herradura y tomar un ligero refrigerio antes de reanudar la marcha. Solamente en el ocaso es cuando podemos descansar de verdad hombres y bestias. Los escoltas montan la guardia, de la que estamos exentos mi compañero de viaje y yo, hecho este que hubiera facilitado momentos de conversación de no terciarse el carácter de mi compañero de jornadas.

El capitán Archibald Messervy tiene treinta años. Es hombre en extremo reservado. Se le adivina serio y pagado de la misión que cumple: no se separa nunca de la cartera de cuero, donde se alojan los despachos que ha de entregar al hermano del general, ni del estuche de madera donde guarda los lentes de los que hace uso para leer. Es, no obstante, tremendamente correcto y su trato se ajusta al debido entre superior y subordinado.

Hubiera deseado inquirir sobre los motivos que impulsaran al general a designarme para esta misión, no lo he hecho en orden al respeto debido, aunque imagino que tendrá que ver mi actuación cuando el asunto Saiffer (algo que me hace sentir mal por cuanto mi testimonio de los hechos de entonces tuvieron más que ver con la actitud de dos de mis hombres que con mis dotes de mando).

Por cierto que debo dejar constancia de que la misión que estoy cumpliendo actualmente no ha hecho variar un ápice mi situación en tanto en cuanto continúo en el rol de la compañía ligera del II/87. Esta circunstancia me llena de gozo pues no puedo negar que me he sentido muy a gusto allí y que añoro las conversaciones con el teniente Tarín y los sermones del padre Fennessy, entre otras cosas.

Y debo decir que mi inicial apatía por tan escasamente interesante misión ha dejado lugar a una legítima curiosidad y a un honesto deseo de respaldar la confianza de que he sido objeto. Lo que hace dos días se me antojaba como una tarea tediosa se ha convertido en una pequeña odisea que ha de llevarme a Cádiz, a Sevilla y a conocer un poco más este país donde he visto morir ya a muchos hombres buenos. 

domingo, 5 de agosto de 2012

LIBRO III - Capítulo VIII


Veintitrés de Agosto de 1809 (Anno Domini). Miajadas

Necesitaría mucho tiempo para expresar sobre el papel las emociones que me embargan en estos momentos.

Poco podía imaginar que el teniente del Cuerpo Preboste, que se presentó en el campamento cuando me disponía a dar cuenta del rancho y requirió que lo acompañara de inmediato, me conduciría al puesto de mando del general Wellesley.

Las órdenes eran claras y el capitán Edwards no pudo sino apremiarme a no hacer esperar al comandante en jefe. Cabalgamos, pues, el trecho que nos separaba desde nuestro acantonamiento a la casa que hacía las veces de cuartel general.

Nada más llegar el teniente preboste se despidió y quedé en una sala donde, al poco, hizo su aparición un mayor que, al principio, me pareció del 87 pues las vueltas eran del mismo color verde que las que vestimos, pero el detalle de la placa de su tahalí me sacó de mi error pues correspondía a los North Devonshires, el 11 de Infantería.

Inmediatamente me cuadré pero el mayor, sorprendentemente, me ordenó descanso en español. Obedecí y, francamente, no podría decir cuanto tiempo estuvimos conversando en la lengua de Cervantes pues empezó a hacerme preguntas, que yo respondí con la mayor soltura de que fui capaz. Luego, de improviso, el mayor me dio las gracias y, dando media vuelta, salió de la sala.
No estuve solo mucho tiempo pues se presentó alguien a quien ya había visto antes: el mayor Colin Campbell, aide de camp del general Wellesley, quien me invitó a seguirle.

Me hizo pasar a otra sala donde descollaba, tras una mesa cubierta de papeles, la alta silueta del general, a quien acompañaban el mayor con quien había mantenido la charla en español y un capitán de los Coldstreams que me resultó familiar aunque no sabía donde ubicarlo al principio mas, algo después, recordé de cuando estuve en el cuartel general de Vila Franca

El general fue muy cortés pues, después de felicitarme por haber salido bien librado de la reciente batalla, rememoró el episodio de los falsos prisioneros y del siniestro Emil Saiffer cuya sola mención me produjo una incómoda sensación.

A continuación me presentó a los allí presentes que resultaron ser, aparte del mayor Campbell, el mayor Colquhoun Grant y el capitán Archibald Messervy.
En una muy breve exposición, el general me explicó que el mayor Grant estaba organizando una unidad formada por hombres que hablaran español o portugués, o ambos, con la finalidad de emplearlos en operaciones tras las líneas francesas, correos o espías. Señaló, asimismo, que a juicio de aquél mi nivel de español era más que aceptable por cuanto ello, junto a mi actuación durante el asunto Saiffer, me convertía en el candidato ideal para pertenecer a la nueva unidad.
Mayor Colquhoun Grant

Aunque no tengo demasiados años sé lo suficiente sobre el Ejército como para no adivinar que a la lisonja seguiría una frase dicha casi con indolencia que sonaba como a “puede rechazarlo, desde luego, esto no es una orden…” pero que, de secundarla, era como poner punto final a una carrera que apenas había empezado. Sin pensar repliqué que era un honor que me hubiesen requerido para tal menester y que estaba a sus órdenes.

El general se puso en pie, imitado por los otros, me dio las gracias y me invitó que le acompañara a almorzar.

Después del ágape, esta vez a solas con el mayor Grant y el capitán Messervy, aquél me explico la que sería mi primera misión en mi nuevo destino. Desde luego si esperaba una peligrosa aventura en la retaguardia francesa, en compañía de esos feroces guerrilleros españoles de los que tanto había oído hablar pero de los que nunca había visto nada, pronto se desvanecieron mis ilusiones pues mi cometido no había de ser otro que acompañar al capitán Messervy, que portaría despachos para el Marqués de Wellesley, hermano del general y a la sazón embajador de Su Majestad ante la Junta Suprema Central en Sevilla.

Así pues, no habría más peligro que cabalgar, con una escolta, hacia Lisboa para allí embarcar con destino a Cádiz donde mis conocimientos de la lengua española serían útiles para que el capitán Messervy completara con éxito su misión.

Cuando he regresado al campamento a preparar el equipaje, junto a una orden firmada por el general, el capitán Edwards me ha deseado buena suerte a la par que, confieso que me he enorgullecido, ha alabado la forma en que me desempeñé en el combate a pesar de mi falta de experiencia. Asimismo me dirigí al alojamiento del mayor Gough, aún convaleciente de las heridas recibidas, a despedirme y a desearle una pronta recuperación, aspecto este que agradeció enormemente.

Apenas si me ha quedado tiempo, pues hemos de partir al alba, para despedirme de mis más allegados: el teniente Tarín; el padre Fennessy, que me ha obsequiado con una cruz céltica que ahora cuelga de mi cuello; el sargento Redding y algunos más antes de organizar la partida y escribir estas líneas previamente a entregarme a un sueño reparador que, sin embargo, dudo de poder gozar.