lunes, 26 de marzo de 2012

LIBRO II - Capítulo 45 (III)



Dos de Agosto de 1809 (Anno Domini). Talavera

Una indescriptible sensación de alivio recorrió mi entero ser al advertir cómo el teniente George Quinn, de la segunda compañía, formaba su línea en el extremo derecho de la mía y gritaba órdenes con tremenda energía.

Su aparición, empero, pareció enfurecer a los franceses pues al punto se dejó oír un grito que ha helado la sangre en las venas a muchos soldados de todo el Continente:

La baïonnette, en avant!

Pronto una masa azul surgió de entre la espesura y, a pesar de las ramas y las raíces que dificultaban tanto los movimientos, cargaba velozmente hacia nosotros.

-¡Granaderos!- Gritó con temor alguien en la línea…

-¡Carabineros!-Corrigieron dos o tres voces igualmente trémulas…

-¡Fuego!-Gritamos al unísono Quinn y yo…

La descarga deshizo el asalto y, para nuestro asombro, los franceses empezaron a recular. Asimismo, desde nuestra retaguardia empezaron a oírse órdenes a voz en grito. Experimenté una intensa emoción cuando el capitán Edwards, al frente de un heterogéneo pero nutrido pelotón, reforzó nuestra línea.

El calor era tremendo, y la sed empezaba a causar estragos toda vez que muchos hombres habían perdido las cantimploras durante la huída. Los hombres, tensos en la línea, se pasaban unos a otros las cantimploras disponibles con el dedo presto sobre el gatillo.

El rumor del combate que se libraba más adelante empezó a menguar. El capitán Edwards, recorriendo la línea gritó en un momento dado:

A mi señal, fuego!

El instante pareció eterno. El silencio, quebrado por los lamentos de los heridos que yacían, se adueñó de aquella parte del bosque.

Delante nuestro empezaron a divisarse formas difusas que se acercaban. Confieso que estaba a punto de disparar, aún sin haber recibido la orden, cuando el capitán Edwards volvió a gritar:

Alto el fuego!

La tensión se diluyo cuando de entre las espesura surgió un buen número de figuras, tan verdes como el follaje que lo dominaba todo. Un clamor se extendió por la línea:

Son los del 60!

Eran del 60, sí, con sus casacas verdes. Se habían mantenido firmes y esa era la razón por la que se combatía aún en nuestras viejas posiciones. Ahora, tal y como supe más tarde, una nueva línea se había formado a nuestra retaguardia con el fin de permitir el repliegue de los que, como el 60, aún luchaban delante.

Aguantamos nuestra posición durante una o dos horas, no podría precisarlo. A intervalos se nos unían más hombres procedentes de nuestra retaguardia, hombres de las compañías de línea del II/87 reagrupados tras la desbandada y, también, de la compañía ligera y de los granaderos. A la vez, pudimos distinguir cómo el 60 se replegaba por compañías en formación de escaramuza, cubriendo la retirada del grueso de la brigada. Ocasionalmente uno o dos disparos más adelante nos recordaban que el enemigo se acercaba.
En el ínterin pude distinguir, no sin emoción, al teniente Laherty  junto al sargento “Long Tom” O’Brien y un puñado de nuestros hombres. Al punto casi, el mayor Gough surgió a la cabeza de otro grupo de hombres y, de inmediato, ordenó retirada por compañías. No fue fácil, pues el terreno no era el idóneo, pero logramos agruparnos. La compañía ligera, muy menguada era evidente, se desplegó asimismo en escaramuza para proteger el repliegue de nuestro batallón.

No fuimos hostilizados en la operación y, cuando nos llegó el turno de replegarnos, lo hicimos en buen orden. Cuando salimos de aquél bosque en donde dejamos a tantos compañeros, llegamos a una llanura cubierta por tierras de labor donde formaba la brigada de caballería de Anson, que nos cubriría en caso de los franceses se decidieran a perseguirnos. Oímos, no sin sorpresa, que el repliegue lo estaba dirigiendo el mismísimo general Wellesley quien, al parecer, se había librado por muy poco de ser capturado mientras inspeccionaba la línea del Alberche desde Casa de Salinas.

Caía ya la tarde cuando ocupamos nuestras nuevas posiciones, en una elevación conocida como Cerro de Medellín al noroeste de Talavera, al otro lado de un arroyo llamado Portiña. Como nuestra brigada había sufrido un considerable castigo, pues el I/88 también había sido arrollado, el general Wellesley ordenó que nos situáramos en un lugar tranquilo, a retaguardia de la brigada Löw, batallones V y VII/KGL (Legión Alemana del Rey) en unas alturas desde donde se dominaba el Portiña y el Cerro de Cascajal en la orilla opuesta.

 Aquella posición, fuera de la primera línea, era ideal tanto para descansar y avituallarnos como para hacer recuento. No imaginábamos, ninguno lo hizo, que antes de que acabara aquella terrible jornada íbamos a empeñarnos de nuevo en combate.

lunes, 19 de marzo de 2012

LIBRO II - Capítulo 45 (II)







Dos de Agosto de 1809 (Anno Domini).Talavera

…y a la sorpresa siguió la confusión, y de esta resultó  un caos indescriptible.
No sería honesto si no reconociera aquí que tuve miedo. Miedo y también una atroz sensación de desamparo pues veía hombres corriendo y, también, cayendo bajo el fuego de un enemigo semioculto entre la espesura pero que, se acercaba tal y como delataban sus tambores.

Me sentí aturdido y confuso, debo confesarlo, y completamente paralizado por el miedo. Ni siquiera fui consciente de que había mojado el calzón aunque eso no me hubiera preocupado lo más mínimo en aquellos momentos. Nunca sabré cuanto tiempo estuve parado, a tiro del enemigo que se acercaba. Solamente recuerdo, y esto no lo olvidaré mientras viva, cómo una recia mano me agarró del brazo izquierdo y tiró de mí al tiempo que oía:

A correr, teniente!

Era el sargento Redding. Su irrupción me hizo reaccionar y caer en la cuenta de que, al fin, me encontraba en medio de una batalla. Le seguí, pues, en la seguridad de que de ello dependería vivir para combatir un día más.

No sabría decir cuanta distancia cubrimos esquivando raíces y golpeándonos con las ramas y con los disparos resonando a nuestras espaldas. De repente, Redding detuvo su carrera y lanzó un potente grito:

A mí, hombres del 87!

Pude ver cómo soldados de casaca roja huían en desbandada a nuestro alrededor pero, como por ensalmo, varios hombres empezaron a formar una línea. Pude distinguir al cabo Watters y a los soldados Abermathy, Riley, Bombay Jim, Bohane y Loughlin mas algunos otros a los que no identifiqué al principio. Los hombres que las portaban cargaron sus armas, pues la sorpresa había sido tal que muchos habían echado a correr sin sus mosquetes. Aún en aquellas circunstancias logré atinar a preguntarme por qué los piquetes de avanzada no habían dado la alarma.

Los árboles, extraordinariamente densos, nos dificultaban la visión pero el anuncio de que el enemigo se nos echaba encima nos llegó de un modo que jamás podré olvidar:

Un soldado de casaca roja surgió enfrente nuestro corriendo, sin mosquete ni chacó y abriéndose paso por entre las ramas bajas. Su carrera, empero, fue frenada en seco por un certero disparo. El hombre se detuvo y cayó de bruces, apenas un segundo antes de que acertara a distinguir unas azules formas difusas apenas a cuarenta yardas de donde me hallaba.

No llegué a gritar mi primera orden de fuego pues mis hombres, acaso acostumbrados a su oficio o, recelosos de mi bisoñez, empezaron a administrar fuego no en descarga cerrada sino seleccionando blancos, tal y como atestiguaba la cadencia de los disparos.

Durante un instante pareció que todo hubiese quedado en silencio, al menos es la impresión que se me quedó grabada en la memoria, pero ese instante desapareció en forma de una lluvia de proyectiles que nos cayó no sabría decir desde donde.

El sargento Redding se situó a mi lado y empezó a susurrarme las órdenes que debía impartir, las órdenes que no supe dar por mí mismo y que me limitaba a repetir a voz en grito:

Mantengan la línea!

Fuego graneado!

 Las balas silbaban por todas partes, estrellándose contra los troncos y arrancando astillas de ellos. Resistíamos aunque, en honor a la verdad,  ni siquiera estaba seguro de que los franceses no nos hubieran embolsado.

Y las bajas ya se hacían notar entre mi exigua tropa: el cabo Watters,  el soldado Bohane, Quinlan, Ellwood, Abermathy… Los heridos cedían sus armas a  aquellos que no las tenían y los gemidos de dolor se unían a las maldiciones de unos y a los rezos de otros, empeñados todos en cargar y disparar. También caí en la cuenta de que no estaba haciendo nada salvo repetir lo que Redding me decía.

Tomé el mosquete de uno de los caídos así como sus cargas y pólvora y, tal y como lo había hecho en la Thebes, cargué y disparé como uno más de mis hombres. Entre el estruendo podían oírse ya las voces de los franceses.

Fui habituándome por momentos a la batahola que me rodeaba. Ahora ya podía distinguir más adelante al enemigo, casacas azules y chacó con pompón de color verde, es decir primera compañía de chasseurs o de  fusiliers según se tratase de un regimiento ligero o uno de línea.  Asimismo, encontré la fuerza de ánimo suficiente como para impartir mis propias órdenes de las que la primera, recuerdo, fue:

Cubran el flanco izquierdo!

Los dos hombres que estaban en el extremo de aquél habían caído a la vez y, solamente gracias al grito del soldado Riley, pude advertirlo. Casi de inmediato tres hombres, de las compañías de línea pues ninguno lucía nuestros distintivos, se precipitaron a ocupar su puesto allí.

Más adelante, lejos hacia nuestras primitivas posiciones, se oía el estruendo de un furioso intercambio de disparos, que interpreté como que la brigada seguía resistiendo. Esa circunstancia me insufló nuevos ánimos y aún me reconfortó más el hecho de que desde el extremo derecho de nuestra precaria línea una descarga se abatiera contra nuestro frente. Para mi sorpresa, casacas rojas surgieron de la espesura y, tras formar en nuestro flanco derecho, continuó administrando fuego…

martes, 13 de marzo de 2012

LIBRO II - Capítulo 45 (I)



Dos de Agosto de 1809 (Anno Domini). Talavera

Hoy puedo proseguir este diario después de la que ha sido mi primera batalla.

Han pasado varios días desde que plasmara mis últimas impresiones pero, al fin, hoy me encuentro en condiciones de cambiar el mosquete por el lápiz para legar a quienes vengan tras mis pasos todo cuanto he visto y sentido.

Espero poder recordar todos los recientes acontecimientos aunque, con franqueza, diré que no pocos momentos se me antojan como una ensoñación por cuanto aún me siento dominado por la excitación.

Así pues, ordenando tanto como me es posible mis vivencias, relato a continuación los hechos tal y como los recuerdo.

Amaneció el día Veintisiete de Julio sin que las patrullas de la Brigada Anson anunciaran presencia enemiga en las proximidades. De tal suerte, el ejército español inició su repliegue hacia el oeste por el puente del Camino Real.

Verdaderamente la decisión del general Cuesta de permitir descansar a sus hombres la noche anterior se demostró acertada pues su tropa pudo retirarse en buen orden hacia la posición que los generales habían elegido para plantear batalla.

A mediodía, con los españoles ya al otro lado del Alberche, anunciaron las patrullas que habían avistado caballería enemiga. El general Wellesley, que se había trasladado a la Casa de Salinas, ordenó que la Primera división se replegase a su vez quedando nosotros, la Tercera división, y la brigada de caballería como cobertura de retaguardia. Así, la Primera División cruzó el Alberche por el sur, por el puente, mientras que nosotros y la caballería repasaríamos el río por el vado llamado de Cazalegas y nos situaríamos al otro lado del mismo para luego proceder a nuestro repliegue escalonado.

Tal como se nos ordenó, la Tercera división cruzó por Cazalegas y tomó posiciones frente al mismo: la brigada Donkin( II/87, I/88, cías V/60) a la izquierda; la brigada McKenzie (II/24, II/31, I/45) a la derecha.

 El terreno, monte bajo boscoso, dificultaba tanto las maniobras como la visibilidad, hasta el punto de que la brigada de caballería se situó a nuestra retaguardia dada la inutilidad de su misión de exploradores en semejante campo. El general Donkin, dada la naturaleza del terreno y la aparente lejanía del ejército enemigo, ordenó descanso a discreción en las acogedoras sombras de los árboles.

  Antes de cruzar, y en orden a dificultar lo más posible al enemigo, nuestros hombres prendieron fuego a las cabañas que nos sirviera de alojamiento las noches precedentes. El incendio, cuya humareda se extendió hacia el oeste, nos ocultó de las patrullas enemigas pero, y creo que nadie calibró esta posibilidad, ese mismo humo ocultó a una potente fuerza enemiga que, de este modo, pudo cruzar por Cazalegas y desplegarse por entre la arboleda.

Una descarga cerrada, y redobles de tambor que anunciaban el terrible pas de charge, nos anunció lo impensable: la infantería francesa cargaba directamente sobre nuestra brigada… 

lunes, 12 de marzo de 2012

LIBRO II - Capítulo 44


Veintiséis de Julio de 1809 (Anno Domini). En los vados del Alberche

Una desagradable sorpresa ha puesto punto final a esta jornada.

Con las últimas luces muriendo en poniente, los centinelas han corrido la voz de que se aproximaba tropa desde el este. Las compañías han aprestado armas y, en pocos minutos, la Primera y la Tercera división estaban prestas al combate. Incluso los jinetes de Anson, acampados al otro lado del río, se han presentado en forma de dos escuadrones.

Pero lo que se acercaba no era el enemigo sino los españoles que poco antes hubieran salido en pos de los franceses que se retiraban. Al parecer el Cuerpo de Victor se ha reunido con tropas francesas de refuerzo que acuden a darnos la batalla.

La oscuridad parece acompañar la penosa situación:

Los españoles, agotados por la sucesión de marcha y contramarcha, y que se nota especialmente en los regimientos de conscriptos, harapientos y mal equipados y cuyos componentes, en absoluto acostumbrados a los rigores de la marcha de campaña, acusan la fatiga en grado extremo.

Pero no van a cruzar el Alberche. No esta noche pues es peligroso cruzar los vados en la oscuridad. Además, y esto es plausible, los españoles necesitan reposo si sus jefes quieren que luchen mañana.

No habrá lucha hoy, dicen los suboficiales. Las sombras se han enseñoreado del cielo y pronto no se verá nada a diez pasos. Los franceses no atacarán y los españoles, y nosotros, dispondremos de unas horas de descanso, aunque muchos hombres no conseguirán dormir esta noche.

domingo, 4 de marzo de 2012

LIBRO II - Capítulo 43


Veinticinco de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. En los vados del Alberche

La espera es tal vez lo peor del oficio de soldado.


Hoy se conmemora la festividad de Santiago, patrón de España. Parece que es fecha propicia para que los españoles tengan un día memorable. Y, aunque aguardábamos a oír, al menos, el choque entre las tropas españolas y las  francesas que se repliegan (hoy hemos sabido que se trata del Cuerpo de Ejército del mariscal Victor) solo el silencio ha sido la respuesta.

La moral de los hombres es, en apariencia, elevada. No hay signos, visibles al menos, de temor o de fatiga y, al parecer, no ha habido deserciones desde que ocupáramos esta posición (aunque, de haberlas, dudo que lo hubieran anunciado hasta después de la batalla).

No hay noticias de ninguna clase, lo cual no deja de añadir un punto de temor a mi ánimo. Cuánto menos angustioso resultaría que entráramos en liza de una vez por todas e hiciéramos lo que hemos venido a hacer.

Es curioso que ayer me sintiera en parte aliviado por no combatir y hoy, sin embargo, ante la posibilidad de que los españoles se queden con toda la gloria y que nosotros no intervengamos, me domine un irreprimible deseo de entrar en batalla.

No obstante, aunque por el momento no parezca inminente el combate, el padre Fennessy se multiplica a la hora de atender las confesiones de quienes desean dejar limpia su Alma ante la perspectiva de la muerte.
Nunca hubiera imaginado tanta energía en nuestro achaparrado y borrachín páter. Hasta los protestantes le respetan y no son pocos de entre ellos los que le invitan a beber, no importando lo más mínimo que sea aquél un ministro del Papa de Roma.

Incluso ha pedido al mayor Gough que le permitiera dirigir unas palabras de aliento al batallón y éste ha accedido. Ha constituido un espectáculo inolvidable ver a esos hombres congregados en torno a  la rechoncha figura del clérigo que, de pie sobre una pequeña elevación del terreno, se ha dirigido a todos: los católicos, rodilla en tierra; los anglicanos, los de la Iglesia de Irlanda, los metodistas y los impíos en pie y descubiertos.

Soldados, sargentos, oficiales…Todos escuchando cómo un hombre de Dios nos insuflaba ánimos ante la dura prueba que nos aguarda. Y él nos habló como creo que no lo había hecho jamás en su parroquia de Mullaghbrack.
 Nos alentó sobre nuestro deber como soldados; de la recompensa que Dios otorga a los hombres justos; de nuestros enemigos, que ha comparado con los hunos del terrible Atila y, en definitiva, de la noble causa que defendemos.

No olvidaré sus últimas palabras, dedicadas a aquellos que “aún no habéis pasado la dura prueba de la batalla” y que enseguida reconocí como parte de una de las Cartas de San Pablo:

Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño,
pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño.

Cuánta razón hay en ese pasaje. Ha llegado el momento de despojarse de las cosas de niño y de convertirse en un hombre aunque muchos ahora, ni siquiera se si yo mismo sería uno de ellos, no desdeñaría seguir siendo un niño.