domingo, 4 de marzo de 2012

LIBRO II - Capítulo 43


Veinticinco de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. En los vados del Alberche

La espera es tal vez lo peor del oficio de soldado.


Hoy se conmemora la festividad de Santiago, patrón de España. Parece que es fecha propicia para que los españoles tengan un día memorable. Y, aunque aguardábamos a oír, al menos, el choque entre las tropas españolas y las  francesas que se repliegan (hoy hemos sabido que se trata del Cuerpo de Ejército del mariscal Victor) solo el silencio ha sido la respuesta.

La moral de los hombres es, en apariencia, elevada. No hay signos, visibles al menos, de temor o de fatiga y, al parecer, no ha habido deserciones desde que ocupáramos esta posición (aunque, de haberlas, dudo que lo hubieran anunciado hasta después de la batalla).

No hay noticias de ninguna clase, lo cual no deja de añadir un punto de temor a mi ánimo. Cuánto menos angustioso resultaría que entráramos en liza de una vez por todas e hiciéramos lo que hemos venido a hacer.

Es curioso que ayer me sintiera en parte aliviado por no combatir y hoy, sin embargo, ante la posibilidad de que los españoles se queden con toda la gloria y que nosotros no intervengamos, me domine un irreprimible deseo de entrar en batalla.

No obstante, aunque por el momento no parezca inminente el combate, el padre Fennessy se multiplica a la hora de atender las confesiones de quienes desean dejar limpia su Alma ante la perspectiva de la muerte.
Nunca hubiera imaginado tanta energía en nuestro achaparrado y borrachín páter. Hasta los protestantes le respetan y no son pocos de entre ellos los que le invitan a beber, no importando lo más mínimo que sea aquél un ministro del Papa de Roma.

Incluso ha pedido al mayor Gough que le permitiera dirigir unas palabras de aliento al batallón y éste ha accedido. Ha constituido un espectáculo inolvidable ver a esos hombres congregados en torno a  la rechoncha figura del clérigo que, de pie sobre una pequeña elevación del terreno, se ha dirigido a todos: los católicos, rodilla en tierra; los anglicanos, los de la Iglesia de Irlanda, los metodistas y los impíos en pie y descubiertos.

Soldados, sargentos, oficiales…Todos escuchando cómo un hombre de Dios nos insuflaba ánimos ante la dura prueba que nos aguarda. Y él nos habló como creo que no lo había hecho jamás en su parroquia de Mullaghbrack.
 Nos alentó sobre nuestro deber como soldados; de la recompensa que Dios otorga a los hombres justos; de nuestros enemigos, que ha comparado con los hunos del terrible Atila y, en definitiva, de la noble causa que defendemos.

No olvidaré sus últimas palabras, dedicadas a aquellos que “aún no habéis pasado la dura prueba de la batalla” y que enseguida reconocí como parte de una de las Cartas de San Pablo:

Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño,
pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño.

Cuánta razón hay en ese pasaje. Ha llegado el momento de despojarse de las cosas de niño y de convertirse en un hombre aunque muchos ahora, ni siquiera se si yo mismo sería uno de ellos, no desdeñaría seguir siendo un niño.

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