domingo, 19 de mayo de 2013

LIBRO IV - Capítulo IV



Veintiocho de Septiembre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

Hemos pasado cuatro terribles días en medio de un temporal. Creí que el barco se iba a romper pues los crujidos del maderamen y el cabeceo, más intensos que de costumbre, no parecían augurar un desenlace afortunado.

Mas, como es costumbre en quien poco o nada sabe de las cosas del mar, estaba errado y, excepto algunos daños de poca importancia prestamente reparados por el carpintero y su brigada, el Portobelho continúa su singladura hacia el Sur.

No puedo negar que ha sido un alivio poder salir a la cubierta y respirar aire fresco pues tanto yo como el capitán Messervy hemos sufrido la tormenta oprimidos por el mareo y por las arcadas. Ni que decir tiene que he devorado la magra ración del desayuno y que el café, pese al agua salobre, me ha sabido a néctar.

Y debo corregir que, si bien he disfrutado del exterior por primera vez en varios días, el aire fuera fresco. Por el contrario el calor se ha intensificado respecto a antes de la tormenta lo que me hace pensar, aún a riesgo de equivocarme de nuevo, que debemos estar cerca de las costas africanas. 

Confío en que Partridge, o Figgis, a los que no he visto durante mi forzada reclusión, puedan corroborar mis sospechas.

Hoy, además, he podido acceder a las entrañas de este barco, es decir, he bajado a los sollados. El primer oficial Barlow, al verme en cubierta, me invitó a acompañarle a revisar si la carga estaba correctamente entibada.

Nunca antes había visto nada parecido pues la pulcritud de la zona de carga, con los estantes donde según Barlow se alojarían los esclavos atestados de cajas que contenían rollos de tela, barricas de vino, lingotes de cobre y cacharrería varia salida de las acerías de Sheffield (a juzgar por las etiquetas) que se trocarían por hombres y mujeres, contrastaba con un olor extraño, pesado y extrañamente familiar. Mi impresión no pasó desapercibida a Barlow que, divertido, me explicó que nada puede eliminar el olor de  los varios cientos de cuerpos que ocupan el espacio en cada viaje.

Era un olor en cierto modo semejante al que impera en un campamento tras varios días de marcha aunque mucho más intenso debido al mismo confinamiento de los sollados. Me estremeció el pensar cual sería el panorama cuando las cajas que llenaban los estantes fueran sustituidos por los infelices que, arrancados de su tierra, de sus familias y de su vida, habrían de ser llevados a otro mundo, completamente distinto a cuanto conocían, para trabajar hasta la extenuación al arbitrio de sus dueños.

 Y no puedo finalizar este pasaje sin consignar un descubrimiento que me ha llenado de inquietud a la par que de sorpresa.

Cuando Barlow y yo regresábamos a cubierta un bandazo hizo que una de las maromas que aseguraban una pila de cajas se rompiera haciendo que una de ellas se rompiera con gran estrépito. A las voces de Barlow pidiendo hombres para reparar el daño acudieron varios y pude ver cómo se afanaban en reparar la caja que alojaba relucientes mosquetes que parecían recién salidos del arsenal o de los talleres.

domingo, 12 de mayo de 2013

LIBRO IV - Capítulo III



Veintitrés de Septiembre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

Este que hoy acaba es el decimoséptimo día a bordo.

No se han visto velas en las últimas jornadas y, por lo que he podido oír, estamos cerca, según lo que un marino entienda por cerca, del lugar adonde nos dirigimos.

La situación no ha variado en exceso, excepción hecha del estado de ánimo del capitán Messervy que flaquea cada vez más.

Dada su apatía le he impuesto unas sesiones diarias de trabajo consistentes en redactar correspondencia durante varias horas a lo largo de la jornada. Pese a lo reservado de su carácter me ha confiado que tiene esposa y dos hijos en Lancashire y que un hermano suyo es parlamentario en los Comunes por ese mismo condado.

 Apelando primero a sus deberes filiales para, posteriormente, recurrir a la disciplina militar toda vez que él es mi superior y debe, en todo momento, asumir la responsabilidad de mis actos, he logrado que escriba dos o tres cartas diarias a su esposa e hijos y a su hermano pues asumiendo que poco o nada podemos hacer (hasta que el capitán Fernándes nos revele cuáles serán nuestras tareas a bordo), opino que será buena cosa que mantenga su cabeza ocupada y huya del desaliento que se ha enseñoreado de su alma.

Cuando le veo sentado sobre el pequeño escritorio de la cabina tratando de plasmar sus pensamientos sobre el papel me imagino a mí mismo haciendo lo propio en este diario que se ha convertido ya en una parte de mi ser. Confieso que el verle empeñado en una tarea, por peregrina que sea, me siento mucho más decidido a buscar nuestra liberación aunque, presumo, deba actuar como freno del guardiamarina Partridge pues su cólera crece por momentos, superando con mucho la vergüenza que le produce su situación de subordinado del mulato Pouzada.

Confío en que no se precipite y su actuación redunde en un empeoramiento de nuestra situación. Solamente me tranquiliza un tanto el hecho de que no nos hayan arrojado por la borda después de las acusaciones que el guardiamarina lanzara contra Fernándes. Sin embargo no puedo evitar experimentar un punto de temor al pensar que podamos correr esa suerte cuando hayamos dejado de ser útiles.

Prosigo con el balance de hombres y armas del barco. Sumando información y, sobre todo, contando a los hombres y corrigiendo las cuentas cuando descubro que he numerado al mismo dos veces. Es una tarea agotadora pero, al fin y al cabo, soy un soldado y, como tal, es mi deber conocer la fuerza de mi enemigo a fin de hallar un punto débil que aprovechar para su derrota.

Y, para mi sorpresa a la par que para mi desaliento, creo que los tripulantes pasan del centenar aunque esperaré a poder conversar con Figgis o Partridge para confirmarlo. Y hombres duros, como ya he dicho, en muchos de los cuales se muestran las huellas de una vida azarosa y, a menudo, peligrosa: cicatrices que cubren rostros hoscos y curtidos; algún parche que tapa la cuenca vacía donde alguna vez hubo un ojo, dedos que se echan en falta en varias manos…

Incluso el cocinero, un portugués gordo llamado Nuno, luce una pierna de madera recuerdo de algún lejano día en el que la Muerte le sorteó y le dejó en el mundo de los vivos atado a un trozo de madera y con la firme promesa de que habrá de llevarle para que se reúna con el miembro que le falta.