domingo, 25 de septiembre de 2011

LIBRO II-Capítulo 30

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XXX)
Veintisiete de Junio del Año de Nuestro Señor de 1809. Abrantes

Este es nuestro último día aquí. Las órdenes ya han sido distribuidas de modo que mañana, a las 05:00 horas, nos pondremos en marcha hacia la frontera española.

Hace rato que se ha puesto el sol y se pueden oír la sonora batahola compuesta por las canciones que entonan los hombres en torno a los fuegos que se encienden prácticamente delante de cada tienda.

Esa mezcolanza de canciones es digna, empero, de ser recogida pues pueden distinguirse melodías muy dispares, tanto como el estado de ánimo de quienes cantan o, simplemente, escuchan.

Un numeroso grupo que baila al son del animado Lanigan’s Ball se alza en ruidoso contrapunto de la melancólica Bridget O’Malley, que parece sonar desde las tiendas de la cuarta compañía. Incluso se han podido escuchar baladas rebeldes, prohibidas lógicamente, como Ballyshannon Lane o The Liberty Tree desde la zona donde acampa la compañía ligera. 

El hecho de que no haya aparecido nadie del Cuerpo Preboste indica que los jefes no quieren arriesgarse a padecer un motín, o una deserción masiva, por unas canciones de borracho que habrían de ser castigadas con una buena tanda de latigazos en presencia de todo el batallón.

Pero no todo el mundo canta. Confieso que no he intimado demasiado con el teniente Laherty pues, exceptuando los periodos de instrucción, se abstrae en sus lecturas y se aísla del resto del mundo. Dada la inminencia de nuestra partida me propuse compartir unos momentos de conversación, siquiera para poder conocerle algo más personalmente.  Se encontraba en su alojamiento ocupado en escribir lo que parecían ser cartas de despedida a su padre y a una dama de Dungiven a la que pretende. Al cuestionarle sobre la razón del abultado epistolario me miró con fijeza y me respondió con una indiferente frialdad que, confieso, me afectó sobremanera que estaba convencido de que iba a morir y por eso quería dejar en orden todos sus asuntos. Mis intentos de hacerle ver que, aunque la Muerte es la eterna compañera del soldado, sus temores carecían de fundamento fueron infructuosos aunque agradeció mi interés y me pidió que me hiciera cargo de sus cartas. Aunque traté de hacerle ver que mis posibilidades de morir eran equivalentes a las suyas, y tras rechazar mi sugerencia de que el padre Fennessy se hiciera cargo de ellas (el teniente Laherty es miembro de la Iglesia de Irlanda) me dijo que tenía la certeza de que yo saldría con vida. No sabría explicarlo pero estaba convencido de que así sería, de forma que hube de darle mi palabra de que yo, personalmente, entregaría su correo.


Es extraño cómo la perspectiva de la batalla afecta el ánimo de los hombres. Algunos cantan, arriesgándose a que les monden a latigazos, y otros escriben cartas de adiós dando por seguro que su paso por este Mundo se ha completado.

Sin embargo no hay tanta diferencia entre el teniente Laherty y yo mismo en el sentido de que yo también escribo, no lúgubres despedidas es cierto, pero sí sobre cuanto me rodea, sobre lo que descubro y sobre la vida que he elegido.

La certeza de Laherty sobre su destino me ha reportado una cierta inquietud. No me planteo la posibilidad de morir, es decir, no dejo que me preocupe en el sentido de que estamos en manos de Dios. Mi padre suele decir que debemos ocuparnos de nuestro trabajo y Dios hará el resto, o lo que es lo mismo:

Vete a la Guerra, soldado cristiano
Nada tienes que temer
Pues a las legiones del Demonio
Con la Cruz habrás de vencer

domingo, 18 de septiembre de 2011

JORGE III



Durante su reinado la Gran Bretaña conquistó el Canadá, eliminó a sus competidores en la India, sufrió el quebranto de perder las Trece Colonias de Norteamérica y, aunque ya había abdicado, en el momento de su muerte (1820) su país era la mayor potencia comercial, financiera, industrial y naval del Mundo.

Nacido en 1738, accedió al trono en 1760 tras la muerte de su abuelo Jorge II. Fue el primero de la dinastía Hannover en nacer en Gran Bretaña.

Hombre de gustos sencillos, lo que le hizo popular entre las clases bajas, los primeros años de su reinado estuvieron marcados por la crisis económica derivada de la Guerra (victoriosa no obstante) de los Siete Años (1756-1763). Esta crisis condujo a un aumento de impuestos en colonias lo que, a la larga, provocaría la rebelión de buena parte de la población de las colonias de Norteamérica.

Aquejado de una extraña dolencia que afectó sus facultades mentales durante varios periodos (1765; 1788; 1801 y 1810) sus relaciones con quienes detentaron el cargo de Primer Ministro (Pitt, el Viejo; Bute; Grenville; Fitzroy; Pitt, el Joven…) estuvieron marcadas tanto por aquella como por su tendencia a la autocracia (muy criticada por quienes le acusaban de estar “contaminado” por el absolutismo del continente europeo).

La Independencia de los Estados Unido constituyó un terrible golpe para Jorge III, ello no impidió que la Paz subsiguiente firmada con aquellos y sus aliadas Francia Y España no fuera excesivamente desfavorable para Gran Bretaña. Recuperó buena parte de su popularidad durante las guerras revolucionarias y napoleónicas, considerándole el imaginario popular un símbolo de la resistencia británica contra Napoleón.

Su dolencia le mantuvo semiapartado de sus funciones de nuevo en 1801, aunque para 1811 se hallaba en un estado de demencia casi total. Recluido en el castillo de Windsor, su hijo mayor ejerció como regente desde ese año hasta la muerte del rey que perdiera las colonias de Norteamérica, en Enero de 1820. 

miércoles, 14 de septiembre de 2011

LIBRO II-Capítulo 29

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XXIX)
Veinticinco de Junio del Año de Nuestro Señor de 1809. Abrantes

Esta mañana el reverendo Fennessy ha oficiado la Misa dominical de un modo especialmente solemne  ante la inminencia de la partida. Ha hablado de nuestro deber para con el Rey (él siempre añade “extranjero”) y para con la Iglesia Única y Verdadera pues los franceses, que han asesinado sacerdotes y quemado templos allá en su patria, han venido a la Península a hacer lo mismo.

Siempre instala sobre el armón que emplea como altar una cruz de madera, pintada de color verde y donde campean arpas y tréboles. Una auténtica cruz irlandesa, sin duda, que despierta no pocas suspicacias pero, como decimos quienes la reverenciamos, si vestimos la casaca roja y luchamos por el Rey de Inglaterra, tenemos derecho a orar ante nuestra propia cruz.

Es un verdadero espectáculo oír los sermones de nuestro capellán pues éstos los articula en inglés aunque intercala pasajes enteros en gaélico y aún en latín sin inmutarse. Nos insta a todos, sus “soldados cristianos”, a expulsar de la Península a los hijos del Diablo y a su ministro en la Tierra (los franceses y Napoleón) y liberar al Santo Padre del cautiverio a que está sometido.

Es casi el único momento de la jornada en el que soldados y oficiales oran, se arrodillan y toman la Comunión sin diferencias de rango (la mayoría de capellanes es en exceso ordenancista y sigue rigurosamente el escalafón, no así el borrachín Fennessy). Dado que soy uno de los pocos oficiales declaradamente católico (hay muchos que profesan la Fe Verdadera pero lo ocultan porque no está bien visto que un oficial al servicio del Rey de Inglaterra sea un seguidor del Papa de Roma, y menos aún si se es irlandés) parece que gozo de cierta estima entre la tropa, a su vez mayoritariamente católica.

Esta circunstancia me estimula sobremanera aunque no debo dejarme influir por emociones y favoritismos de modo que mis obligaciones no queden empañadas por un sentido de la lealtad mal comprendida.
Por lo demás, y excluyendo las guardias, el domingo es el día más tranquilo de la semana. No hay instrucción y los hombres pueden disponer de su tiempo como mejor les place. Muchos aprovechan para escribir al hogar con lo que los que se alquilan como escribanos, pues buena parte de la tropa es analfabeta, obtienen algún ingreso extra.



Otros se dedican a las mujeres portuguesas, inclusive alguna española, que venden sus favores las más de las veces por algo de comida y que pululan por el campamento como moscas en torno a la miel. Debo hacer un inciso en este punto pues no todas estas mujeres son rameras. Muy al contrario,  no pocos de nuestros hombres han contraído matrimonio con paisanas nativas pues, si bien no pocas han hecho del libertinaje una forma de vivir, no es menos cierto que otras son viudas de guerra (muchas con hijos a su cargo), mujeres de reputación intachable que han acabado en el arroyo y que buscan una seguridad para el porvenir.
No puedo evitar pensar lo injustos que resultan los comentarios que oigo sobre estas mujeres, sobre todo porque si la guerra se estuviese librando allá en Gran Bretaña muchas esposas, madres y prometidas actuarían exactamente igual que las desventuradas objeto de tantas calumnias y tergiversaciones. Creo que podemos dar gracias a Dios de que la guerra esté aquí, tan lejos de nuestros hogares. Nosotros, a fin de cuentas, somos soldados y luchamos porque es nuestro oficio pero creo que no hay hombre en este ejército que no se sintiera dominado por la angustia si hubiera de soportar los rigores de una campaña sabiendo que sus seres queridos están expuestos tanto a las depredaciones del enemigo como  de los excesos de quienes se dicen aliados pero que, sin ningún escrúpulo moral, se aprovechan de la desgracia ajena.

No es buena cosa dejarse dominar por la melancolía ni por pensamientos sombríos en vísperas de una campaña por lo que consignaré que no puedo menos que congratularme por mis progresos con el idioma español. A decir del teniente Tarín he alcanzado un grado considerable y ya podemos sostener conversaciones con cierto nivel de complejidad, tanto que me ha prestado un libro, escrito en antiguo castellano (que es la lengua que se habla en España) pues no duda de que esté en condiciones de leerlo.

Ya había oído hablar del título, incluso había leído (en inglés) alguna obra menor de su autor pero confieso que se antoja un reto leer en lengua vernácula la que, según dice el teniente Tarín, es la más grande historia que autor alguno haya compuesto jamás.

Sus primeras líneas constituyen, desde luego, una invitación nada desdeñable:
En un lugar de La Mancha
De cuyo nombre no quiero acordarme…

                                                       © Fernando J. Suárez