domingo, 1 de diciembre de 2013

LIBRO IV- Capítulo XIII (I)

Veintiséis de Octubre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

Aun cuando estoy redactando estas líneas no estoy seguro de que todo cuanto ha acontecido no haya sido sino una pesadilla.

Mas los gemidos del capitán Messervy, que aumentan de intensidad cuando el dolor se recrudece, no han tardado en devolverme la consciencia sobre lo sucedido.

Ayer fue un día terriblemente duro. Desde que salió el sol nos pusimos a trabajar en la titánica labor de meter en un barco a cuatrocientas ochenta y siete almas. Sembène y sus hombres se marcharon antes aún de romper el alba y, casi enseguida, se puso en marcha la operación de embarque pues Fernándes estaba decidido a zarpar cuanto antes, aún cuando Legrand no hubiese informado de ningún movimiento del Gelderland.

El embarque resultó, como he dicho, una tarea de titanes pues los infelices debían ser medidos a fin de distribuirlos de forma eficiente en orden a embarcarlos a todos. Nunca imaginé el terrible calor y el hedor que convertían a los sollados en un infierno, aumentado si cabe con los negros gimiendo mientras eran acomodados, por decirlo de algún modo, en los estantes.

Colocados muy juntos, pues cada cuerpo ocupaba un espacio no superior a veinte pulgadas, las largas cadenas aseguraban el par de grilletes que se cerraban en los tobillos. Resultó enormemente fatigoso trajinar con aquellos robustos cuerpos amén de indicar por signos lo que debían hacer. Los revoltosos, que se negaban a situarse en su lugar, eran invariablemente golpeados en las costillas aunque observé que con el debido cuidado de dejar ningún tipo de marca.

Me sorprendió, empero, el hecho de que los hombres se sometieran con más facilidad que las mujeres. Muchas se revolvían y luchaban con denuedo, sobre todo las que llevaban en brazos a sus bebés, lo que obligó a los marineros encargados de situarlas un esfuerzo extra en aquella asfixiante prisión. Un coro de risas burlonas llenó el espacio cuando una de las negras se revolvió golpeando en la entrepierna a don Tarsicio, que se dobló cual si fuera un bejuco azotado por el viento, entre el mal disimulado regocijo de quien esto escribe, y de la mayor parte de los que estábamos allí ya fueran blancos o negros.

Relevándonos a intervalos para beber agua y respirar siquiera fuera de los sollados, comimos el rancho rápidamente para volver al trabajo. Ni que decir tiene que el calor y el esfuerzo, junto al indescriptible hedor empeorado por las defecaciones de los desgraciados, me hicieron vomitar.

Por fin, a media tarde, pudimos dar por terminado el trabajo. Fernándes hubiese querido zarpar inmediatamente pero nadie hubiera podido hacer que ningún tripulante del Portobelho fuese capaz ni de asegurar un cabo. Salvo los que estaban aún de guardia en la factoría y el cocinero y su brigada, la cubierta superior del barco estaba llena de hombres derrengados que bebían agua sin parar. Pese a todo, se aprestó un destacamento que puso en funcionamiento las bombas de agua y las mangas de hule para limpiar los sollados. Tendido sobre la tablazón junto a Messervy, que estaba completamente agotado, pude observar cómo oleadas de vapor se escapaban por entre las escotas y el enjaretado que cerraba los sollados. Tal era el calor que hacía debajo que el agua se evaporaba casi al tiempo que salía de las mangas.

Los esclavos pasarían el resto del día en lo que iba a ser su casa en los próximos días, en parte porque era demasiado pronto para volver a sacarlos, bien porque así, juzgaba Fernándes, se acostumbrarían al lugar. Los preparativos para la partida, empero, continuaron sin pausa. Los cañones giratorios fueron dispuestos colocándose junto a ellos las cargas de pólvora, las agujas, los tacos y los botafuegos, amén de unos saquetes que juzgué de metralla hasta que descubrí que lo que contenían eran judías, una carga inocua muy útil, sin embargo, para usar a corta distancia en caso de que los negros se mostrasen revoltosos cuando hubieran de subir a la cubierta.


Agotado, casi sin probar la cena y ante la perspectiva de una guardia en la madrugada, me retiré a mi cabina con la intención de dormir cuanto pudiera. No sé cuanto tiempo hube dormido mas un estruendo me hizo saltar y subir a cubierta…

domingo, 3 de noviembre de 2013

LIBRO IV - CAPÍTULO XII


        Veinticuatro de Octubre de 1809 (Anno Domini). Fondeados cerca de Ziguinchor

Hoy he asistido a uno de los espectáculos más desgarradores que pueda contemplar un hombre temeroso de Dios.

Este mediodía, mientras Messervy y yo despachábamos el rancho, un prolongado lamento que procedía del interior empezó a hacerse más y más audible. No pasó mucho tiempo hasta que un grito de júbilo, procedente de los vigías de la empalizada, anunció el regreso del capitán Fernándes y de Mahamadou Sembène.
  
  Inmediatamente las poternas se abrieron dejando paso a un grupo de guerreros al que seguían Fernándes, Sembéne y el resto de los hombres del Portobelho. No me pasó inadvertido el semblante de Partridge, que no se inmutó cuando le saludé con la mano. Solamente un instante después me miró y luego giró la cabeza en dirección a las abiertas puertas.

   Una larga columna de cuerpos oscuros y cabezas lanudas circulaba por el sendero que conducía al recinto: hombres, mujeres, niños e incluso bebés en brazos de sus madres. Todos iban enlazados por el cuello, excepto los niños que iban en grupos de cinco o seis atados por las muñecas. Algunos entonaban cánticos que sonaban a marchas fúnebres; los bebés lloraban, de hambre, sed o calor en brazos de sus madres; hombres y mujeres arrastraban los pies cabizbajos, como si el peso de su desgracia los hundiese por momentos.

   Recorriendo la línea, algunos wolof con sus vistosos turbantes azules hacían restallar el látigo junto al rostro de los que flaqueaban. No los rozaban siquiera, empero, lo que confirmaba que los wolof sabían lo que hacían y que Fernándes no estaba dispuesto a que su mercancía se deteriorase.

   Intercambié una mirada con Messervy que estaba petrificado, como si lo que estábamos viendo no fuese de este mundo. Solamente los comentarios de los marineros del Portobelho nos devolvieron a la realidad:

Mandingos!               

Son los que mejor se pagan!

Debe haber cerca de quinientos!

  Después de que Barlow informara a Fernándes de la presencia de Van Deventer en Ziguinchor, éste ordenó que los esclavos fueran recluidos en los barracones con vistas a iniciar el embarque al día siguiente. Al parecer no se les iba a marcar, lo que era el procedimiento habitual, reservando ese trámite para cuando estuviéramos en alta mar. Era arriesgado, desde luego, pues en caso de inspección un esclavo marcado podía pasar como una propiedad legítima y no como un objeto de tráfico ilegal, pero la amenaza del Gelderland y de su capitán parecía suficiente como para abandonar aquél lugar cuanto antes.

 Una vez se hubo cerrado el trato con Sembène, para quien se preparó una demostración de tiro, que provocó un estallido de gritos entre los esclavos, y una especie de parada, ejecutada con brillantez dicho sea de paso, se descargó la mercadería que se alojaba en el Portobelho y se mataron cuatro vacas, compradas por Fernándes, para la cena con la que se remataría el negocio y se festejaría el éxito de la operación.

Ni que decir tiene que no tengo apetito y que, pese a que esta noche teníamos permiso para quedarnos en tierra y que no parece haber señales de Van Deventer (Fernándes ha tomado precauciones y ha enviado a Legrand, convenientemente retribuido, a Ziguinchor con el encargo de avisarnos si el Gelderland zarpase), he preferido volver al Portobelho. Allí, acodado en la regala y en compañía de Messervy, Partridge y el boticario Johnson, Figgis y Sánchez, a quienes prácticamente no había visto durante los días precedentes, contemplamos la factoría donde el fuego de las hogueras proyectaba sombras irreales y las risas y las canciones no lograban ahogar el quejumbroso lamento procedente de los barracones de esclavos.

  Los marineros de guardia, que despachaban sus raciones de carne por turno, estaban más atentos a lo que pudiese venir del río que a nosotros de forma que, por primera vez en mucho tiempo, pudimos hablar sobre cuanto estaba aconteciendo.

 Partridge pareció entusiasmarse con la idea de que el tal Van Deventer nos podría liberar pero Figgis y Sánchez deshicieron sus ilusiones pues conocían, por boca de los tripulantes, que el holandés era bastante peor que Fernándes. 

Johnson, por su parte, anunció que nuestro destino sería La Habana pues Möhr, el cirujano, le había hablado de los burdeles que allí frecuentaba cuando arribaban a la ciudad.

 Messervy insinuó la posibilidad de liberar a los esclavos una vez en el mar y obligar a Fernándes a llevarnos a Sierra Leona pero chocó con la lógica aplastante de Sánchez que argumentó que los esclavos, de estar libres, degollarían a todos los blancos del barco pues, dada su situación, no estaban para hacer distingos.

 Continuamos hablando durante un rato más y al preguntar a Partridge por las particularidades del plan que tenía, y del que no había querido decir nada, se limitó a responder que, llegado el caso y atendiendo a que él era el oficial naval de mayor graduación, obedeceríamos sus órdenes sean cuales fueren.


Y así permanecimos unos momentos más, en silencio, oyendo los cantos de los wolof borrachos, pues al parecer no renuncian al vino pese a ser musulmanes, y pensando, yo al menos, en cómo haremos para salir de esta locura.



sábado, 21 de septiembre de 2013

LIBRO IV - Capítulo XI


      Veintitrés de Octubre de 1809 (Anno Domini). Fondeados cerca de Ziguinchor

Hoy he podido, al fin, averiguar qué es lo que inquieta tanto a la gente del Portobelho desde que ayer anunciaran su descubrimiento los vigias a la entrada del meandro.
Y la perspectiva no es halagüeña en absoluto sino, más bien, como dijo una vez Federico el Grande, ninguna situación es tan grave que no sea susceptible de empeorar.

Parece ser, tal como he logrado que Barlow me relate, Klaas Van Deventer es un capitán esclavista holandés que en otro tiempo fue socio de Fernándes hasta que, hace tres años, éste liquidó la sociedad llevándose el Portobelho cargado hasta las bordas (incluso se deshizo de los cañones) en una arriesgada travesía hasta Brasil mientras  que el holandés se quedaba amarrado en Río Pongo con más de la mitad de su tripulación atacada por las fiebres.

Desde entonces Van Deventer había convertido la vida de Fernándes en una constante pesadilla pues no habían faltado los intentos de aquél de acabar con el traicionero portugués. El último, tal como lo narraba Barlow, a punto estuvo de terminar con el Portobelho hecho astillas pues en el viaje regreso desde La Habana el año siete (1807), el barco de Van Deventer, el Gelderland, les salió al paso a la altura de las Bermudas y solamente el hecho de que el barco del portugués fuese más rápido evitó lo peor.

Mas, en los últimos meses la tranquilidad había vuelto a la vida de Fernándes toda vez que le habían asegurado (al parecer en el universo de los negreros se conoce todo el mundo) que el Gelderland estaba ejerciendo como corsario por cuenta de Francia en el Índico.

Sin embargo, el avistamiento del barco del holandés ha reavivado los temores a bordo del Portobelho, sobre todo teniendo en cuenta que su capitán aún está en el interior con Sembène. No obstante, y en honor a la verdad, Michael Barlow no es ningún cobarde y ha dispuesto guardias, como ya he registrado, de forma que ni un mosquito podría acercarse a menos de una milla sin que lo advirtiéramos.

Y ya he consignado que la situación puede empeorar pues el Gelderland es un Indiaman[1]es decir, que es bastante más grande que el Portobelho y cuenta, por tanto, con aproximadamente el doble de tripulantes y, también, de cañones.



Esta es, a grandes rasgos, la amenaza que en estos momentos se encuentra fondeada en Ziguinchor. Ignoro, creo que Barlow también, si ha llegado hasta aquí siguiendo nuestra derrota o si, por el contrario, ha venido solamente a cargar esclavos. Solamente una cosa parece segura: tan pronto como regrese Fernándes y llenemos los sollados levaremos anclas y saldremos de aquí como almas en pena pues, en estos momentos, estamos atrapados en una ratonera y si un barco se sitúa en la boca del meandro nos podrá hacer pedazos a placer.



[1] Barco mercante de la época, muy empleado en las rutas a las Indias  por su  gran velocidad y tonelaje

domingo, 25 de agosto de 2013

LIBRO IV - Capítulo X


     Veintidós de Octubre de 1809 (Anno Domini). Fondeados cerca de Ziguinchor

Los guerreros wolof a los que instruyo se han revelado como unos soldados tremendamente disciplinados y eficientes.

No hubiese querido tener que admitir que, bien porque sean especialmente hábiles, o bien porque yo sea un buen maestro (cosa que dudo mucho), estos cazadores de hombres solamente han precisado de unos pocos días para manejarse con bastante soltura con el Brown Bess. He de admitir que me admira el modo en que limpian las armas y llevan en perfecto orden todo su equipo.

Asimismo, las evoluciones que realizan al ejecutar las ordenes en instrucción (y que, al menos, ha servido para que Messervy vuelva a ser el oficial que es) no han podido sino recordarme lo semejante que debe ser este espectáculo a los cipayos de la India, desfilando igual que lo haría cualquier regimiento británico. Esta analogía me ha hecho pensar en mi hermano Angus, y por extensión en mis padres y en Patrick, y preguntarme si lograré volver a verles en este Mundo.

Thomas, el antiguo esclavo que hace de intérprete, ha demostrado ser un gran tirador y no desmerecería si luciera los galones de sargento pues lanza las órdenes con autoridad en la extraña lengua de esta gente y los hombres obedecen sin dudar. Habla mucho y dice que algún día podrá establecerse por su cuenta, a imitación de Sembène, pues conoce la lengua y las costumbres de los blancos y ahora, gracias a mí, sabe instruir a los hombres para la guerra.

Esta tarde, además, se ha producido un acontecimiento que muy probablemente tendrá consecuencias futuras.

Como nuestro pequeño puerto está al fondo de un meandro, Fernándes ha dejado centinelas en la boca del mismo pues, al parecer, la vida de un esclavista no es fácil ni segura y en cualquier momento pueden presentarse complicaciones en forma de piratas, barcos de guerra de cualquier bandera o un ataque de nativos hostiles. En este sentido debo consignar que tampoco se fía de Sembène, que podría lanzar a sus hombres contra nosotros y liquidarnos impunemente pues a fin de cuentas estamos lejos de Ziguinchor. 

En los ejercicios de instrucción los marineros que guarnecen las instalaciones tras la empalizada parecen estar más atentos a los wolof que a lo que pueda venir del exterior. Incluso las carronadas del Portobelho están dispuestas para repeler cualquier agresión, proceda de donde proceda y ristras de bengalas están distribuidas en previsión de que suframos un ataque nocturno.

Pero la novedad ha venido en forma de nombre tan extraño como aparentemente amenazante a juzgar por las murmuraciones de los marineros. Cuando uno de los vigías llegó remando en una chalupa y gritando ¡Gelderland!

Barlow, que estaba cerca de mí, mudó su sempiterno gesto burlón por una sombra de preocupación. Solamente la posterior información de que había seguido hasta Ziguinchor pareció calmarle un poco aunque ello no impidió que ordenase zafarrancho y que todo el mundo debía estar cerca de las armas y tenerlas a punto.

 De este modo, Messervy y yo debemos cumplir nuestros turnos de guardia a bordo, pues nos alojamos en el barco. Incluso nos han dado armas, en mi caso vuelvo a disponer de mis dos pistolas y me han dado un sable corto de abordaje, pesado y muy afilado, muy distinto a mi elegante sable de la caballería ligera que, a estas horas, está en el fondo del Atlántico.

He querido averiguar qué o quien es Gelderland pero dos nuevas palabras, insistentemente repetidas, la han sustituido y recorre el Portobelho de proa a popa. No he querido inquirir por el momento pero abrigo la extraña sensación de que las consecuencias no han de ser favorables para nadie de este barco. Mientras no dejo de repetir en mi mente las palabras que tanta inquietud producen:


 Van Deventer… 

lunes, 29 de julio de 2013

LIBRO IV - Capítulo IX


      Diecinueve de Octubre de 1809 (Anno Domini). Fondeados cerca de Ziguinchor

Si un adivino me hubiese dicho que mi destino después de combatir en Talavera y sortear a bandidos, piratas y jornadas a la deriva en el mar iba a ser instruir en el manejo del mosquete a salvajes cazadores de esclavos muy posiblemente hubiera recomendado que el visionario fuese recluido en Bedlam[1].

Pero la realidad es tan cierta como increíble. Este que acaba ha sido el segundo día que he pasado, en compañía del capitán Messervy y bajo la supervisión de Barlow, cargando y disparando un arma ante la silenciosa y atenta mirada de un grupo de feroces diablos tocados con turbantes azules que parece hubieran surgido de las entrañas del Infierno.

No he hecho más que ejecutar todos los movimientos mientras gritaba las órdenes en voz alta. Un fulani de Gambia llamado Thomas, un antiguo esclavo comprado en Jamaica, liberado por simpatizantes de la Secta de Clapham[2] y devuelto a África para, por increíble que parezca, abandonar la parcela de tierra que le habían asignado en Sierra Leona para irse al norte a trabajar para los cazadores de esclavos, hace las veces de interprete.

Cada vez que traduce las órdenes un coro de voces guturales las repite entre gruñidos. Forman un conjunto temible, aferrados a sus viejos mosquetes franceses Saint Etienne de 1728 (tal y como reza la inscripción junto a la cazoleta de los que he examinado), y observando con los ojos muy abiertos el Brown Bess que manejo.

Esta mañana Fernándes se marchó al interior con Legrand, Pouzada, Partridge y una veintena de marineros armados acompañando a Sembène y algunos de sus hombres. Al parecer iban a examinar las últimas capturas del jefezuelo y a cerrar el trato que habrá de llenar las entrañas del Portobelho de una legión de infelices a los que aguarda una vida, si es que se le puede llamar así, de miseria y desventura.

Sé que lo que estoy haciendo es inmoral pues estoy contribuyendo a que ese ser despreciable que es Mahamadou Sembène se haga más fuerte de modo que pueda capturar más y más gente que engrose la bolsa de los  negreros. Pero, de no hacerlo, es más que seguro que ya estaría muerto de forma que nunca tendría la más mínima oportunidad de volver a casa, a mi regimiento y a mi lugar que es luchando contra los franceses en vez de hacer de maestro de un hatajo de salvajes.

Messervy, que como ya cité no sabe nada del manejo del mosquete, se limita a supervisar los ejercicios de instrucción pues, al parecer, Sembène quiere que su horda tenga la apariencia de un ejército europeo. Es la primera vez que le veo sin su portadocumentos, que ha dejado en la cabina aunque los despachos los ha ocultado en una hendidura de la tablazón. Solamente sujeta siempre en una mano el estuche de madera de sus lentes, supongo que temeroso de perderlos.

Y, desde luego, a fe que los negros marchan y ejecutan los movimientos con una presteza que en nada habría de envidiar a los veteranos del II/87.
Todo cuanto veo desmiente a quienes juzgan a los africanos como animales: El antiguo esclavo, Thomas, que habla perfectamente nuestra lengua y la de los wolof pese a no pertenecer a ese pueblo; los guerreros de Sembène, marchando tan disciplinadamente como lo haría cualquier soldado blanco; el propio Sembène, intercambiando esclavos por armas modernas…
Por cierto que, acuciado por la curiosidad, no he podido evitar cuestionar a Thomas por su actitud habida cuenta de que ha conocido las miserias de la esclavitud. Confieso que no esperaba su respuesta, por otra parte cargada de cinismo y de sentido común:

-Es mejor estar a este lado de la cadena. No quiero volver a ser esclavo…




[1] Bethlem Royal Hospital. Institución pionera en el tratamiento de enfermos mentales
[2] Grupo abolicionista británico surgido a mediados del siglo XVIII

lunes, 22 de julio de 2013

LIBRO IV - Capítulo VIII


     Diecisiete de Octubre de 1809 (Anno Domini). Fondeados cerca de Ziguinchor

Esta misma mañana he tocado tierra por vez primera desde que abandonara Lisboa hace ya cerca de dos meses.

Me sorprendió enormemente pues la perspectiva de salir del barco no era como para despreciarla. Fue Barlow quien nos requirió a Messervy y a mí para que les acompañase.

Resultó agradable sentir el aire del exterior, por más húmedo y caluroso que fuese y aunque la compañía no fuese la más deseable pues el bote que nos acercó al pantalán lo ocupaban el capitán Fernándes, el pagador don Tarsicio, el primer oficial Barlow y cinco marineros mas Messervy y yo.

Al tocar tierra, al fin, comprobé que no éramos los primeros en desembarcar pues varios marineros, armados con mosquetes, pistolas y sables cortos, montaban guardia en varios puntos del pantalán y sobre la empalizada que rodeaba el conjunto de barracones y cabañas que circundaba la zona. Nos recibió un sujeto bajo y de tez curtida al que Fernándes presentó como Patrice Legrand y que pasaba por ser uno de los más reputados intermediarios de Ziguinchor entre los esclavistas y los cazadores de esclavos wolof.

Y donde nos encontrábamos era en una factoría de esclavos, propiedad de Legrand, que arrendaba a clientes importantes (tal parecía ser el caso de Fernándes) que se ahorraban así pasar por el más concurrido puerto de Ziguinchor.

Ya habían desembarcado algunas cajas de mosquetes y Legrand parecía examinar uno procedente de una que había sido abierta. Pareció alegrarse mucho al oír que Messervy y yo éramos oficiales británicos y que teníamos (yo al menos sí) experiencia en combate. Dijo en un inglés plagado de palabras ininteligibles que nuestra presencia iba a ser muy necesaria para cerrar un ventajoso trato con un caudillo local. No quise preguntar la razón de su alegría pero Messervy, en un instante de lucidez y abrazado a su portadocumentos, espetó sobre si nos reservaban la tarea de enseñar a los salvajes a usar las armas de fuego. Creo que la contundente respuesta, un sencillo “Sí”, le desmoralizó  lo bastante como para, una vez vueltos al barco, sumirse en uno de sus episodios de melancolía que no pude paliar ni tan siquiera leyendo alguna de las misivas que había escrito a su esposa e hijos.

Y no hubieron de pasar muchas horas para que pudiera tener ocasión de conocer a uno de los personajes más siniestros que imaginarse pueda. Un estrépito de tambores y trompetazos anunció la llegada de un ilustre visitante: Mahamadou Sembène, caudillo wolof considerado como el mejor cazador de esclavos de aquella parte del Mundo, entró en el recinto cuyas puertas, abiertas de par en par, habían dejado pasar a los músicos y a dos docenas de hombres armados que se tocaban, indefectiblemente, con un turbante azul.

Era un sujeto menudo, ya mayor, pero con el inconfundible aspecto de ser hombre de respeto, aspecto corroborado por los ademanes de sus guardias.
No entendí gran cosa pero por los gestos y las expresiones pude deducir que Legrand, que oficiaba de interprete, al mostrar al jefezuelo los mosquetes y señalarnos a Messervy y a mí, cosa que provocó una estrepitosa sonrisa del africano, parecía estar acordando algo con aquél.

Y no me equivoqué pues, dejando aparte una comisión en metálico para el intermediario y el pago que se conviniese, las ochenta cajas de mosquetes mas cien barriles de pólvora, cincuenta de proyectiles y diez de pedernales, iban a ser el pago de nuestro cargamento y, además, yo mismo formaba parte de ese estipendio pues Legrand manifestó que los soldados británicos tenían fama de ser los que mejor disparaban y, por tanto, el tal Mahamadou Sembène estaba muy satisfecho ante la perspectiva de que fuesen verdaderos oficiales británicos quienes instruyeran a sus hombres.


Parece  que por una cruel ironía nuestro rescate se ha convertido en una fuente de beneficios para Fernándes pues, tal y como nos contó Barlow durante la cena, Sembène está tan entusiasmado que ha prometido mercancía extra (así describía a hombres, mujeres y niños) y un precio especial si los resultados responden a sus exigencias.

domingo, 30 de junio de 2013

LIBRO IV - Capítulo VII


   Catorce de Octubre de 1809 (Anno Domini). Fondeados cerca de Ziguinchor

Hoy hemos finalmente fondeado después de remontar el río Casamance.

Hay que reconocer la pericia de Fernándes y de sus marineros pues la corriente, al parecer, está plagada de bajíos, de recodos y de falsas salidas que pueden acabar con el barco embarrancado entre los manglares que la bordean.

El intenso olor a podrido de la vegetación que se descompone, la humedad, el calor y los peculiares sonidos de la selva componen lo más parecido que se me antoja al Infierno. En las riberas pueden verse a los lugareños dedicados a sus menesteres y rápidas canoas se deslizan por la pesada y aceitosa superficie saludándonos con entusiasmo.

Me resultaba extraño verles tan felices a nuestro paso pues me cuesta creer que no sepan a qué venimos. Por el contrario, acercan las canoas lo bastante para arrojarnos extrañas frutas. No hubiera dado crédito a lo que estaba contemplando si, una vez más, el primer oficial Barlow no hubiese acudido a satisfacer mi curiosidad.

Según parece los habitantes de esta zona pertenecen al pueblo de los wolof cuya principal ocupación es la caza de esclavos en el interior. De este modo es fácil comprender que celebren tanto la llegada de los barcos negreros que, al fin y al cabo, suponen su prosperidad aún a costa del sufrimiento de sus hermanos de raza.

He podido, al fin, cambiar impresiones con Partridge que sigue obsesionado con escapar y que ha insistido en ello señalando algunas de las embarcaciones que se ven fondeadas en los muelles.

No estamos, desde luego, en el mejor momento para fugarnos y creo que he logrado hacérselo comprender pues no tendríamos adonde ir. Aunque robásemos un bote tendríamos que llegar al mar y sortear Dios sabe cuantos peligros antes de llegar a Gorée, que está en manos británicas tal y como nos dijera Barlow.

Y si, por el contrario, tratásemos de huir por tierra estoy seguro de que seríamos presa fácil de los wolof o de las tribus del interior que nos harían pedazos tan pronto nos vieran aparecer pues dudo que hicieran distinciones tratándose de hombres blancos.

Me duele tremendamente ver cómo un hombre joven, valeroso y decidido debe continuar sometido a su triste situación mas, en nuestras circunstancias, debemos aguardar una ocasión lo bastante propicia. Mas, a pesar de todo, aunque he querido conocer cual es el plan que había trazado para procurar nuestra liberación, y la captura del Portobelho, durante la travesía no he obtenido más que un persistente silencio y su afirmación de que él, como capitán de la Succes, tiene la responsabilidad última sobre cuantos en ella hemos navegado.

He podido, también, hablar siquiera brevemente con Figgis. Le he preguntado acerca del plan de Partridge mas, en este particular, no he obtenido fruto pues el contramaestre se muestra tan ignorante como yo.

Sobre nuestra antigua tripulación me ha confirmado que, en las actuales circunstancias, solamente puede responder de Sánchez, Brown y en menor medida del portugués Días. En cuanto a Tucker, el yanqui, no está seguro pues su actitud de hostilidad hacia la Armada por reclutarle a la fuerza se ha reforzado al juntarse a bordo con varios de sus paisanos, alguno de los cuales ha sufrido también los estragos de las rondas de enganche o los abordajes indiscriminados que realizan nuestros buques en los barcos norteamericanos.

Ahora, mientras acabo estas líneas y observo cómo Messervy trata de dormir con su preciado portadocumentos a guisa de almohada, el suave golpeteo del casco de las canoas contra la tablazón del pantalán que se erige en un meandro donde hemos amarrado, acompañado de las canciones y los gritos de los marineros, parece devolverme a las noches en los campamentos cuando los efectos del brandy se dejaban sentir y las risas se volvían estruendo en compañía del teniente Tarín y del padre Fennessy.



 Solo Dios sabe cuanto añoro todo aquello y, por mi vida, que hubiera preferido mil veces caer en Talavera si no con honor al menos con dignidad antes de languidecer en un lugar como este y en compañía de la hez de los puertos del Atlántico.

domingo, 9 de junio de 2013

LIBRO IV - Capítulo VI


Diez de Octubre de 1809 (Anno Domini). Al ancla frente a Casamance

Nunca hubiera imaginado que iba a ver tantos barcos en un puerto tan pequeño como este.

Gracias a Figgis, que nos ha explicado a Messervy y a mí en qué lugar nos encontramos, he podido comprender cómo tantos bergantines, goletas o balandras con bandera francesa, yanqui, danesa, holandesa, sueca, portuguesa, española, turca ¡y hasta británica! sin perjuicio de que sus respectivos países estén en guerra unos contra otros, estén amarrados juntos. Incluso hemos podido ver jabeques y dhows con los pabellones de los estados de Berbería.

Pero, si bien en el mar muchos de estos navíos habrían de rehuirse o combatir entre ellos si se adscribieran sus capitanes a la lealtad debida al pabellón que lucen sus barcos, ninguna hostilidad se respira en este fondeadero. Más bien cada barco ocupa su lugar en el puerto o, por riguroso turno de llegada, en espera de poder arribar.

Según Barlow, que nos interrumpió con una de sus morbosas chanzas, la captura de la isla de Gorée a los franceses, el mayor centro de distribución de esclavos de esta zona, ha hecho que contratistas y cazadores se trasladasen más al sur y al continente propiamente dicho.

Por lo demás, el negocio sigue siendo tan floreciente que pasa por encima de la guerra misma y de las rivalidades entre estados. Cuán extraño resulta ver la bandera que defendí en Talavera ondeando en alguno de estos barcos, verdaderas prisiones flotantes, que esperan su cargamento. Viendo el número de embarcaciones parece difícil de creer que quede aún un africano que no sea esclavo mas, según parece, el tráfico es incesante y el dinero fluye como el agua en los ríos de Erin.

No me ha pasado desapercibida la reacción de Partridge cuando pudo verse la bandera tricolor tremolando perezosamente por la cálida brisa. Hubiera jurado que, de haber podido, hubiera cargado, apuntado y disparado él mismo todos los cañones de a bordo con tal de abatir cualquier barco que portase la enseña.

Al parecer no desembarcaremos inmediatamente. Por el contrario mañana remontaremos el río llamado también Casamance hacia el interior, hacia un lugar llamado Ziguinchor.

La noche, húmeda y calurosa como parece serlo todo en estas latitudes, se va extendiendo y a nuestras incomodidades han de sumarse legiones de mosquitos que hacen aún más penoso conciliar el poco sueño de que podemos disfrutar. Aún asomado a la escota puede verse  el sol poniéndose y el horizonte bañado en una miscelánea de tonalidades rojizas y anaranjadas que, pese a todo y a la situación en que me hallo, compone innegablemente un hermoso espectáculo.



Y así, aunque martirizado por el calor y los mosquitos, puedo ver cómo una bandada de pelícanos vuela hacia el horizonte, como si quisiera seguir al sol en su ocaso mientras, en la lejanía, un largo y prolongado lamento se deja oír, recordando a los hijos del Islam que es hora de rezo y que estamos en tierra de paganos.     

sábado, 1 de junio de 2013

LIBRO IV - Capítulo V


Siete de Octubre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

Días de lluvia y de calor húmedo se suceden convirtiendo cada jornada en un tormento.

 Solamente la novedad que supone ver otros barcos que navegan por las mismas aguas anima en algo la rutina. Sin embargo no hemos visto vela amiga y sí mucha extranjera, y aún enemiga, aunque hace ya varios días que navegamos bajo bandera yanqui de modo que nada hace presagiar conflicto alguno.

Hace tiempo que Messervy y yo hemos trocado nuestros uniformes por prendas más ligeras hechas al clima extremo al que nos enfrentamos. Aún así el calor es tremendamente pesado, lo que sumado a la humedad implica que nuestras ropas estén casi permanentemente mojadas.


Hubiese querido comunicar mi descubrimiento sobre la carga que transportamos a Partridge pero confieso que su ánimo parece estar tan decaído como el de Messervy antes de que le instara a llevar una correspondencia diaria que ocupara sus pensamientos.

Pero la situación de Partridge no es la misma. Obligado a trabajar en menesteres muy inferiores a los que sus capacidades le facultan, y sometido a la tiranía del mulato Pouzada, se le ve hosco e irritable. No he podido intercambiar con él más de unas cuantas frases en tres días y en ningún momento ha dejado de manifestarme que su plan está dispuesto para cuando se presente la ocasión. Es por ello que he omitido referirle mi hallazgo pues temo que opte por una medida desesperada pues, y esto es una obviedad, si llevamos mosquetes es más que seguro que habrá a bordo pólvora suficiente como para hacerlo saltar por los aires.

Por el contrario mis conversaciones con Figgis, que procuro llevar a cabo a la vista de todos sobre cubierta para evitar suspicacias, y a las que últimamente se ha agregado Manuel Sánchez, uno de los pocos tripulantes de la Succes que aún goza de la confianza de Figgis, y por tanto de la mía, cuyo concurso ha de ser por fuerza indispensable si queremos librarnos de nuestra reclusión.

Y, desde luego, el español es hombre de recursos y de valor pues le ha  relatado a Figgis parte de su vida en la mar, que incluye servicio como artillero en los combates de Finisterre y Trafalgar. No he podido evitar pensar al oirlo en lo absurdo que es a veces todo en esta vida pues muy bien podría haber sido su cañón el que provocó el astillazo que hiriera a Barlow.


 Absurdo aunque se me antoja descorazonador pues, en uno y otro caso, los dos lucharon por su Patria y por su Rey para terminar el uno como primer oficial de un barco negrero y el otro como alistado forzoso en la Armada de un país que no es el suyo y en un país que tampoco era el de su nacimiento. La perspectiva de acabar mis días, en caso de que salga con bien de esta endemoniada situación, como mercenario en un ejército extranjero o en el arroyo y totalmente desamparado me oprime el alma pues nada de cuanto pudiera hacer en el cumplimiento del deber me sustraería de tal destino si, como mi padre sentencia, vienen mal dadas.

Es capítulo aparte la relación que hago a continuación de los hombres y armas a bordo del barco. Con un margen de error que me he permitido establecer en diez hombres, el inventario es el siguiente:

-Tripulación: Capitán; dos oficiales; contador; cirujano y 52 marineros (donde se incluyen todas las especialidades)[1]

-Armamento: Seis carronadas de veinticuatro libras; Diez cañones largos de dieciocho libras; Entre diez y doce cañones giratorios y dotación de armas cortas de abordaje (sables, chuzos, hachas) mas pistolas y mosquetes en número, probable, suficiente para dotar la entera dotación.




[1] No incluyo aquí a ninguno de los tripulantes y pasaje de la desaparecida goleta Succes

domingo, 19 de mayo de 2013

LIBRO IV - Capítulo IV



Veintiocho de Septiembre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

Hemos pasado cuatro terribles días en medio de un temporal. Creí que el barco se iba a romper pues los crujidos del maderamen y el cabeceo, más intensos que de costumbre, no parecían augurar un desenlace afortunado.

Mas, como es costumbre en quien poco o nada sabe de las cosas del mar, estaba errado y, excepto algunos daños de poca importancia prestamente reparados por el carpintero y su brigada, el Portobelho continúa su singladura hacia el Sur.

No puedo negar que ha sido un alivio poder salir a la cubierta y respirar aire fresco pues tanto yo como el capitán Messervy hemos sufrido la tormenta oprimidos por el mareo y por las arcadas. Ni que decir tiene que he devorado la magra ración del desayuno y que el café, pese al agua salobre, me ha sabido a néctar.

Y debo corregir que, si bien he disfrutado del exterior por primera vez en varios días, el aire fuera fresco. Por el contrario el calor se ha intensificado respecto a antes de la tormenta lo que me hace pensar, aún a riesgo de equivocarme de nuevo, que debemos estar cerca de las costas africanas. 

Confío en que Partridge, o Figgis, a los que no he visto durante mi forzada reclusión, puedan corroborar mis sospechas.

Hoy, además, he podido acceder a las entrañas de este barco, es decir, he bajado a los sollados. El primer oficial Barlow, al verme en cubierta, me invitó a acompañarle a revisar si la carga estaba correctamente entibada.

Nunca antes había visto nada parecido pues la pulcritud de la zona de carga, con los estantes donde según Barlow se alojarían los esclavos atestados de cajas que contenían rollos de tela, barricas de vino, lingotes de cobre y cacharrería varia salida de las acerías de Sheffield (a juzgar por las etiquetas) que se trocarían por hombres y mujeres, contrastaba con un olor extraño, pesado y extrañamente familiar. Mi impresión no pasó desapercibida a Barlow que, divertido, me explicó que nada puede eliminar el olor de  los varios cientos de cuerpos que ocupan el espacio en cada viaje.

Era un olor en cierto modo semejante al que impera en un campamento tras varios días de marcha aunque mucho más intenso debido al mismo confinamiento de los sollados. Me estremeció el pensar cual sería el panorama cuando las cajas que llenaban los estantes fueran sustituidos por los infelices que, arrancados de su tierra, de sus familias y de su vida, habrían de ser llevados a otro mundo, completamente distinto a cuanto conocían, para trabajar hasta la extenuación al arbitrio de sus dueños.

 Y no puedo finalizar este pasaje sin consignar un descubrimiento que me ha llenado de inquietud a la par que de sorpresa.

Cuando Barlow y yo regresábamos a cubierta un bandazo hizo que una de las maromas que aseguraban una pila de cajas se rompiera haciendo que una de ellas se rompiera con gran estrépito. A las voces de Barlow pidiendo hombres para reparar el daño acudieron varios y pude ver cómo se afanaban en reparar la caja que alojaba relucientes mosquetes que parecían recién salidos del arsenal o de los talleres.

domingo, 12 de mayo de 2013

LIBRO IV - Capítulo III



Veintitrés de Septiembre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

Este que hoy acaba es el decimoséptimo día a bordo.

No se han visto velas en las últimas jornadas y, por lo que he podido oír, estamos cerca, según lo que un marino entienda por cerca, del lugar adonde nos dirigimos.

La situación no ha variado en exceso, excepción hecha del estado de ánimo del capitán Messervy que flaquea cada vez más.

Dada su apatía le he impuesto unas sesiones diarias de trabajo consistentes en redactar correspondencia durante varias horas a lo largo de la jornada. Pese a lo reservado de su carácter me ha confiado que tiene esposa y dos hijos en Lancashire y que un hermano suyo es parlamentario en los Comunes por ese mismo condado.

 Apelando primero a sus deberes filiales para, posteriormente, recurrir a la disciplina militar toda vez que él es mi superior y debe, en todo momento, asumir la responsabilidad de mis actos, he logrado que escriba dos o tres cartas diarias a su esposa e hijos y a su hermano pues asumiendo que poco o nada podemos hacer (hasta que el capitán Fernándes nos revele cuáles serán nuestras tareas a bordo), opino que será buena cosa que mantenga su cabeza ocupada y huya del desaliento que se ha enseñoreado de su alma.

Cuando le veo sentado sobre el pequeño escritorio de la cabina tratando de plasmar sus pensamientos sobre el papel me imagino a mí mismo haciendo lo propio en este diario que se ha convertido ya en una parte de mi ser. Confieso que el verle empeñado en una tarea, por peregrina que sea, me siento mucho más decidido a buscar nuestra liberación aunque, presumo, deba actuar como freno del guardiamarina Partridge pues su cólera crece por momentos, superando con mucho la vergüenza que le produce su situación de subordinado del mulato Pouzada.

Confío en que no se precipite y su actuación redunde en un empeoramiento de nuestra situación. Solamente me tranquiliza un tanto el hecho de que no nos hayan arrojado por la borda después de las acusaciones que el guardiamarina lanzara contra Fernándes. Sin embargo no puedo evitar experimentar un punto de temor al pensar que podamos correr esa suerte cuando hayamos dejado de ser útiles.

Prosigo con el balance de hombres y armas del barco. Sumando información y, sobre todo, contando a los hombres y corrigiendo las cuentas cuando descubro que he numerado al mismo dos veces. Es una tarea agotadora pero, al fin y al cabo, soy un soldado y, como tal, es mi deber conocer la fuerza de mi enemigo a fin de hallar un punto débil que aprovechar para su derrota.

Y, para mi sorpresa a la par que para mi desaliento, creo que los tripulantes pasan del centenar aunque esperaré a poder conversar con Figgis o Partridge para confirmarlo. Y hombres duros, como ya he dicho, en muchos de los cuales se muestran las huellas de una vida azarosa y, a menudo, peligrosa: cicatrices que cubren rostros hoscos y curtidos; algún parche que tapa la cuenca vacía donde alguna vez hubo un ojo, dedos que se echan en falta en varias manos…

Incluso el cocinero, un portugués gordo llamado Nuno, luce una pierna de madera recuerdo de algún lejano día en el que la Muerte le sorteó y le dejó en el mundo de los vivos atado a un trozo de madera y con la firme promesa de que habrá de llevarle para que se reúna con el miembro que le falta.