domingo, 29 de abril de 2012

LIBRO III - Capítulo I



Cinco de Agosto de 1809 (Anno Domini). En ruta hacia Almaraz

La brigada Donkin se ha convertido en la vanguardia de un ejército en retirada. 

Lo que se suponía iba a ser un repliegue ordenado hacia Portugal a punto ha estado de amenzar con convertirse en una desbandada. Al menos una noticia ha mitigado en algo nuestro ánimo pues la Brigada Ligera, al mando del general Craufurd, recién llegada de Portugal con dos mil quinientos hombres marcha ahora en vanguardia junto a nosotros.

El pasado día tres, al amanecer, nos pusimos en marcha pues al parecer se han recibido noticias de que el enemigo ha tomado Plasencia cortándonos la retirada de modo que hemos de buscar otra ruta para evitar que nos copen. Así, nos hemos dirigido al sur y, aún en la madrugada de ayer, nuestras tropas cruzaron el Puente del Arzobispo sobre el río Tajo

 Hemos dejado a muchos heridos, prácticamente a todo aquél que no pudiera moverse por sí mismo, en Talavera a cargo de los españoles. Aún no se ha cuantificado con certeza las bajas que hemos sufrido pero se habla de que superan las cuatro mil y aún que pasan de las cinco mil.

No imaginé que tras el combate de los pasados días, y menos aún que habiendo quedado dueños del campo, hubiéramos de retirarnos así. Quizás me había hecho a la ilusión de que marcharíamos junto a los españoles hacia Madrid pero no es menos cierto que me he olvidado bien pronto de todo cuanto mi padre siempre decía sobre los azares de una contienda.

Cuántas veces, recuerdo sus palabras, hubimos de marchar y recular a veces en el mismo día en la guerra contra los franceses o en la de las colonias. A los generales no parecía incomodarles el hacernos recorrer treinta millas a marchas forzadas solo para descubrir que el enemigo no estaba donde se suponía y que tocaban otras diez o quince en dirección contraria antes de que los mosquetes hablasen.

Así pues, marchamos para regresar a Portugal a reorganizarnos. Es una sensación extraña el haber reclamado la victoria y estar ahora huyendo como si cada milla dejada atrás nos alejase de los fuegos del Infierno.

Apenas si pudimos enterrar con mediano decoro a nuestros muertos. El pasado domingo el padre Fennessy, sobrio y con los ojos llorosos, celebró un muy breve responso por el alma de quienes ya no volverán a Erin.

 Y no poco doloroso ha resultado el hecho de tener que enterrar a muchos fuera de la tierra sagrada aunque más propio sería decir que pocos han sido quienes se han beneficiado de un camposanto decente: solamente los caídos católicos, de cuya condición hemos debido dar fe sus oficiales, han sido acogidos en el cementerio de la villa. Los demás han encontrado su última morada en monte de propios, allí donde cayeron, pues no habido tiempo ni medios para llevarlos al cementerio no católico, un vestigio de los tiempos en que hubo en estas tierras adoradores de Mahoma e hijos de Judá, aunque no creo que ningún cristiano, por muy protestante que sea, merezca tal morada.

Si la tropa ha sido inhumada en fosa común, a los oficiales los hemos enterrado individualmente. Aún recuerdo, y creo que siempre lo haré, la inscripción  que campeaba en la tosca cruz, hecha de la madera de las mochilas británicas relegadas a favor de las francesas de piel, que cubría la sepultura del teniente Laherty:
                
                 Aquí yace John J. Laherty
                           
                          1790-1809
              
             Muerto por el Rey y por la Patria 

miércoles, 25 de abril de 2012

UNA NUEVA ETAPA...

...se abre para el teniente Ian Talling. Después de la batalla de Talavera.


Si desean conocer qué es lo que aguarda al joven oficial irlandés en su carrera militar en la Península Ibérica, no dejen de seguir las entradas del tercer libro del Diario de 1809 titulado...


                                             "LA MISIÓN"



viernes, 20 de abril de 2012

LIBRO II - Capítulo 45 (VII)



Dos de Agosto de 1809 (Anno Domini). Talavera

A mediodía, cuando el calor era acaso más intenso, reanudaron los franceses el fuego.

Tercamente volvieron a lanzarse al asalto del Medellín, esta vez por el sector de la brigada Löw, a cuya retaguardia nos situábamos. Pero ahora Löw estaba apoyado, en su flanco derecho, por la brigada Langwerth (I y II/KGL) de modo que esta vez ni siquiera pudimos empeñarnos estando como nos hallábamos en reserva. Podíamos oír las descargas, cuatro por minuto, lo que delataba que los alemanes estaban bien instruidos y que los intentos enemigos de romper sus líneas se estrellaban contra una andanada tras otra.

Y en aquella posición hubimos de mantenernos en lo que restó de jornada. Se siguió combatiendo, y muy duramente, pero nuestra brigada no se vio afectada aunque, en honor a la verdad, el mantener nuestra posición fue un amargo deber por cuento un fortuito incendio, declarado a media tarde, se extendió por el reseco campo matando de modo horrible a buen número de hombres, de ambos bandos, cuyas heridas les impedían moverse. Nunca olvidaré los desgarradores gritos, audibles incluso en el estruendo del combate.

  Seguíamos sobre las armas al despuntar el día Veintinueve pero lo cierto es que los franceses no trataron de volver a atacar y nosotros, y los españoles, tampoco estábamos en condiciones de nada semejante. Sin embargo, un clamor recorrió nuestras líneas cuando, el mismo día Veintinueve, se nos anunció que el enemigo se retiraba dejándonos dueños del campo. Y, como refuerzo de la moral, arribaba al campo la Brigada Ligera del general Craufurd, tarde para el combate pero bienvenida pues paliaba en algo las bajas sufridas.

Así acabó mi primera batalla de la que, Gracias a Dios, salí vivo y entero a pesar de todo. No pude menos que entornar los ojos y elevar una plegaria a los Cielos tanto por salir con bien como por los hombres que habían muerto, en especial por el teniente Laherty).

Habíamos sufrido mucho. Fuimos quizás la división que más bajas sufrió, entre ellas la de nuestro propio jefe el general McKenzie.

Y siempre recordaré el que, hasta ahora, ha sido el mayor elogio que he recibido jamás. El general Wellesley, cabalgando junto a su estado mayor, pasó junto al II/87 que, prestamente formó presentando armas. 

Cadenciosamente recorrió la exigua línea y, llegado frente a mi posición, dijo.

-Teniente Talling, parece usted un vulgar soldado.

Así debía ser pues tiznado y sucio como estaba, destocado y con el mosquete aún atravesado a mi espalda, mi aspecto se asemejaba más al de un soldado que al de un oficial. Un vulgar soldado, ni más ni menos, así que respondí sencillamente.

-Sí, señor. Gracias, señor


domingo, 15 de abril de 2012

LIBRO II - Capítulo 45 (VI)


Dos de Agosto de 1809 (Anno Dimini). Talavera

Nada más romper el alba del día Veintiocho un violento bombardeo procedente del Cerro del Cascajal nos causó muchas bajas (entre ellas el mayor Gough que resultó gravemente herido) antes de que pudiéramos reaccionar.

Aunque formamos en espera de órdenes no hubimos de intervenir ya que la dirección del ataque francés, aunque similar a la de la noche anterior, iba algo más desviada hacia el noroeste. Era evidente que su intención era tomar la cresta pero esta vez fueron a estrellarse directamente contra la Segunda División, con las brigadas de Tilson y de Stewart bien situadas. Además, era preciso mantener nuestra posición toda vez que los alemanes de Löw, sin duda escocidos por el castigo recibido, lanzaron un asalto por el flanco izquierdo enemigo que acabó por decantar el resultado.

Así pues, apartados de la línea de fuego pero deseosos de intervenir  pudimos oír el fragor de la batalla y, en cierto momento, los gritos de júbilo que anunciaban que el enemigo se retiraba. A esto siguieron dos  bramidos que corrieron por cada compañía de cada batallón:

“¡Calen bayonetas!”

“¡A la carga!

La brigada Donkin, o lo que quedaba de ella pues aunque pequeña en número seguía siendo grande en valor, se lanzó en pos de los franceses en retirada deseosos su hombres de vengarse del destrozo sufrido.


Aullando como lobos descendimos la ladera del Medellín hasta el Portiña. A pesar de que los voltigeurs se estaban empleando a fondo para retrasarnos lo cierto es que parecíamos poseídos por tal frenesí que, de habérnoslo permitido, no hubiéramos parado hasta Madrid. No obstante, los jefes de batallón ordenaron el alto pues hubiera sido una locura seguir adelante y arriesgarnos a ser masacrados a placer desde las alturas del Cascajal.

Nos replegamos, pues, si no pletóricos sí al menos satisfechos de haber hecho correr al enemigo. Habíamos tenido algunas bajas, víctimas de la mortal puntería de los voltigeurs, entre ellas el teniente Laherty.

 No olvidaré su semblante cuando lo vi antes de que uno de los hombres se lo echara sobre los hombros para llevarlo a nuestras líneas; aparecía tremendamente tranquilo y la muerte no había dejado su terrible impronta en sus facciones. Se diría que le hubiera llegado una liberación. Recuerdo que aferré con fuerza el paquete de cartas que me confiara, y que guardo celosamente en un morral junto a mi diario, y repasé mentalmente la promesa hecha de que yo, en persona, las entregaría.

Y el calor, omnipresente, se dejaba sentir. El sol, ese sol español inmisericorde que parecía querer fundir todo cuanto se hallase sobre la Tierra impuso lo que los hombres por sí solos eran incapaces de establecer.
La sed, que era tormento común para todos cuantos estaban en el campo, obligó a una de esas treguas tan comunes mientras los generales decidían sus próximos movimientos.

Se establecieron turnos para bajar al Portiña y aprovisionarse de agua. El arroyo, mísero en verano, bajaba rojo por la sangre de los valientes que habían caído. Y, como suele ocurrir en estos casos a decir de los veteranos, los turnos no se respetaban y, al cabo de un rato, soldados vestidos de rojo llenaban sus cantimploras junto a otros vestidos de azul sin importar demasiado que apenas unas horas antes se hubiesen estado matando con saña.

Confieso que me pareció desconcertante, igual que el episodio de la devolución del padre Fennessy pero en la vida del soldado común abundan momentos como este, en el que los soldados dejan de serlo para convertirse en hombres que intercambian vino por tabaco o, incluso, bromean deseándose ventura para el porvenir:

“Buena suerte, tragarranas”



Bon Chance, mon ami


lunes, 9 de abril de 2012

LIBRO II - Capítulo 45 (V)


Dos de Agosto de 1809 (Anno Domini). Talavera


Nadie pudo dormir aquella noche.

Los cirujanos y sus ayudantes, trabajando a la luz de antorchas, se multiplicaban para aliviar en algo la tremenda carnicería en que se había convertido las laderas del Medellín.

Una vez desalojados los franceses (el 9º Ligero había llevado el peso del asalto) se reorganizaron las líneas y se puso sobre las armas a todos los hombres disponibles hasta que se establecieron los turnos de guardia y de descanso.

La brigada Löw, muy castigada, volvió a ocupar su puesto aunque esta vez tenía en su inmediata retaguardia a nuestra brigada, menguada sí pero decidida a resistir. Además, la cresta del cerro estaba ahora ocupada por la brigada de Tilson.

Los heridos, nuestros y franceses, yacían juntos en espera de su turno. La custodia de los prisioneros se confió a la caballería de Anson y muchos de nuestros hombres aprovechaban para cambiar sus incómodas mochilas John Trotter de madera por las magníficas francesas de piel de vaca. En alguna de éstas, convenientemente registradas, ha aparecido café que, apenas molido a culatazos, ha ayudado a permanecer de pie a los que están de guardia.

Una noche larga, no la olvidaré jamás, con el lamento de los heridos que aguardan o los desgarradores alaridos de los que están siendo operados.

Y hallándome de guardia  aconteció un suceso que, igualmente, permanecerá indeleble en mi memoria.

Un alemán del V/KGL se acercó adonde me hallaba junto a mi piquete y me informó de que un oficial francés se había presentado, con bandera de parlamento, y demandaba poder entrevistarse con un oficial del 87.

Intrigado, y en compañía del cabo “Big Joe” O’Connell y de los soldados “Shillelagh” O’Meara y Seamus Dennehy, me dirigí hacia el piquete donde se encontraba el francés. Resultó que el teniente Philippe Girard del 96 de línea, y que por cierto hablaba un inglés excelente, me saludó con toda cortesía y me dejó, lo confieso, estupefacto cuando me dijo que venía a devolverme algo que pertenecía a mi regimiento.

Casi pensé que se trataba de una burla pero cuando quise interesarme sobre el objeto en cuestión, Girard se retiró unos pasos atrás para volver con un abigarrado conjunto, difuso por las luces titilantes de las antorchas, que parecían ser cuatro soldados franceses que se esforzaban por sostener una rechoncha figura, tocada con un sombrero gacho, que canturreaba The Wearing of the Green con voz trabada.

Creo que nunca me había alegrado tanto de ver a un borracho confeso, por más hombre de Dios que fuera, aún en compañía de cuatro soldados enemigos que resoplaban acusando el esfuerzo y de un teniente de modales exquisitos que, al despedirnos y recibir mi más expresivo agradecimiento por su noble proceder, me correspondió con sus mejores deseos para con mi persona.

Qué extraños pueden ser los hombres. Mientras regresábamos a nuestro destacamento con mi escuadra, y dos alemanes que hube de reclutar para ayudar en el traslado de nuestro páter, pensé en el escaso sentido que tenía todo cuanto me rodeaba.

 Hemos luchado como fieras durante casi todo el día para que, al final, un enemigo, un oficial joven no muy distinto a mí, nos devolviera al viejo Fennessy borracho como una cuba pero vivo y sin un rasguño.
 Extraños hombres, sin duda, y extraña guerra en la que todo, lo mejor y lo peor, puede suceder 

martes, 3 de abril de 2012

LIBRO II - Capítulo 45 (IV)


Dos de Agosto de 1809 (Anno Domini). Talavera

Avanzada ya la tarde, después de que diéramos buena cuenta de las hogazas de pan tierno salidas de las tahonas de Talavera, y de una doble ración de vino, los sargentos se empeñaron en la tarea de pasar lista por compañías pero su tarea se vio interrumpida por el estrépito debido a fuego de artillería que retumbaba desde el sur.

Estaban batiendo las líneas españolas desde el otro lado del Portiña pero, en cualquier caso, caía lejos de nuestras posiciones y además pronto oscurecería de forma que los franceses suspenderían el fuego para no desperdiciar proyectiles y pólvora en una acción inútil.

Los hombres, agotados y necesitados muchos de cuidados, intentaron descansar aunque la tensión de la jornada se apreciaba en los rostros aún ennegrecidos por el humo de la pólvora quemada. Tampoco contribuyó al sosiego el hecho de que nadie hubiera visto ni supiera nada, desde la mañana, del padre Fennessy.

Y empezaba a ponerse el sol cuando, de repente, un terrible fragor procedente de la vanguardia de la brigada Löw hizo que cada hombre útil tomara su arma al tiempo que los sargentos gritaban los números de las compañías.

Se me antojó como si estuviera viviendo la misma situación de aquella mañana. Los franceses habían cruzado el Portiña, muy bajo en el cálido verano español, sorprendido a los alemanes de Löw y avanzaban cerro arriba por nuestros flancos, buscando tomar la cresta que estaba desguarnecida pues las brigadas de Tilson y de Stewart vivaqueaban más atrás.
Esta vez formamos la línea, que debía parecer muy pequeña dadas la bajas, y nos aprestamos a sostener el terreno. El mayor Gough, con el sable en la mano, recorría el batallón peligrosamente expuesto exhortándonos a cumplir con nuestro deber y a cobrarnos el golpe recibido. La oscuridad se iba enseñoreando del campo y solamente las hogueras que se extendían por todo el cerro parecían aportar un tono irreal, casi fantasmagórico. Una seca orden me hizo olvidarme de ensoñaciones:

-¡Compañía ligera, en escaramuza!

Como un solo hombre, la ligera se desplegó al frente del batallón. Creo que cada oficial mandaba sobre diez o quince hombres, no más. Me encontraba en el flanco izquierdo de la compañía y reparé en que aún sostenía el mosquete que tomara esta mañana. Lo cargué y monté y aguardé lo que pudiera venir.
No esperé mucho, una serie de descargas aisladas, que provocó algunas bajas, delató que teníamos enfrente a nuestros equivalentes franceses: una compañía de voltigeurs.

Fue una refriega prolongada e intensa. La oscuridad se incrementaba y cada vez era más difícil hacer blanco. No bien hube terminado de cargar por no se qué vez cuando el atronador vozarrón del capitán Edwards nos apremió:

-¡Retirada a la línea!

Retrocedimos disparando mientras advertimos que los voltigeurs habían dado paso a la infantería de línea. Aún cayeron tres o cuatro de los más avanzados antes de que ocupáramos nuestro lugar. Al instante, una potente descarga causó estragos en el avance, luego una segunda, y una tercera…El humo y la oscuridad hacían casi imposible ver nada pero los franceses se habían replegado.

Extenuados, muchos maldiciendo por habernos sorprendido dos veces el mismo día, algunos llorando de dolor, de rabia o por los camaradas muertos, pudimos oír cómo se luchaba más arriba, en la cresta. Ya casi no se veía nada, y fue un milagro que el teniente del I/29 que vino a anunciarnos que conservábamos el control del cerro y que los franceses se retiraban no recibiera una descarga mortal.