domingo, 9 de diciembre de 2012

LIBRO III - Capítulo XIII (III)



Dos de Septiembre de 1809 (Anno Domini). Quinto día en el mar

   Aún estuvimos navegando un buen rato hasta que el guardiamarina Partridge ordeno arriar trapo y largar el ancla.

    La oscuridad era ya absoluta y ninguna luz podía detectar nuestra posición pues hasta los botafuegos habían sido llevados bajo cubierta y, aunque prestos, no podían delatarnos.

    Todo el mundo estaba expectante pues esperábamos que uno de los queches, o los dos, podía aparecer en cualquier momento y abordarnos. Tras distribuir las guardias y disponer que se atendiera a los heridos, Partridge se sentó a popa junto a los restos de la regala observando la infinita oscuridad.

    El amanecer del día veintinueve llegó con una espesa niebla que obligó a la totalidad de hombres a ocupar su puesto. El temor a los piratas seguía muy vivo en el ánimo de todos pues era evidente que, de capturarnos, ninguno saldría vivo. A media mañana se despejó la bruma delatando que no había ninguna vela en las inmediaciones, eso permitió hacer recuento de bajas y de daños.

    El primero, el de las bajas, fue terrible pues, además del capitán, hemos lamentado otros cinco muertos. Además hay un herido grave y cuatro heridos leves, si bien estos últimos pueden valerse.

    En cuanto al castigo sufrido el palo trinquete ha sido destrozado de forma que un barullo de cordajes, velamen y madera cubre la proa. La mesa de guarnición de la amura de babor y el ancla de ese lado han desaparecido. La carronada de la aleta de babor ha sido desmontada de forma que no es posible ponerla de nuevo en servicio. Y, lo que es peor, tenemos un agujero en la aleta de estribor por donde embarcamos mucha agua. Por fortuna el esquife ha salido indemne del lance pues la perspectiva de abandonar la goleta parece convertirse en la única opción posible.

    Después de inventariar daños y bajas, se ha examinado el agujero de popa que presenta muy mal aspecto no tanto por sus dimensiones como por el escaso número de hombres disponibles para dedicarse a su reparación. El aspecto general del barco es de una total ruina, acrecentado si cabe por los gritos de dolor del marinero Sickles que, a decir del boticario, no tiene remedio.

    Con un solo hombre haciendo de serviola se ofició el servicio religioso por los muertos que aún quedaban sobre la cubierta. Seguidamente se acometió la tarea de taponar el agujero pero, como ya dije, ni disponíamos de medios ni de los suficientes hombres útiles de forma que el capitán ha ordenado aprestar el esquife y cargarlo de provisiones y demás útiles que podamos precisar.

   Hay otro motivo de preocupación para el capitán en funciones y no es otro que, muertos el capitán y el piloto y con una variación del rumbo debida al ataque pirata, la marcación de nuestra última posición en la carta antes de la contienda no se corresponde con la actual. No envidio la situación de Partridge pues de su pericia depende la vida de once hombres, sin contar con el agonizante Sickles.

   Por fin, a media tarde del día veintinueve, convencido de que por más agua que se achique la Succes embarca el doble, el capitán ha ordenado abandonar el barco y pasar al esquife. Hemos tomado solamente lo imprescindible, en mi caso mis dos pistolas y mi diario, mis lápices y las cartas del teniente Laherty, que guardo en mi saco de hule. El capitán Messervy solamente se ha llevado el portadocumentos que guarda celosamente y el estuche de sus lentes. Incluso Sickles ha sido embarcado pues el hecho de que el barco esté condenado no implica que él se vaya también al fondo.

   Confieso que ha constituido un tremendo espectáculo ver cómo se hunde un barco. Nunca había visto nada parecido y, en honor a la verdad, no esperaba que fuese así: poco a poco la goleta fue descendiendo mansamente bajo la tranquila superficie de las aguas hasta que, en un momento dado, un golpe de aire procedente de sus entrañas brotó en forma de burbujeo a la superficie y, presentando el espejo al cielo, desapareció de la vista.

   Me fijé en Partridge, inmóvil en su puesto en la popa del esquife, y no pude sino admirar el tremendo esfuerzo que hacía para no romper en lágrimas pues, estoy seguro, un pedazo de su juventud se había ido al fondo del Atlántico con el que fue su primer mando.

   Y desde ese momento y hasta el instante en que escribo estas líneas nada se ha manifestado digno de ser consignado. La rutina diaria incluye las mediciones periódicas con sextante y la consulta de las cartas por el capitán, los lastimeros quejidos de Sickles y la sensación, generalizada me parece, de que estamos en muy mala situación.

   Las provisiones han sido estrictamente racionadas y, en previsión de algún posible escamoteo, los hombres de guardia tienen órdenes de disparar sobre quien pretenda consumir más de su porción estipulada.

   Las noches son, tal vez, lo peor de todo. La inmensidad del océano me causa no tanto pavor como desaliento. Al frío hay que sumar la monótona letanía de Sickles, devorado por el dolor y la fiebre, y la amenaza de que un temporal nos envíe al fondo.

   Hay que decir que nos turnamos con los remos, que es un trabajo extenuante, y no se han hecho distinciones de rango de modo que a la pericia de los marinos hay que oponer mi inicial torpeza, suplida con toda la voluntad de que soy capaz, y la total falta de disposición del capitán Messervy, que se adivina hombre nada dado a trabajos físicos. Me resulta difícil imaginármelo en combate al mando de una compañía.


   Y los días son de un sol de justicia, que ha convertido la piel en una roja ampolla y quebrado los labios ya resecos. Ni que decir tiene que rezo para que Dios nos ayude en este trance… 

domingo, 25 de noviembre de 2012

LIBRO III - Capítulo XIII (II)



Dos de Septiembre de 1809 (Anno Domini). Quinto día a la deriva

    Ya podíamos oír los gritos de los tripulantes del queche que se nos arrimaba por la banda de babor. 

    Después de cargar el mosquete me asomé lo suficiente como para apuntar y disparar. Volví a cubrirme para recargar solo para comprobar que Messervy no sabía desempeñarse con tal arma.

   Las resistencia que ofrecíamos pareció desconcertar a nuestros atacantes pues el barco más cercano viró, alejándose algo, mientras que el otro maniobraba para dejar al descubierto las tres batiportas abiertas de su costado de estribor.

    Hasta entonces nos habían disparado con pequeños cañones de proa de seis u ocho libras pero ahora asomaban negras bocas que, a decir de Figgis, eran de doce libras. La descarga atronó el crepúsculo y tres impactos bien dirigidos hicieron blanco. Más gritos y la carronada de la aleta de babor desmontada fueron la respuesta a los piques mas, sin mostrar signos de querer rendirse, Sánchez con dos de los británicos y el yanqui, manejaba su carronada que, cargada ahora con palanqueta, disparó sobre el queche que ya había sido previamente golpeado con bala rasa.

    El disparo fue afortunado pues la palanqueta se enganchó en el velamen y continuó su devastador recorrido rompiendo el palo mayor y embarullando sus restos descuajaringados al trinquete.

   Oscurecía ya y Partridge, sabedor de que estábamos muy tocados, ordenó desplegar todo el trapo del palo mayor y, aprovechando el viento y la creciente oscuridad, alejarnos de allí.

   No sabría decir, creo que nadie podría, cuanto duró aquella carrera endemoniada en la que tres hombres más y yo mismo hacíamos fuego de mosquete mientras la Succes navegaba todo lo velozmente que podía.

    Y, estoy seguro, nos salvó la oscuridad pues con el cielo ya velado los piratas empezaron a distanciarse, no tanto por agotamiento como porque de noche, y en medio del océano, su ventaja podría no ser tanta toda vez que ya era solamente uno de los queches el que nos perseguía y, tal y como habíamos atestiguado, no estábamos dispuestos a sucumbir sin vendernos lo más caros posible. Aún nos hicieron dos disparos más con el cañón de proa; uno levantó una columna de agua que cayó sobre nuestra cubierta, pero el otro se dejó oír con un golpe seco en algún lugar del casco por la aleta de estribor… 

domingo, 21 de octubre de 2012

LIBRO III - Capítulo XIII (I)



Dos de Septiembre de 1809 (Anno Domini). Quinto día a la deriva

[La correcta enunciación de términos marineros se debe a la cortesía del guardiamarina Howard Partridge y del contramaestre Matthew Figgis]

He necesitado cinco días para reunir las fuerzas y los ánimos suficientes como para consignar en este diario las penalidades de que soy, somos, objeto mis compañeros y yo mismo pues lo que había de ser una rutinaria travesía de Lisboa a Cádiz se ha mudado en tragedia.

    El pasado día veintiocho, ya avanzada la tarde, la goleta Succes se hallaba a pocas millas del Cabo San Vicente. El viento era favorable y, según el guardiamarina Partridge, habíamos de arrumbar a Cádiz en el transcurso de la mañana del día siguiente. Nada hacía presagiar nada anormal por lo que el aviso del serviola de que se aproximaban dos velas no despertó excesivos recelos en la tripulación, sobre todo cuando se verificó que se trataba de dos queches portugueses, con seguridad pescadores.

    Sin embargo algo en la derrota de las dos embarcaciones no pasó inadvertido para los expertos ojos del contramaestre Figgis. Recuerdo, pues me encontraba a su lado, que se dirigió al guardiamarina Partridge y le indicó que la maniobra que ejecutaban se parecía mucho, si no era, la propia de ataque.


    Partridge, aún poco ducho en las lides del mar, se dirigió a la cabina principal en busca del capitán. Burke, bastante malhumorado, subió a cubierta solamente para decir que, sin duda, querían vendernos algún género de ahí sus maniobras de acercamiento.

   Mas, nada más acabar de pronunciar el capitán aquellas palabras, dos estruendos casi consecutivos fueron seguidos por sendos golpes secos que parecía que fueran a destrozar la goleta.

   Y, realmente, poco faltó pues el resultado fue el palo trinquete destrozado, y dos hombres aplastados por sus restos, y el certero impacto  de una bala encadenada en la aleta de babor se llevó a Burke, a la mitad de este más bien cual si fuera un monigote, contra la parte opuesta de donde se hallaba antes de arrojarlo al mar entre trozos de maderamen de la regala mientras que sus piernas y cintura, convertidos en un amasijo ensangrentado, quedaban sobre la cubierta.

   Lugo vino el estallido de órdenes por parte de Partridge y el silbato de Figgis tocando a zafarrancho pero nuestros atacantes parecían gente diestra tanto como nuestros marineros, al parecer, no estaban habituados a combatir. Con dificultad Partridge aprestó a seis hombres para que se hicieran cargo de las carronadas de babor, pues por ahí venía el ataque.

   Pese a saber muy poco de las cosas de la guerra en el mar pude darme cuenta de que lo que querían era capturar el barco, desarbolándolo primero para abordarlo después. Ya estaban muy próximos cuando oí a Figgis gritar “abajo” antes de arrojarme al suelo de nuevo.

   Había sido un golpe de ingenio propio de viejo marinero pues no se equivocó y una tormenta de hierro nos barrió desde babor. Por toda la cubierta se oían gritos de dolor mientras cordajes, pedazos de velas y maderamen, y aún restos de miembros, rodaban aderezados de sangre.

    Pero, aunque duramente golpeada, la Succes no estaba dispuesta a rendirse como atestiguó Sánchez, uno de los marineros españoles, que auxiliado por tres de sus compañeros, cargó y puso en porta la carronada situada en la amura de babor. El disparo que siguió alcanzó al queche más cercano casi, como dicen en la mar, a tocapenoles pues por la poca distancia el proyectil rodó por la cubierta llevándose por delante a varios hombres cual si fueran bolos.

    La respuesta enfureció, si acaso, a los piratas pues fueron cerrando el cerco. Johnson, el boticario, había abierto el pañol de armamento y distribuido mosquetes y trabucos entre los hombres que podían valerse y no eran necesarios en otros menesteres de tal suerte que el capitán Messervy y yo tomamos varias de tales armas y, tomando posiciones en proa, nos dispusimos a abrir fuego sobre el queche más próximo…

sábado, 6 de octubre de 2012

LIBRO III - Capítulo XII



Veintiocho de Agosto de 1809 (Anno Domini). A bordo del HMS Succes

    Nunca pensé, cuando la veía al ancla en el último vistazo que di desde el muelle, que echaría de menos alguna vez los cabeceos y los crujidos de la fragata Thebes, que me trajo a la Península parece que hace una eternidad.

Mas, ahora, se me antoja como el más acogedor de los hogares pues, en honor a la verdad, esta goleta es infinitamente más pequeña, cabecea lo indecible y los ruidos del maderamen parece que fueran a anunciar que el barco se fuera a romper en mil pedazos.

       El capitán Messervy y yo nos alojamos en una pequeña cabina junto a la del capitán. Pequeño, es en verdad, un caritativo epíteto pues todo en este barco es tremendamente reducido, desde la dotación hasta el armamento.


     Para empezar la dotación normal debería ser de veinte hombres, comprendidos oficiales y marineros, pero solamente la forman diecisiete. El mando lo detenta el teniente Richard Burke, un veterano (calculo que debe pasar de los cuarenta) que actúa como capitán en funciones. Le asiste, como primer y único oficial, el guardiamarina Howard Partridge de dieciocho años. 

    Hemos cenado juntos en la cabina del primero y, aún siendo en exceso misericordioso, este barco no es un destino querido por Burke, por más que el entusiasmo de Partridge haga de contrapunto a la apatía de aquél.

    Por lo que me ha confiado Partridge, el Succes está recién salido de una reparación concienzuda pues hace tres meses que escapó de milagro de una corbeta francesa en el Golfo de Vizcaya aunque en la fuga quedó bastante maltrecho y con la mitad de su tripulación muerta o malherida.

   Por fin, con el barco en condiciones de navegar, hubo que buscar una tripulación. Burke había sido sacado de un aviso[1] dedicado a vigilar la costa del norte de Portugal y él mismo de una fragata que se dirigía a las Antillas. 

    Respecto a los hombres excepto el piloto Sanders, el contramaestre Figgis y el médico-cocinero-boticario Johnson; todos han salido de las impopulares rondas de enganche[2] que han asolado los barrios portuarios de Lisboa en las semanas precedentes.

    Componen un grupo lastimoso, donde predominan británicos (seis), frente a portugueses (tres), españoles (dos) y un yanqui. Muy a tono con el barco, cuya única defensa consiste en cuatro carronadas de a doce libras y que, por tan pequeño, el esquife de salvamento va enganchado a un cable de popa.

    No obstante todo el mundo parece afanarse en su trabajo. Confieso que me resulta admirable observar a Partridge hacer mediciones con el sextante e impartir órdenes pues, en honor a la verdad, el capitán no gusta de abandonar su cabina.

     Pero, pese a todo, me asaltan los recuerdos de la singladura que me trajo a esta guerra. Y la imagen de Partridge me recuerda a la de los guardiamarinas y los jóvenes caballeros de la Thebes que escuchaban, entre obtusos y ávidos, las lecciones que les impartía el capitán.

    Dicen que la carrera a Cádiz será cosa de poco más de un día por lo que confío que el tiempo acompañe pues, de momento, he podido sortear los rigores del mareo, no así el capitán Messervy que se ha recluido en nuestro habitáculo con evidentes síntomas del mal que aflige a los hombres de tierra firme que abandonan su elemento natural.



[1] En inglés sloop of war
[2] En inglés  press- gang

domingo, 23 de septiembre de 2012

LIBRO III -Capítulo XI



Veintisiete de Agosto de 1809 (Anno Domini). Lisboa

     Aunque era hora tardía cuando hemos llegado al puerto, el capitán Messervy y yo hemos podido presentarnos al comandante (británico) del mismo.

    Para quienes no estén familiarizados con los usos de la Armada diré que en cualquier puerto de reino aliado donde fondeen barcos del Rey se halla presente un oficial superior que se encarga de distribuir los fondeaderos disponibles; asignar materiales, suministros, orden de reparaciones o de surtir de tripulaciones las embarcaciones reparadas o recién alistadas.

     En nuestro caso hemos sido recibidos por el contralmirante de la [escuadra] Azul Peter Hutchins en su alojamiento en el ala del edificio de la Aduana reservada para uso de la Armada Real.

     Después de estudiar las órdenes que portamos, firmadas por el general Wellesley, hizo pasar a un teniente, que hacía las veces de asistente, que traía consigo la lista de naves surtas en el puerto. Como nuestra misión requería de la mayor celeridad posible, el contralmirante Hutchins ojeó el listado hasta que sus ojos se detuvieron en una línea:

    -El HMS Succes-dijo con satisfacción. -Está listo para partir y es una embarcación muy rápida.

       Sin dilatarse lo más mínimo, Hutchins nos conminó a dirigirnos al barco inmediatamente pues de ese modo podría aprovechar la marea de la madrugada para partir. Después de expedir la orden y de desearnos buena suerte, nos hizo acompañar por su asistente.

    Debo decir que, una vez más, la Armada ha hecho honor a su eficiencia pues en menos tiempo del que se requiere para contarlo nos encontrábamos en un muelle frente al cual se veía un pequeño barco al ancla.

    Era el Succes una goleta como pude averiguar. Sin dar tiempo a la más mínima dilación, el asistente del contralmirante ordenó a unos marineros que se hallaban en un esquife amarrado a un noray cercano que nos llevaran a bordo.

     Nos despedimos del teniente Sinclair, que nos había acompañado hasta las dependencias del contralmirante como si pareciera que no hubiera cumplido su misión hasta dejarnos en manos seguras. A la luz de los faroles que empezaban a llenar el puerto, pude observar las facciones impasibles del teniente; mostraba el mismo semblante que exhibiera cuando remató a los portugueses ayer. Le pedí que cuidara de Arrow, al que llevará de regreso a Trujillo, o donde se encuentre ahora el II/87, pues antes de partir se lo cedí en préstamo al ayudante de cirujano Tarín.


    Ahora, en la camareta donde nos alojaremos Meseervy y yo, y adonde nos ha conducido un guardiamarina, escribo estas líneas en espera de que nos sirvan la cena y nos presenten al capitán antes de que, en la madrugada, levemos anclas con destino a Cádiz. 

domingo, 9 de septiembre de 2012

LIBRO III - Capítulo X



Veintiséis de Agosto de 1809 (Anno Domini). En ruta hacia Lisboa

Hoy hemos sufrido un percance que a punto ha estado de acabar con todos cuantos componemos esta expedición.

Aunque ya he consignado que mi compañero de viaje es capitán, el mando efectivo de nuestra expedición lo detenta el teniente preboste Sinclair según órdenes precisas del mayor Grant. Este hecho puede que nos haya salvado la vida en el sentido de que la decisión y rapidez de reacción del teniente ha sorteado una situación muy apurada.

Esta misma mañana, apenas reanudada la marcha, se cruzó en nuestro camino un grupo de paisanos que demandaba socorro para sus familias desabastecidas. A pesar de lo paupérrimo de su apariencia nadie hizo lo más mínimo para aliviarles excepto el capitán Messervy, que ordenó detenerse y que se les entregara parte de nuestras provisiones.

El teniente Sinclair protestó aludiendo que no podíamos prescindir de las ya exiguas raciones. Su tono fue tan firme que Messervy echó mano a sus bolsillos y les entregó unas monedas a los pedigüeños. La expresión de alarma de Sinclair no me pasó inadvertida mas no hice ningún comentario y proseguimos la marcha no sin que éste ordenara a uno de sus hombres que se retrasara e informara de cualquier novedad a nuestras espaldas.

Habrían transcurrido unas horas cuando el rezagado se adelantó para comunicar que nos seguía un grupo de jinetes, diez o doce, a cierta distancia. La noticia provocó alarma en el capitán, que sugirió apretar el paso para distanciarnos pues acaso se tratase de tropa enemiga.

 Sin embargo Sinclair rechazó con frialdad la propuesta pues el sol estaba muy alto y forzar las monturas a hora tan calurosa los dejaría agotados para buena parte del resto de la jornada. Además juzgó que no podía tratarse de tropa enemiga pues su avance debía encontrarse aún muy lejos de allí. Mas, inopinadamente, ordenó hacer alto al abrigo de una pequeña arboleda a la orilla del camino. 

Con una celeridad que hubiera sorprendido al más exigente ordenancista, la media docena de prebostes desmontó y organizó lo que semejaba a una parada larga con caballos desensillados y atados a una lazada asegurada entre dos delgados árboles. Los hombres, a continuación se desplegaron cual si se encontrasen descansando unos, cepillando los caballos y buscando leña otros aunque con carabinas y pistolas prestas y semiocultas. Luego, con la mayor indiferencia, Sinclair nos invitó al capitán Messervy y a mí a situarnos al interior de la arboleda. Había ajustado sus dos pistolas en la faja, a la altura de los riñones y, como si estuviera saboreando el cigarro que acababa de encender, estaba adelantado mirando hacia por donde debían aparecer  nuestros perseguidores.

La perspectiva no parecía en absoluto halagüeña así que cargué mis pistolas y esperé el desarrollo de los acontecimientos. No mucho después una decena de jinetes hizo su aparición ante nosotros.


 Formaban un grupo variopinto en tanto que algunos montaban en caballos y otros, los más, en mulas; los había que vestían con uniformes, o partes de ellos que podrían ser de la Ordenança o del Ejército portugués, y ropas civiles. Me llamó la atención que portaran mosquetes y trabucos, apoyada la culata en la cadera, y que dieran amplios vistazos a uno y otro lado como si buscaran algo o como si nos estuvieran contando. Se adelantó uno, que vestía una descolorida casaca que un día fue azul, y preguntó sonriendo si éramos ingleses.

A la respuesta afirmativa de Sinclair, el grupo lo celebró mucho para que, seguidamente, el de la casaca azul nos advirtiera con grandes aspavientos de los peligros que acechaban en aquellos parajes y que representaban bandas de desertores.

Sinclair agradeció el consejo mas el otro insistió en que aceptáramos su compañía o, en su defecto, una pequeña voluntad merced a la cual se comprometían a protegernos durante el viaje.

Aquellas palabras me hicieron ver que sus intenciones no eran de fiar pero, tanto si estaba errado como en lo cierto, la impresión que le causara al teniente Sinclair debió ser parecida pues, como una exhalación, escupió su cigarro y gritó al tiempo que sus manos se iban a su espalda.

Las monturas relincharon a la par que alguno de sus jinetes se encaraba el trabuco pero no hubo tiempo a nada más. Los escoltas abrieron fuego con sus carabinas y luego con sus pistolas atronando la placidez de la mañana y cargando el aire, ya pesado, del olor a pólvora quemada. La descarga abatió a cinco hombres. Aún caía alguno mientras Sinclair despachaba sendos pistoletazos a su interlocutor y a otro sujeto que se encontraba a su lado. Messervy se echó al suelo cubriendo su cartera de cuero con su pecho mientras que yo extraje mis pistolas y disparé a mi vez hacia uno que trataba de volver grupas de la mula torda que montaba.

Aún sonaron cuatro tiros más pero fueron los últimos. Diez cuerpos yacían sobre el polvo reseco mientras su sangre teñía éste añadiendo una nota de color a la monotonía parduzca.

Ya anoté que los prebostes se veían profesionales pero jamás hubiera sospechado tal precisión.

Tras el tiroteo se desplegaron de forma que, como estaban, cubrían tanto el camino como  la carnicería que habían provocado. Se oían lamentos entre aquellos que aún vivían y alzaban las manos en demanda de auxilio.

Y lo que vi a continuación no lo olvidaré jamás aunque no lo consignara aquí. 

Una vez recargadas sus pistolas, Sinclair y otro de sus hombres armado de la misma forma, recorrieron el escenario de la matanza disparando en la cabeza de quienes gemían. No creí que ningún hombre pudiese matar con tanta facilidad a alguien indefenso. Noté una sensación extraña mas mi reciente experiencia en combate me había sin duda predispuesto a semejante espectáculo, no así el capitán Messervy, que vomitaba mientras apoyaba su cartera contra el pecho.

Después del episodio, y de nuevo con una heladora compostura, Sinclair ordenó reanudar la marcha. No se enterró a nadie, es decir, a ningún cadáver pues las armas que portaban sí corrieron esa suerte. Las monturas, liberadas de sus amos, permanecieron allí donde habían caído como, según Sinclair, advertencia para otros de la misma calaña.


Hace unos minutos, antes de iniciar estas líneas, he preguntado al teniente preboste cómo había sabido que los portugueses pretendían desvalijarnos. Ahora puedo decir que su respuesta fue tan fría como breve:

-No lo sabía. Me ordenaron llevarles al capitán y a usted a Lisboa, pasara lo que pasare y a costa de lo que fuere…


lunes, 20 de agosto de 2012

LIBRO III - Capítulo IX



Veinticinco de Agosto de 1809 (Anno Domini). En ruta hacia Lisboa

Está poniéndose el sol del que ha sido nuestro segundo día de marcha.

No puedo decir que el viaje permita recrearse en el paisaje. En orden a desplazarnos con la mayor velocidad el capitán Messervy y yo solamente llevamos bolsas de viaje en las que portamos lo imprescindible. En mi caso varias mudas, un par de camisas y un calzón. En un pequeño saco de hule guardo mis posesiones más preciadas: este diario, varios lápices, mi ejemplar de Don Quijote y las cartas del desgraciado teniente Laherty, que prometí entregar en persona. Como armamento solamente porto mi sable y mis pistolas. El mosquete, que se convirtiera en un apéndice de mi ser desde la batalla, lo he dejado en el tren de bagajes junto a la mayor parte de mi equipaje

Nos escoltan media docena de hombres, del 20 de Dragones Ligeros, asignada al Cuerpo Preboste y al mando de un teniente joven, apellidado Sinclair, que habla portugués. Son buenos jinetes y se les ve habituados a cubrir grandes distancias sin muestras de fatiga. Como los demás de su clase, son por lo común poco habladores y tremendamente eficientes en la ejecución de las órdenes recibidas.

 Suelen abrir la marcha dos hombres que actúan como exploradores pues Sinclair no es hombre dado a improvisar. Hemos pasado de soslayo por Cáceres y por Alburquerque y apenas si nos hemos detenido en alguna villa o casa de postas para dar descanso a los jamelgos, reparar alguna herradura y tomar un ligero refrigerio antes de reanudar la marcha. Solamente en el ocaso es cuando podemos descansar de verdad hombres y bestias. Los escoltas montan la guardia, de la que estamos exentos mi compañero de viaje y yo, hecho este que hubiera facilitado momentos de conversación de no terciarse el carácter de mi compañero de jornadas.

El capitán Archibald Messervy tiene treinta años. Es hombre en extremo reservado. Se le adivina serio y pagado de la misión que cumple: no se separa nunca de la cartera de cuero, donde se alojan los despachos que ha de entregar al hermano del general, ni del estuche de madera donde guarda los lentes de los que hace uso para leer. Es, no obstante, tremendamente correcto y su trato se ajusta al debido entre superior y subordinado.

Hubiera deseado inquirir sobre los motivos que impulsaran al general a designarme para esta misión, no lo he hecho en orden al respeto debido, aunque imagino que tendrá que ver mi actuación cuando el asunto Saiffer (algo que me hace sentir mal por cuanto mi testimonio de los hechos de entonces tuvieron más que ver con la actitud de dos de mis hombres que con mis dotes de mando).

Por cierto que debo dejar constancia de que la misión que estoy cumpliendo actualmente no ha hecho variar un ápice mi situación en tanto en cuanto continúo en el rol de la compañía ligera del II/87. Esta circunstancia me llena de gozo pues no puedo negar que me he sentido muy a gusto allí y que añoro las conversaciones con el teniente Tarín y los sermones del padre Fennessy, entre otras cosas.

Y debo decir que mi inicial apatía por tan escasamente interesante misión ha dejado lugar a una legítima curiosidad y a un honesto deseo de respaldar la confianza de que he sido objeto. Lo que hace dos días se me antojaba como una tarea tediosa se ha convertido en una pequeña odisea que ha de llevarme a Cádiz, a Sevilla y a conocer un poco más este país donde he visto morir ya a muchos hombres buenos. 

domingo, 5 de agosto de 2012

LIBRO III - Capítulo VIII


Veintitrés de Agosto de 1809 (Anno Domini). Miajadas

Necesitaría mucho tiempo para expresar sobre el papel las emociones que me embargan en estos momentos.

Poco podía imaginar que el teniente del Cuerpo Preboste, que se presentó en el campamento cuando me disponía a dar cuenta del rancho y requirió que lo acompañara de inmediato, me conduciría al puesto de mando del general Wellesley.

Las órdenes eran claras y el capitán Edwards no pudo sino apremiarme a no hacer esperar al comandante en jefe. Cabalgamos, pues, el trecho que nos separaba desde nuestro acantonamiento a la casa que hacía las veces de cuartel general.

Nada más llegar el teniente preboste se despidió y quedé en una sala donde, al poco, hizo su aparición un mayor que, al principio, me pareció del 87 pues las vueltas eran del mismo color verde que las que vestimos, pero el detalle de la placa de su tahalí me sacó de mi error pues correspondía a los North Devonshires, el 11 de Infantería.

Inmediatamente me cuadré pero el mayor, sorprendentemente, me ordenó descanso en español. Obedecí y, francamente, no podría decir cuanto tiempo estuvimos conversando en la lengua de Cervantes pues empezó a hacerme preguntas, que yo respondí con la mayor soltura de que fui capaz. Luego, de improviso, el mayor me dio las gracias y, dando media vuelta, salió de la sala.
No estuve solo mucho tiempo pues se presentó alguien a quien ya había visto antes: el mayor Colin Campbell, aide de camp del general Wellesley, quien me invitó a seguirle.

Me hizo pasar a otra sala donde descollaba, tras una mesa cubierta de papeles, la alta silueta del general, a quien acompañaban el mayor con quien había mantenido la charla en español y un capitán de los Coldstreams que me resultó familiar aunque no sabía donde ubicarlo al principio mas, algo después, recordé de cuando estuve en el cuartel general de Vila Franca

El general fue muy cortés pues, después de felicitarme por haber salido bien librado de la reciente batalla, rememoró el episodio de los falsos prisioneros y del siniestro Emil Saiffer cuya sola mención me produjo una incómoda sensación.

A continuación me presentó a los allí presentes que resultaron ser, aparte del mayor Campbell, el mayor Colquhoun Grant y el capitán Archibald Messervy.
En una muy breve exposición, el general me explicó que el mayor Grant estaba organizando una unidad formada por hombres que hablaran español o portugués, o ambos, con la finalidad de emplearlos en operaciones tras las líneas francesas, correos o espías. Señaló, asimismo, que a juicio de aquél mi nivel de español era más que aceptable por cuanto ello, junto a mi actuación durante el asunto Saiffer, me convertía en el candidato ideal para pertenecer a la nueva unidad.
Mayor Colquhoun Grant

Aunque no tengo demasiados años sé lo suficiente sobre el Ejército como para no adivinar que a la lisonja seguiría una frase dicha casi con indolencia que sonaba como a “puede rechazarlo, desde luego, esto no es una orden…” pero que, de secundarla, era como poner punto final a una carrera que apenas había empezado. Sin pensar repliqué que era un honor que me hubiesen requerido para tal menester y que estaba a sus órdenes.

El general se puso en pie, imitado por los otros, me dio las gracias y me invitó que le acompañara a almorzar.

Después del ágape, esta vez a solas con el mayor Grant y el capitán Messervy, aquél me explico la que sería mi primera misión en mi nuevo destino. Desde luego si esperaba una peligrosa aventura en la retaguardia francesa, en compañía de esos feroces guerrilleros españoles de los que tanto había oído hablar pero de los que nunca había visto nada, pronto se desvanecieron mis ilusiones pues mi cometido no había de ser otro que acompañar al capitán Messervy, que portaría despachos para el Marqués de Wellesley, hermano del general y a la sazón embajador de Su Majestad ante la Junta Suprema Central en Sevilla.

Así pues, no habría más peligro que cabalgar, con una escolta, hacia Lisboa para allí embarcar con destino a Cádiz donde mis conocimientos de la lengua española serían útiles para que el capitán Messervy completara con éxito su misión.

Cuando he regresado al campamento a preparar el equipaje, junto a una orden firmada por el general, el capitán Edwards me ha deseado buena suerte a la par que, confieso que me he enorgullecido, ha alabado la forma en que me desempeñé en el combate a pesar de mi falta de experiencia. Asimismo me dirigí al alojamiento del mayor Gough, aún convaleciente de las heridas recibidas, a despedirme y a desearle una pronta recuperación, aspecto este que agradeció enormemente.

Apenas si me ha quedado tiempo, pues hemos de partir al alba, para despedirme de mis más allegados: el teniente Tarín; el padre Fennessy, que me ha obsequiado con una cruz céltica que ahora cuelga de mi cuello; el sargento Redding y algunos más antes de organizar la partida y escribir estas líneas previamente a entregarme a un sueño reparador que, sin embargo, dudo de poder gozar.

jueves, 12 de julio de 2012

LIBRO III - Capítulo VII






Veintiuno de Agosto de 1809 (Anno Domini). Trujillo

Ya se pone el sol en el que ha sido nuestro segundo día de marcha hacia el sur.

Ayer mismo llegó al puesto de mando un correo (en realidad un oficial  que traía despachos al general y, de paso, la noticia de que nuestras tropas habían desembarcado en Walcheren, en Holanda.

La nueva sobre Walcheren ha sido acogida con indiferencia, si no con aprensión pues recuerda demasiado a las campañas de 1794 y 1799.

Mucho se habló, y aún se habla, de aquél fracaso del año noventa y nueve que nos hizo perder buenos hombres y muchos recursos al desembarcar en Noord-Holland, y eso a pesar de que la Armada capturó la totalidad de la flota holandesa. Mucho calor, humedad y mosquitos, dicen quienes estuvieron allí, solo para que el Duque de York, el comandante en jefe, decidiera después de un par de encuentros con los holandeses que era mejor replegarse y volver a embarcar pues, al final, ni los rusos hicieron lo que se esperaba de ellos y ni los holandeses nos acogieron con los brazos abiertos, excepto unos cuantos orangistas, muchos menos de los que se suponía.

Al final todo se arregló con un acuerdo entre caballeros en un lugar llamado Alkmaar y nuestros hombres, y los rusos, pudieron reembarcar sin ser molestados y volver cada uno a su patria.

Un mal sitio para combatir, en suma, ha sentenciado el sargento primero Aidan Keene, de la compañía de granaderos, que estuvo allí con el I/87 en la otra desgraciada operación del año noventa y cuatro que se inició brillantemente en Landrecies y que acabó con la rendición y el cautiverio de buen número de hombres en Menin, recuerda tanto la combatividad de franceses y holandeses como el tormento de los mosquitos y las privaciones habidas durante el cautiverio.

  Mas, apunta el teniente Tarín, no es tan mal lugar pues durante casi un siglo los Tercios de España lucharon sin desmayo para mantener aquellos lugares bajo la égida de los reyes Austrias.

Lógicamente ni el sargento Keene, ni la mayoría de nosotros, sabemos demasiado sobre aquella época aunque algunos sí que hemos oído hablar de los Tercios, una tropa que marchaba a paso cadencioso y que acostumbraba a morir sin pedir cuartel, que tampoco concedía en demasía, y que combatía, dicen, como los mismísimos demonios del Infierno.

Confieso que al oír a Tarín me convenzo de que no entenderé jamás a los españoles: dueños de medio Mundo durante varios siglos y permiten que todo ello se pierda y, lo que es peor, hollados ahora por invasores se diría que ese pretérito ardor guerrero se hubiera esfumado al igual que esas glorias del ayer.

Y, como contrapunto a cuanto se habla sobre Holanda, quiero consignar el hecho de que nuestra retirada sea tanto más metódica en cuanto nada se está dejando al enemigo que nos persigue.

Ya antes de emprender la marcha, varios piquetes de artilleros e ingenieros, escoltados por unidades del Cuerpo Preboste, han volado todo cuanto los franceses pudieran utilizar tanto en su provecho como en nuestro perjuicio: molinos, hornos, telares, forjas…Todo es destruido pues nada debemos dejar atrás que redunde en provecho de los franceses.

Es esta una de las misiones más dolorosas a las que nuestras tropas deben enfrentarse pues saben que condenan a los paisanos a pasar hambre, nadie sabe por cuanto tiempo, y a sufrir un sin número de privaciones. Puede parecer una crueldad pero la guerra no hace distingos, incluso con quienes no empuñan las armas.


Incluso ahora, con las sombras enseñoreándose del cielo, pueden oírse, como truenos lejanos, las explosiones con las que nos aseguramos proporcionar penurias a nuestros enemigos y, también, a quienes en cuyo auxilio hemos acudido.

lunes, 18 de junio de 2012

LIBRO III - Capítulo VI


Dieciocho de Agosto de 1809 (Anno Domini). Jaraicejo

Los días de descanso están a punto de acabar. Al parecer nuestra partida es inminente y, según se dice, nos dirigiremos al sur con el fin de aprovisionarnos. En opinión del teniente Tarín es más que probable que nuestro destino sea Trujillo, cuna de conquistadores pues vio nacer a Francisco Pizarro, el dominador de Perú, y a Francisco de Orellana, el intrépido aventurero que, según se dice, se batió contra mujeres guerreras mientras exploraba un río de la América Meridional y que, de resultas de tal lance, bautizó como Amazonas.

La perspectiva de la partida parece haber elevado en algo la moral de los hombres pues, a pesar de que nos enfrentamos a jornadas penosas de malos caminos y muy menguadas raciones, la perspectiva de comida digna de tal nombre es un poderoso aliciente para acometer la marcha.

En estos días en que nuestros campamentos y los de los españoles han estado tan próximos hemos podido intercambiar saludos e impresiones con alguno de ellos. Gracias a mi español he podido hacerme entender, cosa que aprecian pues son muy celosos de su lengua y hábitos. El hecho de ser católico ha causado muy buena impresión con cuantos he tratado, y no poco desconcierto también, pues muchos nos juzgan a todos como ingleses y, por tanto, herejes.

 Mas esta mañana he recibido una sorpresa, no más agradable por completamente inesperada, mientras daba el habitual paseo matutino a lomos de Arrow que realizo para que el animal mantenga sus condiciones y, también y no menos importante, para disfrutar del paisaje que nos rodea pues, aunque cruel para ser transitado, es realmente hermoso.

Y encontrándome algo más al norte de Deleitosa, y mientras pasaba por entre ceñudos y soñolientos centinelas españoles, oí un grito que me hizo estremecer:

-Dia duit ar maidin[1]

Frené a Arrow y dirigí la mirada al lugar desde donde procedía la voz. Pude ver dos figuras que se acercaban a donde me encontraba, vestían casaca color azul cielo con pechera amarilla y calzón blanco aunque la suciedad, no mayor que la mía propia, plagaba el favorecedor conjunto de lampas, testimonio de que tampoco para ellos ha habido ocasión de que les laven el uniforme.
Sorprendido aún atiné a responder:

-Dia is Muire duit[2]

Los dos se miraron y echaron a reír al tiempo que el más alto de los dos me decía en un inglés con marcado acento:

-Estás muy lejos de Erin, amigo

A lo que yo respondí en español:

-No más que ustedes dos, señores

Nuevamente estallaron en carcajadas y se acercaron más, lo que me permitió ver que llevaban las divisas de teniente y, en los cuellos de la casaca, la tan familiar y querida arpa céltica sobre un campo azul y rematado por una corona.

Desmonté y me descubrí inclinándome mientras me presentaba a lo que ellos, ceremoniosamente, correspondieron. Se llamaban Carlos Oleary y Patricio Jara, tenientes del primer batallón del regimiento Irlanda de Su Majestad Católica, y sin esperar respuesta a su pregunta acerca de si había desayunado me llevaron con ellos hacia su cercano campamento. Creo que nunca olvidaré el recibimiento de que fui objeto pues las muestras de simpatía no hicieron sino acrecentarse cuando, al referir que procedía de Tipperary, varios de los allí reunidos gritaron con alborozo que esa era la tierra de sus mayores.

Sin darme tiempo a dar las gracias alguien había puesto en mi mano una taza de metal llena de un líquido que olía a café, aunque su color fuese desvaído, a la par que el teniente Oleary me acercaba una rebanada de pan de hogaza, ensartada en una bayoneta, y me indicaba que la calentara al fuego.
Hice lo que me dijo y, después de retirarla, la roció con un líquido espeso de color dorado que guardaba en una lata. A continuación me dijo, simplemente, que comiera.

Pocas veces me ha sorprendido tan agradablemente la pitanza pues no soy comedor en exceso pero, después de muchos días de no consumir más que nuestras galletas duras y enmohecidas, aquel trozo de pan tostado  cubierto de ese aceite de oliva cuyo uso es tan común en los países del sur del Continente me supo como debió saberles el maná a los israelitas que vagaban por el desierto.

Después de despachar aquél desayuno tan sencillo como delicioso, departí un rato con aquellos hombres, descendientes todos ellos de los Gansos Salvajes, los irlandeses que habían abandonado su hogar, expulsados por los ingleses, para servir a reyes extranjeros. La mayoría no hablaba inglés y pocos aún lo hacían en gaélico. Me sorprendió que hubieran españolizado sus apellidos aunque imagino que la fuerza de la costumbre y la propia habla hispana han hecho su parte.

Así, el teniente Oleary me relató que su abuelo Cormack O’Leary había luchado en las filas jacobitas contra los soldados del rey inglés en Culloden y el teniente Jara (O’Hara) era hijo de uno de los oficiales a los que el rey Carlos III felicitó personalmente por su participación en la toma de Argel.

  Yo, a mi vez, les relaté someramente las cuitas de mi padre y las aún escasas mías. Hubo murmullos de admiración pues sabían del descalabro que habíamos sufrido en Casa de Salinas, murmullos que se acrecentaron cuando comenté que la compañía ligera del II/87 se había visto reducida a cincuenta y un hombres, oficiales incluidos.

Llegado el momento de las despedidas, el teniente Oleary me obsequió con una de las insignias de cuello del Irlanda, un regimiento-dijo-famoso por su gallardía y que, desde 1710, ha paseado con honor el nombre de nuestra tierra por cuantos campos ha entrado en liza.

Guardo con cariño esa pequeña placa con el arpa y la corona y, en honor a la verdad, no sería honesto si no consignara que lágrimas de legítima emoción brotaron de mis ojos mientras cabalgaba hacia Jaraicejo, feliz por haber encontrado a estos descendientes de la vieja Erin y llevando en mis oídos su grito de adiós:
-Slán go fóill[3]   

 



[1] En gaélico Buenos Días
[2] En gaélico fórmula de réplica de Buenos Días

[3] En gaélico Adiós por ahora o Hasta pronto