domingo, 29 de enero de 2012

LIBRO II - Capítulo 39



Dieciocho de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. En ruta por España

 Ayer finalizaron nuestros días de descanso en Plasencia. Todo el ejército se mueve de nuevo, como una gigantesca serpiente de color escarlata que se arrastrara pesadamente por el polvo de los caminos españoles.

Debo decir que resulta doloso volver a la realidad de la guerra después de gozar de las atenciones que se suelen dispensar a los héroes. Y aún a pesar de que me esfuerzo en recordar los consejos de mi padre, en el sentido de que no debo dejarme impresionar por el esplendor de la falsa abulia de la retaguardia, es innegable que he experimentado una tremenda satisfacción al gozar de las atenciones de los placentinos.
   
     Es, en todo caso, un tremendo error contagiarse del deslumbrante espectáculo de un joven apuesto y no mal parecido enfundado en un rico uniforme. Mi padre ha dicho siempre que la guerra se libra en los campos, no en los salones de baile ni en las recepciones. En este sentido, debo ser consciente de lo que soy ante todo: un soldado y un oficial, no un petimetre empolvado.

    Ahora, de nuevo a lomos de Arrow, y habiendo cambiado el gorro bicornio por mi sombrero ancho y ligero hecho de paja trenzada, que la mayor parte de los oficiales ha ido adquiriendo de solícitos paisanos que los cobran a diez peniques la pieza (esto desmiente la mala fama que en casa tienen los españoles como comerciantes pues el mío me costó solamente cuatro peniques en Portugal), me siento de nuevo en la realidad de la vida que he elegido.

No hay noticias de las tropas españolas que han de unírsenos aunque lo que sí parece seguro es que nos dirigimos a una villa llamada Oropesa. Seguimos escasos de suministros y no parece que los españoles vayan a surtirnos de los mismos, al menos por el momento.

Las patrullas del Cuerpo Preboste se han multiplicado y grupos de sus jinetes recorren arriba y abajo la inmensa columna del ejército en marcha. 

Aparentemente, tras los recientes episodios de deserción, el general Wellesley no quiere correr ningún riesgo de que se produzcan nuevas muertes entre el paisanaje de las que se puedan culpar a sus soldados.

En lo que respecta a los hombres, a los de la Compañía Ligera concretamente, estos días de instrucción en Plasencia parecen haber sido muy beneficiosos: para los veteranos, impidiéndoles caer en la holgazanería; para los recién incorporados, para acostumbrarse a su nuevo oficio.

Ya consigné que habíamos alistado a tres nuevos reclutas y, al parecer, han progresado excelentemente pues, si bien el mercenario suizo Baumgartner no ha precisado de especial atención, excepto en el idioma, el ballenero Prescott ha demostrado un celo envidiable, quizás en su íntimo deseo de no volver jamás a su duro y peligroso oficio. Pero quien más parece haber asumido su nueva condición es el ex escribiente John D’Antonio quien, a decir del sargento “Red” Redding posee una puntería excelente. 

martes, 17 de enero de 2012

LIBRO II - Capítulo 38



Quince de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. Plasencia

Hoy nos han comunicado, a todos los oficiales compañía por compañía, que en breve se nos unirá un ejército español que se encuentra acampado en las inmediaciones de donde nos hallamos.

Al parecer, días atrás, el general Wellesley, y su estado mayor, se entrevistó con el general español, de nombre Gregorio de la Cuesta, en una población cercana llamada Almaraz.

Aunque los jefes de batallón no han sido prolijos en explicaciones parece ser que el encuentro no ha sido todo lo cordial que debiera. Se habla de que el general español, altanero en exceso, no ha mostrado la debida cortesía e, incluso, ha deplorado de las peticiones de nuestro jefe sobre los suministros.
Sin embargo, tal y como dicen los viejos soldados, mantener algo en secreto en el Ejército es como caminar sobre las aguas.

 Poco a poco vamos conociendo detalles sobre ese encuentro y las nuevas son dispares:

Al parecer, y esto parece haber sido dicho por el mismísimo general Wellesley, los soldados españoles aparentan trazas satisfactorias al menos individualmente, pero parece alarmante la escasez de armas y equipos a la vez que el estado de los existentes parece dejar mucho que desear. 

Asimismo, el nivel de instrucción parece deplorable pues la mayor parte de los soldados son conscriptos que no han tenido ningún contacto, hasta ahora, con la milicia. La oficialidad, en suma, tampoco posee experiencia, salvo excepción de algunos pocos veteranos, y no sabe de los hombres que manda más que de los misterios de los designios divinos.

Así pues parece que nuestro aliado no va a ser el mismo que derrotara a los franceses el año pasado en Bailén. Muchos de nosotros, y no escapo a esta regla, nos habíamos ilusionado pensando que, con los bravos que vencieron a Dupont de nuestro lado, nada nos impediría golpear de modo decisivo a los franceses y, quien sabe, expulsarlos más allá de los Pirineos.

A todo lo expuesto, y esto es algo que no es producto de habladurías, nuestra situación es verdaderamente apurada en varios aspectos: faltan animales de carga y tiro, vehículos, víveres, herramientas, suministros médicos e infinidad de cosas precisas. Inclusive se insinúa, con bastante insistencia, que la marcha de nuestro ejército desde Abrantes estaba supeditada a la promesa que hicieran los españoles de que ellos se cuidarían de los suministros.

 Una punzada de temor, pues, me invade aún inconscientemente al pensar que todo esto no es sino una gigantesca trampa, de la que participa la inacción de nuestros aliados, cuya finalidad es ofrecernos en sacrificio a los franceses, igual que hiciera Abraham con su hijo. Después de todo, hemos sido enemigos de los españoles más tiempo que Napoleón.

Pero no todos los aconteceres han sido siniestros hoy. Por el contrario, se ha celebrado mucho (entre la tropa irlandesa, obviamente) la noticia de que en el ejército español forman irlandeses. De todos es sabido que nuestros Gansos Salvajes se han establecido por muchos reinos de Europa ofreciendo sus artes militares a quien les pagara. España ha sido uno de estos reinos y la fama de regimientos como el Hibernia, el Ultonia o el Irlanda ha llegado hasta nuestra tierra.

lunes, 9 de enero de 2012

LIBRO II - Capítulo 37



Trece de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. Plasencia

El haber cambiado las marchas por sesiones redundantes de instrucción tal vez pueda no ser el mejor modo de descansar, pero el ánimo de los hombres está un tanto más elevado desde los horribles castigos que hubieron de presenciar hace apenas unos días.

Las órdenes desde luego han sido tajantes: Descanso y Reposo pero sin entregarse a la Molicie. Ello significa que el reglamento más estricto impera en nuestro campamento y que las horas de servicio se cumplen a rajatabla. No obstante, no es lo mismo que marchar durante todo el día bajo el terrible sol y el calor de esta parte del Mundo. Los hombres, acostumbrados a su rutina diaria, han dado por bienvenido el monótono ritual de ejercicios. Cierto es, sin embargo, que se ha reducido el número de prácticas de tiro pues la inminencia de la contienda hace necesario que la cantidad de munición, pólvora y pedernales esté rigurosamente contabilizada.

No es infrecuente ver a los intendentes de los regimientos armados con cuartillas y lápices revisando las existencias asignadas a sus respectivas unidades; los conductores del tren de bagajes aprovechan el interludio para revisar sus vehículos.

 Todos los días, por la mañana y por la tarde, los de caballería ejercitan a sus monturas para evitar que pierdan sus cualidades físicas, aquellas que pueden significar la diferencia entre un jinete vivo y uno muerto.

Los de artillería, en fin, practican, aunque sin abrir fuego, todo lo relativo a su oficio. Resulta un espectáculo verles ejecutar todas las maniobras con una celeridad y una exactitud  que, desde luego, resultan sumamente inspiradoras, por cuanto su profesionalidad está fuera de toda duda, a la vez que tranquilizadoras, pues de estos hombres puede depender el éxito de nuestra empresa. En este sentido no dejo de tener presente que los franceses tienen una bien merecida reputación en ese campo, y que les viene del propio Napoleón y de su pericia en el sitio de Tolón.

No todo, empero, tiene que ver con la Guerra. Disponemos de tiempo para recrearnos en las maravillas que pueden verse en este lugar y, creo que es ocioso reseñarlo, disfrutar de los agasajos con que nos obsequian los lugareños.

Impresionan las murallas que rodean la villa. Los torreones se me asemejan a ciclópeos centinelas que parecieran guardar con celo a la hermosa Catedral Nueva. No tenemos nada como esto en Irlanda, aquí parece que hasta las aldeas más insignificantes cuentan con su propia catedral o fortaleza.

Los españoles, por su parte, no parecen disgustados con nuestra presencia. Además, la circunstancia de que hable con mayor o menor soltura su lengua parece agradarles sobremanera, hasta el punto de que el solo hecho de que intercambie un saludo en español garantiza un vaso de vino o una copa del excelente aguardiente de cerezas casero tan querido por el padre Fennessy.

Quisiera pensar que en verdad nos consideran sus aliados pero no se me hurta el hecho de que la presencia de nuestro ejército se haya convertido en una fuente de beneficios para estas gentes. Me ha sorprendido la cantidad de provisiones que han adquirido nuestros soldados, provisiones que se supone nos debían proveer los españoles. Desde pan hasta huevos o vino, nada parece faltar en las despensas de los naturales, llamados placentinos y, por supuesto, los que de entre los nuestros pueden permitírselo no se privan de nada pagando lo que les pidan.

Me cabe, pues, la duda de que tal vez no sería un comportamiento muy diferente si fuésemos franceses, y nuestra bolsa estuviera bien provista.

Hermosa villa, sin duda, que hace honor al lema que acuñara su fundador Alfonso VIII de Castilla:


 “Ut placeat Deo et hominibus”[1]   
 


[1] “Para que agrade a Dios y a los hombres”

lunes, 2 de enero de 2012

LIBRO II - Capítulo 36



Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XXXVI)

Diez de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. Plasencia

Los rumores que corrían insistentemente entre la tropa se han confirmado y el general Wellesley ha concedido una semana de descanso y reorganización.

Ya señalé con anterioridad que de haberse tenido constancia fehaciente de que habría oportunidad para descansar, quizás no se hubieran producido las deserciones del día cuatro y, en consecuencia, nos hubiéramos ahorrado contemplar el terrible espectáculo del azotamiento de cuatro hombres (afortunadamente no se ejecutó la sentencia inicial de quinientos latigazos y el general dio por zanjado el asunto con solamente trescientos vergajazos por cabeza).

Debo decir que ha sido una de las visiones más atroces que he contemplado jamás. Aunque había oído sobre ello nunca antes lo habían visto mis ojos:
El reo, atado a un triángulo formado por las picas de los sargentos de las compañías de línea, era golpeado mientras un sargento contaba los azotes. Regularmente se tomaba un respiro para relevarse en la tarea ejecutora (agotadora, por cierto) o para cambiar el gato cuando éste se llenaba demasiado de sangre o piel. El cirujano del batallón supervisaba el acto dando fe de que el reo no corría peligro de muerte.

No pocos hombres han reculado para no estar en primera fila y también alguno ha habido que no ha podido reprimir unas tremendas arcadas, como ha sido el caso de mi compañero el teniente Laherty. Honradamente debo mencionar que yo mismo me he encontrado al borde de tal situación y que solamente un milagro, o el hecho de que hubiera oído hablar de lo terrible de este castigo, ha evitado que le acompañase en ese trance.

Y no menos impresionante ha sido el ahorcamiento de los soldados Peter Barker y William Simms. Aunque en el consejo de guerra juraron y perjuraron que no habían participado en el nefando crimen que atribuían a Carruthers ello no alteró el ánimo del tribunal que quería dar una lección sobre el trato a dispensar a los paisanos españoles. Sin embargo es destacable que el verdugo se afanase en componer correctamente el nudo fatal pues nada más abrirse el portalón los dos hombres murieron casi de inmediato con el cuello roto.

 Quien nada sepa de las cosas de la milicia puede sorprenderse pero la rapidez con la que los dos infortunados dejaron este Mundo dice mucho sobre su carácter pues no dejó de hablarse de lo excelentes soldados que eran y el pesar entre sus compañeros era evidente. De haberse tratado de otra clase de hombres a buen seguro que habrían tardado más, mucho más tiempo, en sucumbir.

No he dejado de reflexionar sobre la triste fatalidad que ha rodeado todo este asunto. Quizás si se hubiera dicho antes que descansaríamos en Plasencia, Barker y Simms estarían vivos ahora, y también aquellas mujeres y aquellas criaturas  que encontramos en aquella alquería cercana a Zarza la Mayor.
Esta tarde he disfrutado de un paseo por las afueras de esta villa de Plasencia en compañía del teniente Tarín y el padre Fennessy. Mientras que nuestro buen clérigo no hacía sino alabar las bondades de un aguardiente de cereza con que ha sido obsequiado por un almacenero local, el ayudante de cirujano me ilustraba sobre pasado hechos históricos:

Al parecer, Plasencia debe su fundación al rey Alfonso VIII de Castilla quien, en 1212, derrotó a los invasores musulmanes en uno de los hechos de armas más importantes de aquellos años: las Navas de Tolosa.

Debo reconocer que no sabía nada de esa época en España pero me parece fascinante el hecho de que mientras que los grandes reinos de Europa se empeñaban en las Cruzadas en los Santos Lugares aquí, en esta tierra, la Cristiandad se afanaba en una empresa que duró ocho siglos en total.
Al oír al teniente Tarín no puedo evitar contagiarme de esa determinación tan arraigada entre los suyos. Ocho siglos para liberar su país de los infieles, y lo consiguieron. Tal vez Napoleón haya encontrado su Némesis en esta tierra que ha empapado tanta sangre.