domingo, 28 de abril de 2013

LIBRO IV - Capítulo II



Diecinueve de Septiembre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

Continúa nuestra singladura rumbo al sur y, poco a poco, parece que nuestras esperanzas se vayan desvaneciendo antes incluso de que afloren.

Ayer el serviola anunció una vela. Antes de que estuviéramos lo bastante cerca para identificar su pabellón, o para que identificaran el nuestro, el capitán Fernándes mandó izar bandera británica.

Confieso que me repugnó ver los colores por los que he luchado sirviendo de escudo a unos canallas como los que moran en este barco pero, y esto es lo que importa, esta bandera es temida y respetada por todos los mares del Mundo de modo que resulta perfecta para que nadie nos importune. No hubo necesidad pues la vela se convirtió en un punto diminuto y desapareció de la vista tras unos minutos de maniobras.

En cualquier caso, y si el truco de la bandera fallase, el guardiamarina Partridge me ha aleccionado sobre las cualidades del Portobelho. En su opinión un prodigio de la construcción naval.

Para empezar es un barco tremendamente rápido y marinero. A pesar de que sus dos palos arbolan menos velamen que uno de tres, la ligereza de su casco le permite desarrollar grandes velocidades aún llevando llenos los sollados.

Y, si las cosas se pusieran mal y hubiera que recurrir a la fuerza, arma seis carronadas de veinticuatro libras y diez cañones de dieciocho libras, amén de pequeños cañones giratorios y de las armas de mano de a bordo.
Si a todo lo dicho se suma una tripulación experta, muy motivada por las perspectivas de elevadas ganancias, el resultado es que va a resultar muy difícil que nos liberen.

Partridge está furioso por la situación en que nos hallamos y hemos podido conversar acerca de intentar la huida, cosa que solamente sería posible una vez toquemos tierra. Dice, no obstante, que existe una posibilidad si nos acercamos a nuestras posesiones de Sierra Leona y que posee un plan (que me ha ocultado por razones obvias) para que algún barco de la Armada, caso de que nos crucemos con alguno, nos aborde.

En cuanto a nuestros hombres, parece que solamente podemos contar, aparte de Figgis, con quienes no se han decantado claramente por servir a nuestros captores y cuyo número puede disminuir más aún por cuanto el yanqui Tucker parece últimamente más próximo al grupo formado por McReady, Harris y Lauro. No se le puede reprochar en exceso pues todos ellos fueron enrolados a la fuerza en la Armada y esto no es para ellos más que un cambio de patrón, por más que Partridge abomine de su comportamiento e invoque constantemente al deber y a las ordenanzas.

No puedo, pues, evitar referir el estado de ánimo que Partridge experimenta de un día para otro.

Su inicial timidez se está trocando en rabia contenida que puede aflorar en el peor momento. Al parecer, según Figgis, el segundo Pounzado le humilla de forma ostensible si bien él se ha abstenido de caer en la provocación, al menos por el momento. Además es sabido que tampoco goza de las simpatías de Barlow desde que intentara apelar a su britanidad y se topara con un antiguo camarada resentido contra la Armada, contra el Rey y contra todo lo que signifique su vida pasada.

Y, y también esto me preocupa sobremanera aunque trato de disimularlo, Messervy se encuentra sumido en una atroz melancolía que le impide probar bocado y le lleva a repetir una y otra vez los lamentos sobre su misión fallida y la confianza traicionada del general Wellesley.

Por mi parte trato de mantener mis ideas en orden y me he propuesto hacer un inventario de los hombres y armas de a bordo (que consignaré separadamente) para conocer a cuantos nos enfrentaríamos en caso de refriega y, sobre todo, cuáles serían nuestras posibilidades de salir airosos.

lunes, 15 de abril de 2013

LIBRO IV - Capítulo I



Catorce de Septiembre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

Este que acaba es nuestro octavo día a bordo de lo que, para los efectos, es una prisión.

Después de nuestra entrevista con Barlow nos temimos que acabásemos lanzados por la borda, al menos Messervy y yo que no sabemos nada de las cosas del mar, pero por fortuna no ocurrió nada de eso sino que fuimos convocados a la cabina del capitán.

Se hallaban allí el titular de la misma junto a Pouzada y don Tarsicio. Su actitud obsequiosa resultaba desconcertante pero Partridge, que pese a su juventud mostraba una gran presencia de ánimo, le hizo ver que estábamos retenidos en contra de nuestra voluntad y que era culpable del delito de secuestro.

Por la forma en que el capitán le miró parecía que fuera a matarle allí mismo pero, en vez de eso, replicó con toda calma que estábamos en su barco de forma voluntaria y que, en última instancia, debíamos colaborar en las tareas que se llevaban a cabo a bordo cuanto menos para justificar nuestra manutención. Prosiguió diciendo que, del mismo modo que trabajaríamos, podríamos recibir algún estipendio al final del viaje (esto ofendió enormemente a Partridge aunque se contuvo); y finalizó asegurando que no toleraría ociosos a bordo y que, al igual que nuestros marineros ya realizaban trabajos a bordo, Partridge sería responsable de su buen comportamiento y de él dependería su suerte.

Ignoro cómo me atreví a preguntar pero la curiosidad venció al temor y acerté a cuestionar sobre mi suerte y la de Messervy, habida cuenta de que no somos marinos. Para mi sorpresa, el capitán respondió que no debíamos de preocuparnos pues, llegado el momento, encontraría un trabajo que pudiéramos realizar.

Dando por finalizada la entrevista el capitán nos recomendó que regresáramos a nuestro alojamiento, en alusión a Messervy y a mí, mientras que ordenaba a Partridge que se ocupase de las tareas que le asignara el mulato Pouzada. Aquella humillación la encajó el guardiamarina con gran dignidad pues en honor a la verdad, por más sinceros que fuesen sus sentimientos antiesclavistas, la perspectiva de que él, un hombre blanco, quedase bajo las órdenes de un negro, por más que fuese mulato, debía resultar insoportable.

Aquella jornada acabó con el relato que nos hiciera Partridge de la reunión que mantuvo con nuestros hombres, a instancias del capitán, sobre nuestra situación. Para su asombro, y el nuestro, varios de nuestros tripulantes habían aceptado de buena gana el cambio pues, según decían algunos, la oportunidad de cobrar mucho más arriesgando menos el pellejo no era para dejarla pasar.

Así según Partridge quien, a su vez, fiaba en las informaciones del contramaestre Figgis, George McReady, William Harris y Joaquim Lauro son los que se han unido sin vacilar a los negreros. El boticario Johnson ha sido nombrado ayudante de Möhr, el cirujano, y en cuanto a Brown, Días, Sánchez y Tucker parece que obran a disgusto mas, conociendo que se juegan la vida, ponen empeño en sus obligaciones. El mismo Figgis se desempeña como marinero común y nos ha señalado que los tripulantes son hombres duros sabedores del dinero que se juegan de modo que su lealtad a Fernándes es segura, lo que descartaría intentar promover un motín.

Y, por lo demás, los días transcurren monótonos. Oficiales y tripulación nos siguen mostrando deferencia, como si nuestra presencia no fuese sino una visita de cortesía. Messervy, que se ha convertido en mi única compañía permanente dependiendo de los turnos de trabajo de Partridge, no deja de lamentarse del fracaso de la misión que le encomendara el general Wellesley y mis intentos de hacerle ver que las circunstancias escapaban a su control no le han animado mucho.

He intentado averiguar donde se hallan las armas de a bordo pero prácticamente estoy recluido en mi cabina o a los paseos por la cubierta, de todas formas no creo que sirviera de mucho saberlo. 

No tengo la menor idea de hacia donde nos dirigimos, ni siquiera Partridge lo sabe, excepto que es algún lugar de la costa de África Occidental. A donde quiera que sea, lo cierto es que el Portobelho me aleja cada vez más de España, de mi misión y, quien sabe, si de mi futuro.