Veintiséis de Octubre de
1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho
Barlow y yo empezamos a
lanzar tajos de sable a los cables unidos a los garfios logrando que algunos
hombres que se empeñaban en subir cayeran al agua.
Figgis y Velasco, mientras,
se dedicaron a poner en servicio un cañón giratorio.
Aparentemente habíamos limpiado
de atacantes la cubierta y ahora el grupo dirigido por Fernándes se dedicaba a
disparar con pistolas y mosquetes contra
las lanchas que aún se acercaban. Hombres que regresaban a todo correr de la
factoría se dejaban caer en la cubierta para concederse siquiera unos instantes
de reposo antes de volver a cargar sus armas.
Un grito de Velasco hizo
que Barlow y yo retrocediéramos en el momento en que Figgis aplicaba un
botafuego al oído del cañón. Un fogonazo seguido de un estruendo y de una nube
acre de pólvora se sucedieron con rapidez mas el disparo, que debía haber
barrido la lancha que se aproximaba, tuvo como resultado un coro de ayes y
maldiciones pero no mucho más…
Eran, en efecto, los saquetes
de judías con que se cargaban las pequeñas piezas en previsión de que los
negros se rebelasen durante sus periodos de ejercicio en cubierta. La respuesta
de los de la lancha no se hizo esperar y una descarga de mosquetería nos obligó
a agacharnos.
Allí tumbados vimos cómo
Pepo, un grumetillo de once años, se deslizaba rápido como una ardilla a
nuestro lado portando dos pesados fardos debajo de cada brazo.
Barlow sonrió al crío
mientras alargaba a Figgis uno de los saquetes de metralla que había traído el
chico. Mientras se cargaba la pieza un estruendo procedente del costado opuesto
nos hizo girarnos: dos de las carronadas de aquella banda habían abierto fuego
sobre la factoría.
La inesperada descarga
pareció enardecer a los tripulantes del Portobelho,
varios de los cuales, entre ellos Partridge, se nos unieron.
Fernándes, con una pistola
en la diestra, empezó a ladrar órdenes y enjambres de hombres, esquivando los
cuerpos y resbalando a causa de la sangre que cubría la cubierta, se lanzaron a
trepar por los flechastes, o a los puestos bajo los palos.
Barlow mandó a Velasco a
que tomara un grupo para levar anclas. No íbamos a esperar al alba sino a salir
de allí en aquél mismo momento y el antiguo marino del Rey, tras volver a cargar
él mismo el cañoncito, se lanzó al costado opuesto y, arrebatando un hacha de
abordaje a un cadáver próximo, empezó a descargar golpes a las gruesas amarras
que aseguraban el barco al pantalán.
Pronto fue imitado por varios hombres que,
con hachas y sables, se emplearon con idéntico ardor.
Un nuevo disparo de Figgis
fue ahogado por el estruendo de una, y luego de otra, carronada cuyo fuego de
metralla proyectaba una pantalla entre Barlow y los atacantes que avanzaban
disparando por entre la factoría.
No bien se hubo acabado de soltar la última
maroma, el viento empezó a hinchar las velas y el Portobelho fue moviéndose, lentamente al principio, hacia la boca
del meandro.