domingo, 2 de marzo de 2014

LIBRO IV - Capítulo XIII (III)


Veintiséis de Octubre de 1809 (Anno Domini).A bordo del Portobelho

Mi primera reacción fue llevarme de allí a Messervy pero un seco golpe sobre el maderamen, al que siguieron varios más en rápida sucesión, me obligaron a desatender al capitán pues varios garfios de abordaje se hallaban anclados a la borda.

Grité con todas mis fuerzas al tiempo que una silueta, recortada sobre el rojo producido por las bengalas, apareció súbitamente sobre la regala. No tuve tiempo de aprestar mis armas y el tipo se lanzó sobre mí con un enorme cuchillo en una mano.

No me avergüenza confesar que Messervy, aún herido, perdió la importancia que le concedía pues el instinto de sobrevivir pesó más que ninguna otra cosa. Esquivé el golpe como pude y me incorporé para ver cómo más hombres saltaban a la cubierta.

El del cuchillo me lanzó un tajo que me rozó el antebrazo izquierdo. Retrocedí tanteando en busca del sable mas solamente logré caer sobre el enjaretado. 

Casi pude sentir el calor producido por el aliento de los desgraciados que estaban engrilletados en la cubierta inferior y creí que mi fin había llegado cuando advertí, espantado, que la hoja del sable  se había deslizado, encallándose, por una de las aberturas. Con la energía que produce el miedo, mi diestra se lanzó entonces a una de las pistolas que llevaba embutida en la faja. Puse el cañón en la panza de aquél hombre y disparé; cayó hacia atrás gritando con las manos sujetándose las tripas. No me pasó desapercibido, pues era una condición fundamental en aquella situación, que llevara un trozo de lienzo blanco anudado al brazo izquierdo. Era la señal que portaban nuestros atacantes para reconocerse y evitar que se mataran entre sí.

A esas alturas la cubierta se había convertido en un aquelarre de espadazos, disparos, sangre y gritos. La campana del barco no cesaba de atronar y los gritos de los esclavos ahogaban el estruendo de la lucha. Busqué a Figgis mientras tomaba la otra pistola y el enorme cuchillo con que habían estado a punto de matarme. Pude verle a proa, batiéndose junto a Brown y Días, y me lancé hacia donde estaban.

Busqué lienzos blancos y ataqué con saña. Lancé un tremendo tajo contra la nuca de uno que manejaba un chuzo. Gritó de dolor y se volvió solamente para que hundiera el cuchillo en sus costillas mas el arma, trabada entre los huesos, fue imposible de recuperar y quedó allí mientras el hombre caía de rodillas.

Figgis, que repartía mandobles con un sable y golpes con una cabilla, me vio y se abrió paso hacia donde me encontraba seguido de Brown y de Días que, igualmente, se defendían con sables. En medio de la matanza acertó a decirme que había que aprestar los cañones y conseguir que regresaran los hombres que aún luchaban en la factoría, entre los que debía contarse Partridge y algunos más de los nuestros. Envió a Días al pantalán y, seguidamente, él y Brown, se lanzaron tras de mí para apoyar a Barlow.

El antiguo marino del Rey se batía con la energía de la desesperación pues, aparte de un hombre que junto a él luchaba con idéntica determinación, estaba rodeado por cuatro enemigos. Y habría caído, atravesado por un sablazo, si no hubiese amartillado la pistola que me quedaba y disparado. A la rojiza luz, el cráneo rapado de Barlow se asemejó a una abierta sandía toda vez que un chorro de sangre y sesos se estampó sobre él mientras su oponente caía fulminado. Figgis despachó a dos mientras que Brown se trabó en un mortal abrazo con el quedaba yendo ambos a parar al río.

 La luz de las bengalas se iba extinguiendo y pronto no hubo más que la procedente de los fuegos de la factoría y de la enorme Luna llena que refulgía en un cielo ahora libre de nubes. A medida que hombres del Portobelho regresaban corriendo por el embarcadero y se unían a la lucha en el barco, la ventaja inicial de los atacantes fue disminuyendo. Incluso el capitán Fernándes había organizado una resistencia eficaz en popa de forma que ahora era preciso evitar que siguieran abordándonos.





En compañía de Figgis, Barlow y el marinero que se batía a su lado, un negro enorme que se hacía llamar Velasco, corrimos hacia uno de los cañones giratorios más próximos sorteando los cuerpos, unos exangües y otros que se debatían, que tapizaban la cubierta, y resbalando con la sangre que la cubría. En el ínterin me había hecho con un sable y con una pistola corta de la Marina, que tomé de uno de los muertos, y me dispuse a regresar a la lucha… 

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