lunes, 18 de junio de 2012

LIBRO III - Capítulo VI


Dieciocho de Agosto de 1809 (Anno Domini). Jaraicejo

Los días de descanso están a punto de acabar. Al parecer nuestra partida es inminente y, según se dice, nos dirigiremos al sur con el fin de aprovisionarnos. En opinión del teniente Tarín es más que probable que nuestro destino sea Trujillo, cuna de conquistadores pues vio nacer a Francisco Pizarro, el dominador de Perú, y a Francisco de Orellana, el intrépido aventurero que, según se dice, se batió contra mujeres guerreras mientras exploraba un río de la América Meridional y que, de resultas de tal lance, bautizó como Amazonas.

La perspectiva de la partida parece haber elevado en algo la moral de los hombres pues, a pesar de que nos enfrentamos a jornadas penosas de malos caminos y muy menguadas raciones, la perspectiva de comida digna de tal nombre es un poderoso aliciente para acometer la marcha.

En estos días en que nuestros campamentos y los de los españoles han estado tan próximos hemos podido intercambiar saludos e impresiones con alguno de ellos. Gracias a mi español he podido hacerme entender, cosa que aprecian pues son muy celosos de su lengua y hábitos. El hecho de ser católico ha causado muy buena impresión con cuantos he tratado, y no poco desconcierto también, pues muchos nos juzgan a todos como ingleses y, por tanto, herejes.

 Mas esta mañana he recibido una sorpresa, no más agradable por completamente inesperada, mientras daba el habitual paseo matutino a lomos de Arrow que realizo para que el animal mantenga sus condiciones y, también y no menos importante, para disfrutar del paisaje que nos rodea pues, aunque cruel para ser transitado, es realmente hermoso.

Y encontrándome algo más al norte de Deleitosa, y mientras pasaba por entre ceñudos y soñolientos centinelas españoles, oí un grito que me hizo estremecer:

-Dia duit ar maidin[1]

Frené a Arrow y dirigí la mirada al lugar desde donde procedía la voz. Pude ver dos figuras que se acercaban a donde me encontraba, vestían casaca color azul cielo con pechera amarilla y calzón blanco aunque la suciedad, no mayor que la mía propia, plagaba el favorecedor conjunto de lampas, testimonio de que tampoco para ellos ha habido ocasión de que les laven el uniforme.
Sorprendido aún atiné a responder:

-Dia is Muire duit[2]

Los dos se miraron y echaron a reír al tiempo que el más alto de los dos me decía en un inglés con marcado acento:

-Estás muy lejos de Erin, amigo

A lo que yo respondí en español:

-No más que ustedes dos, señores

Nuevamente estallaron en carcajadas y se acercaron más, lo que me permitió ver que llevaban las divisas de teniente y, en los cuellos de la casaca, la tan familiar y querida arpa céltica sobre un campo azul y rematado por una corona.

Desmonté y me descubrí inclinándome mientras me presentaba a lo que ellos, ceremoniosamente, correspondieron. Se llamaban Carlos Oleary y Patricio Jara, tenientes del primer batallón del regimiento Irlanda de Su Majestad Católica, y sin esperar respuesta a su pregunta acerca de si había desayunado me llevaron con ellos hacia su cercano campamento. Creo que nunca olvidaré el recibimiento de que fui objeto pues las muestras de simpatía no hicieron sino acrecentarse cuando, al referir que procedía de Tipperary, varios de los allí reunidos gritaron con alborozo que esa era la tierra de sus mayores.

Sin darme tiempo a dar las gracias alguien había puesto en mi mano una taza de metal llena de un líquido que olía a café, aunque su color fuese desvaído, a la par que el teniente Oleary me acercaba una rebanada de pan de hogaza, ensartada en una bayoneta, y me indicaba que la calentara al fuego.
Hice lo que me dijo y, después de retirarla, la roció con un líquido espeso de color dorado que guardaba en una lata. A continuación me dijo, simplemente, que comiera.

Pocas veces me ha sorprendido tan agradablemente la pitanza pues no soy comedor en exceso pero, después de muchos días de no consumir más que nuestras galletas duras y enmohecidas, aquel trozo de pan tostado  cubierto de ese aceite de oliva cuyo uso es tan común en los países del sur del Continente me supo como debió saberles el maná a los israelitas que vagaban por el desierto.

Después de despachar aquél desayuno tan sencillo como delicioso, departí un rato con aquellos hombres, descendientes todos ellos de los Gansos Salvajes, los irlandeses que habían abandonado su hogar, expulsados por los ingleses, para servir a reyes extranjeros. La mayoría no hablaba inglés y pocos aún lo hacían en gaélico. Me sorprendió que hubieran españolizado sus apellidos aunque imagino que la fuerza de la costumbre y la propia habla hispana han hecho su parte.

Así, el teniente Oleary me relató que su abuelo Cormack O’Leary había luchado en las filas jacobitas contra los soldados del rey inglés en Culloden y el teniente Jara (O’Hara) era hijo de uno de los oficiales a los que el rey Carlos III felicitó personalmente por su participación en la toma de Argel.

  Yo, a mi vez, les relaté someramente las cuitas de mi padre y las aún escasas mías. Hubo murmullos de admiración pues sabían del descalabro que habíamos sufrido en Casa de Salinas, murmullos que se acrecentaron cuando comenté que la compañía ligera del II/87 se había visto reducida a cincuenta y un hombres, oficiales incluidos.

Llegado el momento de las despedidas, el teniente Oleary me obsequió con una de las insignias de cuello del Irlanda, un regimiento-dijo-famoso por su gallardía y que, desde 1710, ha paseado con honor el nombre de nuestra tierra por cuantos campos ha entrado en liza.

Guardo con cariño esa pequeña placa con el arpa y la corona y, en honor a la verdad, no sería honesto si no consignara que lágrimas de legítima emoción brotaron de mis ojos mientras cabalgaba hacia Jaraicejo, feliz por haber encontrado a estos descendientes de la vieja Erin y llevando en mis oídos su grito de adiós:
-Slán go fóill[3]   

 



[1] En gaélico Buenos Días
[2] En gaélico fórmula de réplica de Buenos Días

[3] En gaélico Adiós por ahora o Hasta pronto

domingo, 10 de junio de 2012

LIBRO III - Capítulo V



Quince de Agosto de 1809 (Anno Domini). Jaraicejo

El ejército español se nos ha unido después de su desgraciada acción de Puente del Arzobispo que, no obstante, sirvió para retrasar el avance enemigo sobre nuestra retaguardia.

 Parece ser que el revés, junto con el peso de sus obligaciones, han provocado una parálisis al general Cuesta, el comandante en jefe español, de tal suerte que ha sido sustituido por el teniente general Francisco de Eguía.

Así, los españoles se han desplegado entre Mesas de Ibor y las cercanías de Deleitosa, donde se encuentra el puesto de mando del general Wellesley, mientras que nosotros lo hemos hecho desde allí y hacia Miravete y Jaraicejo, a uno y otro lado del Camino Real, de forma que estamos en disposición de repeler cualquier intento enemigo de atravesar el Tajo.

La comida es cada vez más escasa. No podemos contar con los suministros que nuestros intendentes contrataran en Plasencia pues la plaza está en poder enemigo y solamente pensar en nuestros depósitos de Abrantes, tan bien surtidos pero, igualmente, tan lejanos, nos llena de amargura a la vez que de desaliento.

 Los paisanos se acercan a los campamentos a vender vino y vituallas y se han producido algunos incidentes en tanto que se ha acusado a varios hombres del I/88 de robar a unos vecinos de Miravete. Este hecho desafortunado ha obligado a establecer piquetes de hombres armados que vigilen el transcurso las transacciones que, por otra parte, se llevarán a cabo en los límites de los campamentos.

Las órdenes sobre el pillaje son estrictas y dudo que ningún hombre se arriesgue a ser ahorcado sobre el terreno aunque bien es cierto que el hambre es un poderoso impulsor para incurrir en el delito. A ello debemos sumara el problema de las deserciones. Esta misma mañana fueron ahorcados dos soldados del 97 que se habían ocultado en la ermita de la Virgen de los Hitos.

Fue un triste asunto todo él por cuanto los dos infelices fueron delatados por unos rufianes de la vecindad que reclamaron recompensa. Al parecer el propio general Hon. Alexander Campbell, jefe de la división a la que pertenece el 97, en su lecho, pues resultó herido en Talavera, hizo llevar a su presencia a los delatores y les soltó treinta chelines de su propia bolsa al tiempo que, entre maldiciones, los mandaba expulsar de allí pues la recompensa, aunque legítima, era indigna en tanto que los reclamantes eran sujetos de dudosa moral que no solamente no sostenían la defensa de su patria frente al invasor sino que, para mayor oprobio, vendían sin escrúpulos a soldados venidos de país extranjero a hacer lo que ellos deploraban y que se habían probado en combate.

Se envió un destacamento del 4º de Dragones al mando de un capitán, católico como el resto del mismo, para evitar que el párroco y los feligreses que pudieran hallarse en la ermita se sintieran agraviados por la irrupción en la misma de protestantes (que aquí siguen llamando herejes y que muchos naturales consideran peores aún que los franceses).
El asunto se resolvió con bastante limpieza, dadas las circunstancias, pues no hubo necesidad de violencia y los desertores se entregaron sabedores de que nada podía hacerse ya. Se les formó corte marcial apenas si hubieron llegado al campo y el veredicto fue dictado en escasa media hora: morir en la horca al amanecer.

Fue un penoso espectáculo asistir a la ejecución, tanto más cuanto los dos hombres se habían batido con valor, al igual que toda su brigada, frente a los aguerridos holandeses y alemanes del general Leval. Y, a pesar de lo ignominioso de una muerte por ahorcamiento, los condenados se condujeron con una dignidad que sorprendió a más de un oficial aunque, a decir de algún veterano soldado, se liberaban así del hambre y de las privaciones que, solo Dios sabe, cuanto nos quedan por padecer a quienes seguimos en nuestro puesto.