miércoles, 28 de diciembre de 2011

EL 53 DE INFANTERÍA



Creado originalmente como 55 de Infantería (de un único batallón) en 1755, dos años después fue renumerado como 53 de Infantería.

Estacionado en Gibraltar entre 1756 y 1768, sirvió alternativamente durante estos años como tropas de infantería de marina. Trasladado a Norteamérica, vio su primera acción en el sitio de Quebec (1776) y, desde ahí, participó en buen número de acciones tanto como batallón al completo como por parte de destacamentos del mismo, incluyendo Trois-Rivières (1776)  y Saratoga (1777).

Repatriado a Gran Bretaña en 1787, en 1793 combatió en Flandes antes de ser destinado a las Indias Occidentales el mismo año, actuando en el ataque a Santa Lucía.

En 1803 se creó un segundo batallón y, dos años después, el primer batallón fue destinado a la India. El segundo combatiría en la Península, donde se distinguió en Talavera, Salamanca y Vitoria, asimismo participó en la campaña de Francia de 1813-1814.

Acabadas las guerras napoleónicas, el segundo batallón fue disuelto en 1817 mientras que el primero se distinguía en la Tercera Guerra Marattha (1817-1818).

Vuelto de la India en 1823, estaría estacionado varios años en puestos tales como Gibraltar, Malta, las Islas Jónicas e Irlanda.

De nuevo en la India en 1844 participó en las Guerras Sikhs (en acciones tan renombradas como Aliwal y Sobraón) aunque su momento de mayor gloria tendría lugar durante el Gran Motín (1857-1859) con un historial extensísimo que incluye el primer relevo de Lucknow y Cawnpore.

Volvió a sus tareas de guarnición habituales en 1860 y en 1881 fue renombrado Regimiento de Infantería Ligera (de Shropshire) del Rey.

lunes, 26 de diciembre de 2011

LIBRO II - Capítulo 35-2



Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XXXV) 2ª

Seis de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. En algún lugar de Extremadura
...por puro instinto desmonté, aunque tuve la providencia de tomar una de mis pistolas, y tras desenvainar el sable lo clavé en tierra atando en la empuñadura las bridas de Arrow.

En el ínterin mi pequeña escuadra se había desplegado en perfecta formación de escaramuceo, esto es, rodilla en tierra aprovechando cualquier accidente del terreno como cobertura y, con los mosquetes cargados y a punto, aguardaba mis órdenes.

Un pesado silencio se apoderó de aquél lugar, un silencio apenas interrumpido por los rebufos de Arrow. Recorrí la pequeña distancia que me separaba del sargento O’Brien mientras discurría sobre las opciones que se me presentaban, a la sazón solo se me ocurrieron dos: forzar a quien quiera que nos hubiera disparado a deponer su actitud y entregarse o, como contrapartida, asaltar la alquería aún arriesgándome a que sus moradores, a quienes presumía retenidos en su interior, sufrieran durante la refriega.

Absorto en mis cavilaciones confieso que fue un alivio que el sargento me pidiera permiso para parlamentar. Supongo que ni a él ni a ninguno de mis hombres le apetecía lo más mínimo caer en una escaramuza con desertores y, en lo que a mi concierne, tampoco me seducía la posibilidad de dejar este Mundo antes de probarme en el campo de batalla (excluyendo mi incidente con Emil Saiffer y sus falsos prisioneros). Así pues le autoricé y O’Brien se puso a ello lanzando preguntas entremezcladas con mensajes tranquilizadores y palabras amistosas.

Durante varios minutos se entabló un diálogo  en el curso del cual pudimos averiguar que en la casa había al menos tres hombres, que pertenecían al II/53, los brickdusts[1], de la Cuarta División, que ya antes de nuestra aparición había estallado una trifulca entre ellos y que el disparo efectuado contra nosotros encrespó aún más sus ánimos.

Dejé hacer a O’Brien y me deslicé hacia donde se encontraba el soldado O’Sullivan y le ordené que se arrastrase y ocupase una posición tras un árbol que quedaba a la derecha de la casa. Seguidamente me acerqué a Andrew Mahoney y le mandé situarse en una pequeña depresión en el lado izquierdo; quería estar seguro de que, en caso de tener que combatir, tendría el control del objetivo.

Me disponía a regresar junto a O’Brien cuando oí un furioso alarido y pude ver como un hombre salía de la casa a todo correr; casi de inmediato un disparo le alcanzó en la espalda y cayó de bruces.

 Casi sin darme cuenta el sargento O’Brien pasó corriendo a mi lado mientras gritaba “adelante” a los hombres que aún mantenían sus posiciones iniciales, esto es, Clougerthy, Maguire, Bombay Jim y Branaugh.

Instintivamente me incorporé y corrí tras ellos. Una confusión de gritos, maldiciones y un par de disparos estalló segundos antes de que yo mismo cruzase el umbral. En el interior de la alquería mis hombres se habían adueñado de la situación: uno de los desertores estaba de pie con los brazos en alto mientras que Bombay Jim asistía a otro que había recibido un disparo en la pierna izquierda. En un extremo de la estancia, que hacía tanto de salón como de cocina, yacía el cuerpo sin vida de un hombre vestido con la casaca del 53. La escena era bastante desagradable pero no era nada en comparación con la terrible visión que anunció el soldado Maguire en una estancia que hacía las veces de dormitorio:

 Sobre un mísero jergón yacían una mujer de edad, una muchacha de no más de veinte años y dos criaturas que no sumaban ni tres años entre las dos; todas estaban muertas: las mujeres degolladas, la más joven con aspecto de haber sido ultrajada; a los niños les habían destrozado la cabeza con la culata del mosquete. Nunca había visto nada parecido y una terrible congoja se enseñoreó de mi alma hasta el punto que hube de salir de la casa y permitirme un instante de liberación en forma de incontenible llanto.

Después de enterrar a los muertos, tanto a los paisanos como a los dos soldados, nos pusimos en marcha hacia el campamento. Durante la misma conocimos los detalles del terrible suceso:

Peter Barker, Samuel Smith, William Simms y Joseph Carruthers pertenecían a la primera compañía del II/53 y habían escapado en compañía de cinco hombres más (no dijeron de qué unidad). Su idea era regresar a Portugal y, una vez allí, reunir el dinero suficiente para embarcar hacia América. Durante la fuga el grupo se rompió y ellos fueron a parar a la alquería. Carruthers, su líder para los efectos, exigió que les dieran todo cuanto hubiera de valor, amén de comida y bebida. Hastiado de vino se dedicó a continuación a acosar a la muchacha; ante las protestas de Smith no vaciló en matarle y obligó a los otros a salir hasta que hubiera acabado. Al parecer, según relató Barker, la resistencia de la joven y de la anciana y los gritos de las criaturas enfurecieron a Carruthers hasta el punto de matarlos a todos.

Algún tiempo después, cuando mi escuadra llegó al lugar Carruthers fue quien disparó pero, como Barker y Simms no estuvieran dispuestos a secundarle, trató de escapar recibiendo un disparo fatal por parte de este último. Luego, al entrar mis hombres en la casa el mosquete de Barker se disparó accidentalmente de forma que el sargento O’Brien disparó a su vez hiriendo a Simms.

Tanto Simms, que hizo el viaje hasta el campamento a lomos de Arrow, como Barker eran hombres corrientes, honrados hasta donde podían serlo y temerosos de Dios. No dejaron de lamentar la muerte de aquella familia y de arrepentirse por haber desertado y seguido a Carruthers. Inclusive admitieron que Smith había sido mejor hombre que ellos porque había tratado de oponerse a su cruel compañero.
Mientras les oía pensaba en lo infinitamente inescrutable que es el Alma de los hombres, capaz de los más excelsos sacrificios y también de las más viles atrocidades.

Llegados al campamento supimos que habían sido capturados otros siete hombres y que se había constituido un tribunal militar que juzgaría a los reos en la mañana del día seis.

No hace falta decir que, dadas las circunstancias, el tribunal fue riguroso en extremo como lo atestiguan las penas: cuatro hombres condenados a recibir quinientos latigazos por cabeza; otros tres trasladados a las terribles Islas de la Fiebre[2] y dos penas de muerte: una para Simms, cuya pierna herida no detendrá al verdugo, y otra para Barker aunque juraran que no habían tenido nada que ver con el horrible crimen.


[1] Literalmente los del polvo de ladrillo a causa de las vueltas rojas de la casaca
[2] Las Indias Occidentales

martes, 20 de diciembre de 2011

LIBRO II - Capítulo 35-1

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XXXV) 1ª

Seis de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. En algún lugar de Extremadura
Nos dirigimos hacia una población llamada Plasencia. Parece ser que una vez allí se dará un descanso a los hombres y se nos unirá un ejército español. Ni que decir tiene que ambas nuevas, sean o no confirmadas, han elevado sobremanera el ánimo de la tropa, muy quebrado por el terrible calor y la falta de raciones que, según nos informaron, debían proveernos nuestros aliados españoles.
Lástima que esas alentadoras noticias no se hubieran difundido dos días antes pues podría haberse ahorrado la vida de varios hombres buenos. Debo admitir que lo que voy a relatar a continuación es algo de lo que jamás hubiera querido escribir una sola línea y mucho menos ser partícipe pero, gracias al Señor, mi buen padre me previno sobre esta contingencia y gracias a sus impagables consejos he podido cumplir con mi deber. No ha sido fácil, empero, y solamente el consuelo que me ha proporcionado el padre Fennessy me ha permitido tomar fuerzas para plasmar en este diario cuanto ha acontecido en estas últimas jornadas.
Al amanecer del pasado día cuatro, cuando los suboficiales pasaban lista, se descubrió que faltaban dieciocho hombres, seis de los cuales formaban parte de la Tercera División (aunque, por fortuna, ninguno del II/87). Inmediatamente se impartieron órdenes de capturar a los desertores y se despacharon partidas de rastreo en su busca.
Pese a que habitualmente este tipo de misiones se reserva al Cuerpo Preboste o, aún, a la Caballería de la Legión Alemana del Rey, las particularísimas necesidades disciplinarias que impone un ejército en marcha obligó a que oficiales y tropa de infantería se empeñaran en el  ingrato menester de buscar a unos hombres para enviarlos a la horca.
Así pues, auxiliado por el sargento Thomas O’Brien, tomé el mando de una escuadra formada por los soldados Andrew Mahoney, David Clougherty, Archibald Maguire, James Peter O’Connor, Richard O’Sullivan y Desmond Branaugh. Se me ordenó cubrir una zona de campos de cultivo en las afueras de Zarza la Mayor donde había profusión de viviendas de los arrendatarios de las tierras y, por tanto, lugares obvios donde los fugitivos pudieran buscar refugio.
Durante la mayor parte de aquél infausto día recorrimos aquellos contornos registrando tanto los edificios de uso comunal (establos, aljibes…) como las viviendas particulares. El calor se hacía cada vez más insoportable y aquí no puedo menos que alabar la resistencia del soldado James Peter O’Connor, apodado por sus camaradas Bombay Jim debido a un prolongado servicio en la India en los regimientos de John Company[1]. Querría saber si habrá conocido a mi hermano Angus pero los prejuicios de la cadena de mando han superado a mi curiosidad por lo que me he abstenido de preguntarle. Es, sin duda un soldado de pies a cabeza: estoico, callado y  disciplinado y no entiendo cómo no luce los galones de sargento. Supongo que puede deberse a una de tantas injusticias que jalonan una vida dedicada al Ejército. He oído muchas historias al respecto y eso me basta para conjeturar sobre la situación de este hombre. 
Respecto a nuestra tarea de buscar a los desertores ya consigné que hubimos de afanarnos en registrar cualquier edificio. En este último caso debíamos contar con el permiso de sus moradores y aquí pude constatar lo que ya había consignado sobre la actitud de las gentes, en este caso en lo que concierne a la guerra y a nosotros mismos.
Gracias a que mi conocimiento del español es lo bastante consistente pude hacerme entender casi sin dificultad con los lugareños. Invariablemente había de toparme con los mismos tipos: mujeres y niños y hombres ya  de edad. Los hombres jóvenes, que aquí llaman mozos, brillaban por su ausencia y no es difícil asociar esta a las levas impuestas por las Juntas españolas o por el rey francés o, más posiblemente, a que se hayan ocultado o huido para evitar este último fin. Debo confesar que la visión de mujeres quebradas por el duro trabajo en los campos y por el cuidado de mesnadas de criaturas me resultó terrible. La miseria era patente allá donde nos acercábamos y no hubo ningún caso en el que alguna pequeña  mano no se extendiera pidiendo dinero.
Y estamos en una tierra rica, donde crece el trigo, el ganado pace y donde la guerra no ha extendido su manto de destrucción. Una tierra que, sin embargo, no pertenece a quienes la trabajan de sol a sol. Me parece extraño aunque no es muy diferente de Irlanda y, de hecho, he podido oír cómo mis hombres hablaban entre ellos sobre cuanto se parecía lo que estaban viendo a su propia vida allá en el hogar.
 Nunca había reparado en ello pero los aparceros de Talling Manor no son muy distintos de los de aquí, no en el sentido de que no son dueños de nada y solamente el hecho de que mi padre sea un hombre justo, que les permite quedarse con lo necesario para que vistan con decencia y coman con holganza, les libra de la triste condición de quienes habitan estos pagos.
   He de decir, asimismo, que nadie puso impedimento a que registráramos sus pobres viviendas. Tal vez por miedo a los soldados o por pura y simple resignación ante los poderosos.
Y así transcurrió el día. Caía ya la tarde y nos acercábamos a una alquería con la intención de pedir a sus moradores que nos permitiesen vivaquear al abrigo de la misma cuando un disparo procedente de la misma nos obligó a aprestar nuestras armas y desplegarnos dispuestos a responder al fuego…

                                                                             ©Fernando J. Suárez


[1] Nombre popular por el que se conoce a la Honorable Compañía de las Indias Orientales

viernes, 16 de diciembre de 2011

LIBRO II - Capítulo 34



Tres de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. Zarza la Mayor

Por fin hemos llegado a España.

Hoy, al caer la tarde, el 87 Irlandés pasó con sus banderas desplegadas por la calle principal (en España la llaman calle mayor) y no puedo decir que la población se mostrara eufórica.

 Si bien algunas gentes nos han vitoreado, e incluso han ofrecido a los hombres pan, tabaco y vino, no es menos cierto que abundaban los rostros ceñudos y las expresiones de disgusto.

Es la misma sensación que hube de experimentar cuando desembarqué en Lisboa. Siempre hay gente que no quiere sufrir molestias en su quehacer diario, y les importa poco quien ciña la corona de su país. Además, y esto es evidente, la guerra no ha pasado por aquí aún por lo que nuestra presencia no supone un buen augurio.

Esta villa, tan cercana a Portugal, fue arrasada al comenzar la pasada centuria por sus vecinos por lo que el general Wellesley ha adoptado la providencia de que nuestros auxiliares lusos no desfilen por la población, relegándolos al tren de bagajes y confiados a la escolta de la caballería de la Legión Alemana del Rey. Puede que aquí se odie a los franceses pero los portugueses no gustan en absoluto así que solamente cabe alabar el buen juicio de un general que ha de pensar más como aliado que como británico.

 Se advierte desconfianza en las miradas, no es para menos pues a estas gentes les han inculcado que Gran Bretaña ha sido siempre la gran enemiga de España en lo militar y en lo religioso. Supongo que sería inútil tratar de hacerles entender que muchos somos irlandeses y tan católicos como ellos. Por lo que puedo oír, pues mi capacidad de hablar y comprender el español es excelente (según el ayudante Tarín) no hacen distinciones entre nosotros, los ingleses, los escoceses y los galeses, no digamos ya los alemanes que marchan a nuestro lado. Para estos lugareños somos todos ingleses y herejes lo que no hace mucho a favor de la confraternización

Sin embargo no todo el mundo se muestra tan frío. Mesnadas de chiquillos han recorrido las filas arriba y abajo gritando y gesticulando al paso de las tropas. Creo que cualquier lugar del Mundo la reacción de los niños es la misma al paso de un desfile. Incluso allá en Irlanda las tropas del Rey han atraído siempre a los críos, aunque fueran vástagos de los Irlandeses Unidos.

Me ha impresionado la mole del castillo de Peñafiel, que domina la zona donde nos hallamos. No puedo olvidar que hace varios siglos esta era tierra fronteriza entre la Cristiandad y el Islam y este castillo, regentado por los Caballeros de Alcántara, era uno de los puestos de avanzada en la larga lucha de los españoles por liberar su patria. Parece que el Destino quiere que estos pagos vuelvan a ser la frontera que separa a dos contendientes, esta vez Gran Bretaña y Francia.

Ahora, a la luz de las hogueras, y saboreando un vaso de vino de la tierra y un cigarro, obsequios ambos de aquellos que nos ven como libertadores, no puedo dejar de pensar en los gritos de las criaturas que corrían alborozadas a nuestro paso:

¡Madre, Madre!
¡Mire, Madre!
¡Los ingleses no tienen rabo!
                                                               ©Fernando J. Suárez

martes, 13 de diciembre de 2011

LIBRO II - Capítulo 33



Uno de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. Castelo Branco

Parece ser que solamente unas treinta cinco millas es la distancia que nos separa de la frontera española.

Castelo Branco es una de esas poblaciones que, aparentemente, son tan típicas de este país. Una villa, relativamente pequeña, coronada por una poderosa fortaleza en las alturas que la dominan es el testimonio de que en unos tiempos en los que los reyes de la Cristiandad iban a restaurar la Cruz en los Santos Lugares aquí, en Portugal y España, se luchaba para expulsar a los mismos que hollaban la Tierra de Cristo.

Varios siglos han transcurrido desde entonces pero este recuerdo a los heroicos tiempos de antaño me ha hecho recordar la leyenda de los Caballeros de Jerpoint, que regresaron de Tierra Santa con los restos de San Nicolás y que depositaron en suelo sagrado en Kilkenny.

Se que no deba dejarme influir por fantasías pero siento como si una fuerza misteriosa impulsara a este Ejército a cumplir con un deber sagrado. Si en otro tiempo se hizo la guerra contra los infieles en nombre de Dios hoy nos enfrentamos a otros infieles que han quemado sus templos y asesinado a sus ministros. Creo que la sola idea de formar parte de una moderna cruzada me ayuda a sobrellevar los rigores de la marcha.

Hace mucho calor tanto que muchos soldados, sobre todos los de reciente incorporación, sufren desvanecimientos y aún de fiebres, por no hablar del terrible estado de sus pies. No son pocos los que relegan sus botas de marcha a las valijas a favor del calzado ligero local, que adquieren de los lugareños por unos pocos peniques.

 De hecho se ha establecido un sólido sistema comercial a lo largo de nuestra ruta: comida, tabaco, calzado y un sinfín de mercancías cambian de manos. El hecho de que los vivanderos que nos surtían se hayan quedado en Abrantes o hayan regresado a Lisboa, pues no suelen acompañar a las tropas cuando existe la certeza de que marchan a una campaña, ha obligado a buscar otras vías de aprovisionamiento y los campesinos portugueses, a lo que parece, no desaprovechan la ocasión de hacer negocio.  Yo mismo me he hecho con un sombrero ancho y ligero de paja trenzada, mucho más práctico para combatir al inclemente Helios que parece aliado de los franceses en nuestra búsqueda de la batalla. Solamente espero que Marte se ponga de nuestro lado cuando llegue el momento.

Nunca hubiera creído, si no lo hubiese visto con mis propios ojos, la enorme carga de trabajo que se abate sobre los galenos del batallón durante las marchas. Tanto el cirujano capitán Quinn como sus ayudantes Tarín y O’Rourke han de tratar una docena de casos al día, sobre todo acaloramientos y lesiones de todo tipo en los pies.

Siento una profunda vergüenza por haberme quejado de que me dolieran las posaderas por permanecer mucho rato sobre mi montura, sobre todo al ver cómo los hombres envuelven en trapos sus pies llagados y ensangrentados para poder caminar otro día, y otro y el siguiente. Y, y por Dios que está en el Cielo que es verdad, se les podrá oír maldecir y jurar, pero nunca se les oirá una sola queja. Tal es el ánimo de nuestros soldados de casaca roja, un espíritu excelente y una elevada moral, cualidades que se resumen en un chascarrillo que oí de labios del sargento Redding:
        
         Marcha, soldado
        Avanza, Lucha,
        Sin desmayo,
        Con bravura.
        Y si caes,
        Muerto sobre la tierra,
        Que pida tu viuda cuentas
        Al Rey de Inglaterra    

                                                                  (C)Fernando J. Suárez  

sábado, 10 de diciembre de 2011

GARRY OWEN




Uno de los himnos de batalla más populares de toda la Historia Militar es, sin duda, Garry Owen.

Su origen, al parecer, se remonta a una canción de taberna muy popular en Limerick pues Owen’s Garden (Garryowen) es un suburbio de dicho condado. Aparentemente los reclutas originarios de Limerick popularizaron la tonada en el Ejército Británico. De hecho, durante las Guerras Napoleónicas, era una de las canciones de marcha de dos regimientos irlandeses: el 83 y el 89 de Infantería.

Incluso durante la defensa de Tarifa (diciembre de 1811), la banda del II/87 Irlandés atacó los animados sones de la popular tonada mientras la tropa de combate rechazaba los asaltos de los granaderos franceses.

Garry Owen traspasó fronteras pues, tras hacerse muy popular gracias a los observadores extranjeros presentes en la Guerra de Crimea (1853-1856). Fue adoptada por diversas unidades durante la Guerra Civil Norteamericana (1861-1865) pero su paso a la inmortalidad se debe a cuando, en 1867, fue adoptado como himno del Séptimo Regimiento de Caballería de los Estados Unidos (con letra adaptada). 


Era la marcha favorita del teniente coronel (mayor general interino) George Armstrong Custer (1839-1876) y, dice la leyenda, fue entonada durante el combate final de Little Big Horn (25/26-06-1876)

"Garry Owen"

Let Bacchus's sons be not dismayed,
but join with me each jovial blade,
come booze and sing and lend your aid,
to help me with the chorus:
"Chorus"
Instead of spa we'll drink down ale
and pay the reckoning on the nail,
for debt no man shall go to jail
from Garry Owen in glory

We are the boys who take delight
in smashing Limerick lamps at night,
and through the street like sportsters fight,
tearing all before us. (Chorus)

We'll break windows, we'll break doors,
the watch knock down by threes and fours,
then let the doctors work their cures,
and tinker up our bruises. (Chorus)

We'll beat the bailiffs out of fun,
we'll make the mayor and sheriffs run,
we are the boys no man dare dun,
if he regards a whole skin. (Chorus)

Our hearts so stout have got us fame,
for soon 'tis known from whence we came,
where're we go they dread the name,
of Garry Owen in glory. (Chorus)
                                                       http://youtu.be/w3aMRPz7Jlo

LIBRO II- Capítulo 32



Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XXXII)




Veintinueve de Junio del Año de Nuestro Señor de 1809. En ruta hacia España


      Este que acaba ha sido nuestro segundo día de marcha.
      
Resulta un espectáculo impresionante ver cómo veinte mil hombres se desplazan. Estoy seguro de que si fuera posible elevarse hacia el cielo solamente se vería desde allí una vasta masa de polvo que cubriría a hombres, caballos, armones y cañones, tren de bagaje y, en definitiva, todo cuanto se mueve bajo el tórrido sol de la Península.
      
      Hace mucho calor aunque a decir de nuestros guías portugueses no es demasiado, aún. No me gusta el calor así que ese comentario me ha producido no poca inquietud y me ha hecho recordar las cartas de mi hermano Angus donde relataba la terrible experiencia de tener que combatir a temperaturas superiores a los 100 grados[1].
      
      En estos dos días hemos recorrido unas veinticinco millas. No es una gran distancia pero dada la magnitud de nuestra fuerza está más que compensada. Resulta indescriptible ver cómo los regimientos marchan uno tras otro. La caballería, lógicamente, va en vanguardia mientras que la marcha la cierran el tren de artillería y el de bagajes. Y es la gloriosa infantería de casaca roja la que ocupa la mayor parte de la carretera.


      Los estandartes van alojados en sus fundas de hule aunque el general Wellesley ha ordenado que se desplieguen cuando nos hallemos cerca de alguna localidad o si nos aproximamos a alguna concentración de paisanos portugueses que sale a nuestro paso con la intención de vitorearnos o, y no faltarán de estos estoy convencido, de ver cómo marchamos hacia la derrota.

Asimismo las bandas lanzan al aire los sones de nuestras canciones de marcha, más para impresionar y enardecer a nuestros aliados portugueses que para estimular el brío de la tropa. Muchas veces hoy se han oído Garryowen, The British Grenadiers y Highland Laddie , amén de otras muchas, arrancando aplausos y vivas de los portugueses que se arremolinan a nuestro paso, las más de las veces para escamotear comida del tren de bagajes o mendigar algo de las magras raciones de los soldados.


Debo confesar que la marcha me está resultando agotadora, y ello a pesar de que la hago a lomos de Arrow. Las posaderas me duelen terriblemente, tanto que hecho algunas millas a pie. He podido constatar que al soldado corriente le desagradan ciertas actitudes en los oficiales y, al parecer, una de ellas es ver a uno de nosotros caminando como ellos. Tal ha sido la confidencia que me ha hecho el sargento Redding, que ha marchado un trecho a mi lado.


Ya ayer hube dormir boca abajo y hoy habrá de ser lo mismo. Por más que me he procurado un cojín, que amortigüe siquiera someramente la dureza de la silla, estoy convencido de habrán de pasar varios días hasta que me habitúe. Aún así debo considerarme dichoso pues nada de mis padecimientos puede compararse con los del soldado común. He podido contemplar con mis propios ojos pies cubiertos de ampollas o desgarrados y ello solamente tras dos días de marcha. Dicen los veteranos que lo peor son las primeras mil millas y que después ya es pura rutina. Cuesta creerlo pero al ver a los que llevan años bajo las banderas no puedo menos que darle todo el crédito que merece.


Todas las noches procuro dedicar unos momentos a Don Quijote y, viendo hacia donde nos dirigimos y contra qué vamos a enfrentarnos, no sabría decir si el loco era él o lo somos nosotros.  

                                       ©Fernando J. Suárez  


[1] Fahrenheit