Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XXXII)
Veintinueve de Junio del Año de Nuestro Señor de 1809. En ruta hacia España
Veintinueve de Junio del Año de Nuestro Señor de 1809. En ruta hacia España
Este que acaba ha sido nuestro segundo día de marcha.
Resulta un espectáculo impresionante ver cómo veinte mil hombres se desplazan. Estoy seguro de que si fuera posible elevarse hacia el cielo solamente se vería desde allí una vasta masa de polvo que cubriría a hombres, caballos, armones y cañones, tren de bagaje y, en definitiva, todo cuanto se mueve bajo el tórrido sol de la Península.
Hace mucho calor aunque a decir de nuestros guías portugueses no es demasiado, aún. No me gusta el calor así que ese comentario me ha producido no poca inquietud y me ha hecho recordar las cartas de mi hermano Angus donde relataba la terrible experiencia de tener que combatir a temperaturas superiores a los 100 grados[1].
En estos dos días hemos recorrido unas veinticinco millas. No es una gran distancia pero dada la magnitud de nuestra fuerza está más que compensada. Resulta indescriptible ver cómo los regimientos marchan uno tras otro. La caballería, lógicamente, va en vanguardia mientras que la marcha la cierran el tren de artillería y el de bagajes. Y es la gloriosa infantería de casaca roja la que ocupa la mayor parte de la carretera.
Los estandartes van alojados en sus fundas de hule aunque el general Wellesley ha ordenado que se desplieguen cuando nos hallemos cerca de alguna localidad o si nos aproximamos a alguna concentración de paisanos portugueses que sale a nuestro paso con la intención de vitorearnos o, y no faltarán de estos estoy convencido, de ver cómo marchamos hacia la derrota.
Asimismo las bandas lanzan al aire los sones de nuestras canciones de marcha, más para impresionar y enardecer a nuestros aliados portugueses que para estimular el brío de la tropa. Muchas veces hoy se han oído Garryowen, The British Grenadiers y Highland Laddie , amén de otras muchas, arrancando aplausos y vivas de los portugueses que se arremolinan a nuestro paso, las más de las veces para escamotear comida del tren de bagajes o mendigar algo de las magras raciones de los soldados.
Debo confesar que la marcha me está resultando agotadora, y ello a pesar de que la hago a lomos de Arrow. Las posaderas me duelen terriblemente, tanto que hecho algunas millas a pie. He podido constatar que al soldado corriente le desagradan ciertas actitudes en los oficiales y, al parecer, una de ellas es ver a uno de nosotros caminando como ellos. Tal ha sido la confidencia que me ha hecho el sargento Redding, que ha marchado un trecho a mi lado.
Ya ayer hube dormir boca abajo y hoy habrá de ser lo mismo. Por más que me he procurado un cojín, que amortigüe siquiera someramente la dureza de la silla, estoy convencido de habrán de pasar varios días hasta que me habitúe. Aún así debo considerarme dichoso pues nada de mis padecimientos puede compararse con los del soldado común. He podido contemplar con mis propios ojos pies cubiertos de ampollas o desgarrados y ello solamente tras dos días de marcha. Dicen los veteranos que lo peor son las primeras mil millas y que después ya es pura rutina. Cuesta creerlo pero al ver a los que llevan años bajo las banderas no puedo menos que darle todo el crédito que merece.
Todas las noches procuro dedicar unos momentos a Don Quijote y, viendo hacia donde nos dirigimos y contra qué vamos a enfrentarnos, no sabría decir si el loco era él o lo somos nosotros.
©Fernando J. Suárez
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