lunes, 26 de diciembre de 2011

LIBRO II - Capítulo 35-2



Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XXXV) 2ª

Seis de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. En algún lugar de Extremadura
...por puro instinto desmonté, aunque tuve la providencia de tomar una de mis pistolas, y tras desenvainar el sable lo clavé en tierra atando en la empuñadura las bridas de Arrow.

En el ínterin mi pequeña escuadra se había desplegado en perfecta formación de escaramuceo, esto es, rodilla en tierra aprovechando cualquier accidente del terreno como cobertura y, con los mosquetes cargados y a punto, aguardaba mis órdenes.

Un pesado silencio se apoderó de aquél lugar, un silencio apenas interrumpido por los rebufos de Arrow. Recorrí la pequeña distancia que me separaba del sargento O’Brien mientras discurría sobre las opciones que se me presentaban, a la sazón solo se me ocurrieron dos: forzar a quien quiera que nos hubiera disparado a deponer su actitud y entregarse o, como contrapartida, asaltar la alquería aún arriesgándome a que sus moradores, a quienes presumía retenidos en su interior, sufrieran durante la refriega.

Absorto en mis cavilaciones confieso que fue un alivio que el sargento me pidiera permiso para parlamentar. Supongo que ni a él ni a ninguno de mis hombres le apetecía lo más mínimo caer en una escaramuza con desertores y, en lo que a mi concierne, tampoco me seducía la posibilidad de dejar este Mundo antes de probarme en el campo de batalla (excluyendo mi incidente con Emil Saiffer y sus falsos prisioneros). Así pues le autoricé y O’Brien se puso a ello lanzando preguntas entremezcladas con mensajes tranquilizadores y palabras amistosas.

Durante varios minutos se entabló un diálogo  en el curso del cual pudimos averiguar que en la casa había al menos tres hombres, que pertenecían al II/53, los brickdusts[1], de la Cuarta División, que ya antes de nuestra aparición había estallado una trifulca entre ellos y que el disparo efectuado contra nosotros encrespó aún más sus ánimos.

Dejé hacer a O’Brien y me deslicé hacia donde se encontraba el soldado O’Sullivan y le ordené que se arrastrase y ocupase una posición tras un árbol que quedaba a la derecha de la casa. Seguidamente me acerqué a Andrew Mahoney y le mandé situarse en una pequeña depresión en el lado izquierdo; quería estar seguro de que, en caso de tener que combatir, tendría el control del objetivo.

Me disponía a regresar junto a O’Brien cuando oí un furioso alarido y pude ver como un hombre salía de la casa a todo correr; casi de inmediato un disparo le alcanzó en la espalda y cayó de bruces.

 Casi sin darme cuenta el sargento O’Brien pasó corriendo a mi lado mientras gritaba “adelante” a los hombres que aún mantenían sus posiciones iniciales, esto es, Clougerthy, Maguire, Bombay Jim y Branaugh.

Instintivamente me incorporé y corrí tras ellos. Una confusión de gritos, maldiciones y un par de disparos estalló segundos antes de que yo mismo cruzase el umbral. En el interior de la alquería mis hombres se habían adueñado de la situación: uno de los desertores estaba de pie con los brazos en alto mientras que Bombay Jim asistía a otro que había recibido un disparo en la pierna izquierda. En un extremo de la estancia, que hacía tanto de salón como de cocina, yacía el cuerpo sin vida de un hombre vestido con la casaca del 53. La escena era bastante desagradable pero no era nada en comparación con la terrible visión que anunció el soldado Maguire en una estancia que hacía las veces de dormitorio:

 Sobre un mísero jergón yacían una mujer de edad, una muchacha de no más de veinte años y dos criaturas que no sumaban ni tres años entre las dos; todas estaban muertas: las mujeres degolladas, la más joven con aspecto de haber sido ultrajada; a los niños les habían destrozado la cabeza con la culata del mosquete. Nunca había visto nada parecido y una terrible congoja se enseñoreó de mi alma hasta el punto que hube de salir de la casa y permitirme un instante de liberación en forma de incontenible llanto.

Después de enterrar a los muertos, tanto a los paisanos como a los dos soldados, nos pusimos en marcha hacia el campamento. Durante la misma conocimos los detalles del terrible suceso:

Peter Barker, Samuel Smith, William Simms y Joseph Carruthers pertenecían a la primera compañía del II/53 y habían escapado en compañía de cinco hombres más (no dijeron de qué unidad). Su idea era regresar a Portugal y, una vez allí, reunir el dinero suficiente para embarcar hacia América. Durante la fuga el grupo se rompió y ellos fueron a parar a la alquería. Carruthers, su líder para los efectos, exigió que les dieran todo cuanto hubiera de valor, amén de comida y bebida. Hastiado de vino se dedicó a continuación a acosar a la muchacha; ante las protestas de Smith no vaciló en matarle y obligó a los otros a salir hasta que hubiera acabado. Al parecer, según relató Barker, la resistencia de la joven y de la anciana y los gritos de las criaturas enfurecieron a Carruthers hasta el punto de matarlos a todos.

Algún tiempo después, cuando mi escuadra llegó al lugar Carruthers fue quien disparó pero, como Barker y Simms no estuvieran dispuestos a secundarle, trató de escapar recibiendo un disparo fatal por parte de este último. Luego, al entrar mis hombres en la casa el mosquete de Barker se disparó accidentalmente de forma que el sargento O’Brien disparó a su vez hiriendo a Simms.

Tanto Simms, que hizo el viaje hasta el campamento a lomos de Arrow, como Barker eran hombres corrientes, honrados hasta donde podían serlo y temerosos de Dios. No dejaron de lamentar la muerte de aquella familia y de arrepentirse por haber desertado y seguido a Carruthers. Inclusive admitieron que Smith había sido mejor hombre que ellos porque había tratado de oponerse a su cruel compañero.
Mientras les oía pensaba en lo infinitamente inescrutable que es el Alma de los hombres, capaz de los más excelsos sacrificios y también de las más viles atrocidades.

Llegados al campamento supimos que habían sido capturados otros siete hombres y que se había constituido un tribunal militar que juzgaría a los reos en la mañana del día seis.

No hace falta decir que, dadas las circunstancias, el tribunal fue riguroso en extremo como lo atestiguan las penas: cuatro hombres condenados a recibir quinientos latigazos por cabeza; otros tres trasladados a las terribles Islas de la Fiebre[2] y dos penas de muerte: una para Simms, cuya pierna herida no detendrá al verdugo, y otra para Barker aunque juraran que no habían tenido nada que ver con el horrible crimen.


[1] Literalmente los del polvo de ladrillo a causa de las vueltas rojas de la casaca
[2] Las Indias Occidentales

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