domingo, 3 de noviembre de 2013

LIBRO IV - CAPÍTULO XII


        Veinticuatro de Octubre de 1809 (Anno Domini). Fondeados cerca de Ziguinchor

Hoy he asistido a uno de los espectáculos más desgarradores que pueda contemplar un hombre temeroso de Dios.

Este mediodía, mientras Messervy y yo despachábamos el rancho, un prolongado lamento que procedía del interior empezó a hacerse más y más audible. No pasó mucho tiempo hasta que un grito de júbilo, procedente de los vigías de la empalizada, anunció el regreso del capitán Fernándes y de Mahamadou Sembène.
  
  Inmediatamente las poternas se abrieron dejando paso a un grupo de guerreros al que seguían Fernándes, Sembéne y el resto de los hombres del Portobelho. No me pasó inadvertido el semblante de Partridge, que no se inmutó cuando le saludé con la mano. Solamente un instante después me miró y luego giró la cabeza en dirección a las abiertas puertas.

   Una larga columna de cuerpos oscuros y cabezas lanudas circulaba por el sendero que conducía al recinto: hombres, mujeres, niños e incluso bebés en brazos de sus madres. Todos iban enlazados por el cuello, excepto los niños que iban en grupos de cinco o seis atados por las muñecas. Algunos entonaban cánticos que sonaban a marchas fúnebres; los bebés lloraban, de hambre, sed o calor en brazos de sus madres; hombres y mujeres arrastraban los pies cabizbajos, como si el peso de su desgracia los hundiese por momentos.

   Recorriendo la línea, algunos wolof con sus vistosos turbantes azules hacían restallar el látigo junto al rostro de los que flaqueaban. No los rozaban siquiera, empero, lo que confirmaba que los wolof sabían lo que hacían y que Fernándes no estaba dispuesto a que su mercancía se deteriorase.

   Intercambié una mirada con Messervy que estaba petrificado, como si lo que estábamos viendo no fuese de este mundo. Solamente los comentarios de los marineros del Portobelho nos devolvieron a la realidad:

Mandingos!               

Son los que mejor se pagan!

Debe haber cerca de quinientos!

  Después de que Barlow informara a Fernándes de la presencia de Van Deventer en Ziguinchor, éste ordenó que los esclavos fueran recluidos en los barracones con vistas a iniciar el embarque al día siguiente. Al parecer no se les iba a marcar, lo que era el procedimiento habitual, reservando ese trámite para cuando estuviéramos en alta mar. Era arriesgado, desde luego, pues en caso de inspección un esclavo marcado podía pasar como una propiedad legítima y no como un objeto de tráfico ilegal, pero la amenaza del Gelderland y de su capitán parecía suficiente como para abandonar aquél lugar cuanto antes.

 Una vez se hubo cerrado el trato con Sembène, para quien se preparó una demostración de tiro, que provocó un estallido de gritos entre los esclavos, y una especie de parada, ejecutada con brillantez dicho sea de paso, se descargó la mercadería que se alojaba en el Portobelho y se mataron cuatro vacas, compradas por Fernándes, para la cena con la que se remataría el negocio y se festejaría el éxito de la operación.

Ni que decir tiene que no tengo apetito y que, pese a que esta noche teníamos permiso para quedarnos en tierra y que no parece haber señales de Van Deventer (Fernándes ha tomado precauciones y ha enviado a Legrand, convenientemente retribuido, a Ziguinchor con el encargo de avisarnos si el Gelderland zarpase), he preferido volver al Portobelho. Allí, acodado en la regala y en compañía de Messervy, Partridge y el boticario Johnson, Figgis y Sánchez, a quienes prácticamente no había visto durante los días precedentes, contemplamos la factoría donde el fuego de las hogueras proyectaba sombras irreales y las risas y las canciones no lograban ahogar el quejumbroso lamento procedente de los barracones de esclavos.

  Los marineros de guardia, que despachaban sus raciones de carne por turno, estaban más atentos a lo que pudiese venir del río que a nosotros de forma que, por primera vez en mucho tiempo, pudimos hablar sobre cuanto estaba aconteciendo.

 Partridge pareció entusiasmarse con la idea de que el tal Van Deventer nos podría liberar pero Figgis y Sánchez deshicieron sus ilusiones pues conocían, por boca de los tripulantes, que el holandés era bastante peor que Fernándes. 

Johnson, por su parte, anunció que nuestro destino sería La Habana pues Möhr, el cirujano, le había hablado de los burdeles que allí frecuentaba cuando arribaban a la ciudad.

 Messervy insinuó la posibilidad de liberar a los esclavos una vez en el mar y obligar a Fernándes a llevarnos a Sierra Leona pero chocó con la lógica aplastante de Sánchez que argumentó que los esclavos, de estar libres, degollarían a todos los blancos del barco pues, dada su situación, no estaban para hacer distingos.

 Continuamos hablando durante un rato más y al preguntar a Partridge por las particularidades del plan que tenía, y del que no había querido decir nada, se limitó a responder que, llegado el caso y atendiendo a que él era el oficial naval de mayor graduación, obedeceríamos sus órdenes sean cuales fueren.


Y así permanecimos unos momentos más, en silencio, oyendo los cantos de los wolof borrachos, pues al parecer no renuncian al vino pese a ser musulmanes, y pensando, yo al menos, en cómo haremos para salir de esta locura.