domingo, 9 de diciembre de 2012

LIBRO III - Capítulo XIII (III)



Dos de Septiembre de 1809 (Anno Domini). Quinto día en el mar

   Aún estuvimos navegando un buen rato hasta que el guardiamarina Partridge ordeno arriar trapo y largar el ancla.

    La oscuridad era ya absoluta y ninguna luz podía detectar nuestra posición pues hasta los botafuegos habían sido llevados bajo cubierta y, aunque prestos, no podían delatarnos.

    Todo el mundo estaba expectante pues esperábamos que uno de los queches, o los dos, podía aparecer en cualquier momento y abordarnos. Tras distribuir las guardias y disponer que se atendiera a los heridos, Partridge se sentó a popa junto a los restos de la regala observando la infinita oscuridad.

    El amanecer del día veintinueve llegó con una espesa niebla que obligó a la totalidad de hombres a ocupar su puesto. El temor a los piratas seguía muy vivo en el ánimo de todos pues era evidente que, de capturarnos, ninguno saldría vivo. A media mañana se despejó la bruma delatando que no había ninguna vela en las inmediaciones, eso permitió hacer recuento de bajas y de daños.

    El primero, el de las bajas, fue terrible pues, además del capitán, hemos lamentado otros cinco muertos. Además hay un herido grave y cuatro heridos leves, si bien estos últimos pueden valerse.

    En cuanto al castigo sufrido el palo trinquete ha sido destrozado de forma que un barullo de cordajes, velamen y madera cubre la proa. La mesa de guarnición de la amura de babor y el ancla de ese lado han desaparecido. La carronada de la aleta de babor ha sido desmontada de forma que no es posible ponerla de nuevo en servicio. Y, lo que es peor, tenemos un agujero en la aleta de estribor por donde embarcamos mucha agua. Por fortuna el esquife ha salido indemne del lance pues la perspectiva de abandonar la goleta parece convertirse en la única opción posible.

    Después de inventariar daños y bajas, se ha examinado el agujero de popa que presenta muy mal aspecto no tanto por sus dimensiones como por el escaso número de hombres disponibles para dedicarse a su reparación. El aspecto general del barco es de una total ruina, acrecentado si cabe por los gritos de dolor del marinero Sickles que, a decir del boticario, no tiene remedio.

    Con un solo hombre haciendo de serviola se ofició el servicio religioso por los muertos que aún quedaban sobre la cubierta. Seguidamente se acometió la tarea de taponar el agujero pero, como ya dije, ni disponíamos de medios ni de los suficientes hombres útiles de forma que el capitán ha ordenado aprestar el esquife y cargarlo de provisiones y demás útiles que podamos precisar.

   Hay otro motivo de preocupación para el capitán en funciones y no es otro que, muertos el capitán y el piloto y con una variación del rumbo debida al ataque pirata, la marcación de nuestra última posición en la carta antes de la contienda no se corresponde con la actual. No envidio la situación de Partridge pues de su pericia depende la vida de once hombres, sin contar con el agonizante Sickles.

   Por fin, a media tarde del día veintinueve, convencido de que por más agua que se achique la Succes embarca el doble, el capitán ha ordenado abandonar el barco y pasar al esquife. Hemos tomado solamente lo imprescindible, en mi caso mis dos pistolas y mi diario, mis lápices y las cartas del teniente Laherty, que guardo en mi saco de hule. El capitán Messervy solamente se ha llevado el portadocumentos que guarda celosamente y el estuche de sus lentes. Incluso Sickles ha sido embarcado pues el hecho de que el barco esté condenado no implica que él se vaya también al fondo.

   Confieso que ha constituido un tremendo espectáculo ver cómo se hunde un barco. Nunca había visto nada parecido y, en honor a la verdad, no esperaba que fuese así: poco a poco la goleta fue descendiendo mansamente bajo la tranquila superficie de las aguas hasta que, en un momento dado, un golpe de aire procedente de sus entrañas brotó en forma de burbujeo a la superficie y, presentando el espejo al cielo, desapareció de la vista.

   Me fijé en Partridge, inmóvil en su puesto en la popa del esquife, y no pude sino admirar el tremendo esfuerzo que hacía para no romper en lágrimas pues, estoy seguro, un pedazo de su juventud se había ido al fondo del Atlántico con el que fue su primer mando.

   Y desde ese momento y hasta el instante en que escribo estas líneas nada se ha manifestado digno de ser consignado. La rutina diaria incluye las mediciones periódicas con sextante y la consulta de las cartas por el capitán, los lastimeros quejidos de Sickles y la sensación, generalizada me parece, de que estamos en muy mala situación.

   Las provisiones han sido estrictamente racionadas y, en previsión de algún posible escamoteo, los hombres de guardia tienen órdenes de disparar sobre quien pretenda consumir más de su porción estipulada.

   Las noches son, tal vez, lo peor de todo. La inmensidad del océano me causa no tanto pavor como desaliento. Al frío hay que sumar la monótona letanía de Sickles, devorado por el dolor y la fiebre, y la amenaza de que un temporal nos envíe al fondo.

   Hay que decir que nos turnamos con los remos, que es un trabajo extenuante, y no se han hecho distinciones de rango de modo que a la pericia de los marinos hay que oponer mi inicial torpeza, suplida con toda la voluntad de que soy capaz, y la total falta de disposición del capitán Messervy, que se adivina hombre nada dado a trabajos físicos. Me resulta difícil imaginármelo en combate al mando de una compañía.


   Y los días son de un sol de justicia, que ha convertido la piel en una roja ampolla y quebrado los labios ya resecos. Ni que decir tiene que rezo para que Dios nos ayude en este trance… 

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