domingo, 15 de abril de 2012

LIBRO II - Capítulo 45 (VI)


Dos de Agosto de 1809 (Anno Dimini). Talavera

Nada más romper el alba del día Veintiocho un violento bombardeo procedente del Cerro del Cascajal nos causó muchas bajas (entre ellas el mayor Gough que resultó gravemente herido) antes de que pudiéramos reaccionar.

Aunque formamos en espera de órdenes no hubimos de intervenir ya que la dirección del ataque francés, aunque similar a la de la noche anterior, iba algo más desviada hacia el noroeste. Era evidente que su intención era tomar la cresta pero esta vez fueron a estrellarse directamente contra la Segunda División, con las brigadas de Tilson y de Stewart bien situadas. Además, era preciso mantener nuestra posición toda vez que los alemanes de Löw, sin duda escocidos por el castigo recibido, lanzaron un asalto por el flanco izquierdo enemigo que acabó por decantar el resultado.

Así pues, apartados de la línea de fuego pero deseosos de intervenir  pudimos oír el fragor de la batalla y, en cierto momento, los gritos de júbilo que anunciaban que el enemigo se retiraba. A esto siguieron dos  bramidos que corrieron por cada compañía de cada batallón:

“¡Calen bayonetas!”

“¡A la carga!

La brigada Donkin, o lo que quedaba de ella pues aunque pequeña en número seguía siendo grande en valor, se lanzó en pos de los franceses en retirada deseosos su hombres de vengarse del destrozo sufrido.


Aullando como lobos descendimos la ladera del Medellín hasta el Portiña. A pesar de que los voltigeurs se estaban empleando a fondo para retrasarnos lo cierto es que parecíamos poseídos por tal frenesí que, de habérnoslo permitido, no hubiéramos parado hasta Madrid. No obstante, los jefes de batallón ordenaron el alto pues hubiera sido una locura seguir adelante y arriesgarnos a ser masacrados a placer desde las alturas del Cascajal.

Nos replegamos, pues, si no pletóricos sí al menos satisfechos de haber hecho correr al enemigo. Habíamos tenido algunas bajas, víctimas de la mortal puntería de los voltigeurs, entre ellas el teniente Laherty.

 No olvidaré su semblante cuando lo vi antes de que uno de los hombres se lo echara sobre los hombros para llevarlo a nuestras líneas; aparecía tremendamente tranquilo y la muerte no había dejado su terrible impronta en sus facciones. Se diría que le hubiera llegado una liberación. Recuerdo que aferré con fuerza el paquete de cartas que me confiara, y que guardo celosamente en un morral junto a mi diario, y repasé mentalmente la promesa hecha de que yo, en persona, las entregaría.

Y el calor, omnipresente, se dejaba sentir. El sol, ese sol español inmisericorde que parecía querer fundir todo cuanto se hallase sobre la Tierra impuso lo que los hombres por sí solos eran incapaces de establecer.
La sed, que era tormento común para todos cuantos estaban en el campo, obligó a una de esas treguas tan comunes mientras los generales decidían sus próximos movimientos.

Se establecieron turnos para bajar al Portiña y aprovisionarse de agua. El arroyo, mísero en verano, bajaba rojo por la sangre de los valientes que habían caído. Y, como suele ocurrir en estos casos a decir de los veteranos, los turnos no se respetaban y, al cabo de un rato, soldados vestidos de rojo llenaban sus cantimploras junto a otros vestidos de azul sin importar demasiado que apenas unas horas antes se hubiesen estado matando con saña.

Confieso que me pareció desconcertante, igual que el episodio de la devolución del padre Fennessy pero en la vida del soldado común abundan momentos como este, en el que los soldados dejan de serlo para convertirse en hombres que intercambian vino por tabaco o, incluso, bromean deseándose ventura para el porvenir:

“Buena suerte, tragarranas”



Bon Chance, mon ami


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