miércoles, 14 de septiembre de 2011

LIBRO II-Capítulo 29

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XXIX)
Veinticinco de Junio del Año de Nuestro Señor de 1809. Abrantes

Esta mañana el reverendo Fennessy ha oficiado la Misa dominical de un modo especialmente solemne  ante la inminencia de la partida. Ha hablado de nuestro deber para con el Rey (él siempre añade “extranjero”) y para con la Iglesia Única y Verdadera pues los franceses, que han asesinado sacerdotes y quemado templos allá en su patria, han venido a la Península a hacer lo mismo.

Siempre instala sobre el armón que emplea como altar una cruz de madera, pintada de color verde y donde campean arpas y tréboles. Una auténtica cruz irlandesa, sin duda, que despierta no pocas suspicacias pero, como decimos quienes la reverenciamos, si vestimos la casaca roja y luchamos por el Rey de Inglaterra, tenemos derecho a orar ante nuestra propia cruz.

Es un verdadero espectáculo oír los sermones de nuestro capellán pues éstos los articula en inglés aunque intercala pasajes enteros en gaélico y aún en latín sin inmutarse. Nos insta a todos, sus “soldados cristianos”, a expulsar de la Península a los hijos del Diablo y a su ministro en la Tierra (los franceses y Napoleón) y liberar al Santo Padre del cautiverio a que está sometido.

Es casi el único momento de la jornada en el que soldados y oficiales oran, se arrodillan y toman la Comunión sin diferencias de rango (la mayoría de capellanes es en exceso ordenancista y sigue rigurosamente el escalafón, no así el borrachín Fennessy). Dado que soy uno de los pocos oficiales declaradamente católico (hay muchos que profesan la Fe Verdadera pero lo ocultan porque no está bien visto que un oficial al servicio del Rey de Inglaterra sea un seguidor del Papa de Roma, y menos aún si se es irlandés) parece que gozo de cierta estima entre la tropa, a su vez mayoritariamente católica.

Esta circunstancia me estimula sobremanera aunque no debo dejarme influir por emociones y favoritismos de modo que mis obligaciones no queden empañadas por un sentido de la lealtad mal comprendida.
Por lo demás, y excluyendo las guardias, el domingo es el día más tranquilo de la semana. No hay instrucción y los hombres pueden disponer de su tiempo como mejor les place. Muchos aprovechan para escribir al hogar con lo que los que se alquilan como escribanos, pues buena parte de la tropa es analfabeta, obtienen algún ingreso extra.



Otros se dedican a las mujeres portuguesas, inclusive alguna española, que venden sus favores las más de las veces por algo de comida y que pululan por el campamento como moscas en torno a la miel. Debo hacer un inciso en este punto pues no todas estas mujeres son rameras. Muy al contrario,  no pocos de nuestros hombres han contraído matrimonio con paisanas nativas pues, si bien no pocas han hecho del libertinaje una forma de vivir, no es menos cierto que otras son viudas de guerra (muchas con hijos a su cargo), mujeres de reputación intachable que han acabado en el arroyo y que buscan una seguridad para el porvenir.
No puedo evitar pensar lo injustos que resultan los comentarios que oigo sobre estas mujeres, sobre todo porque si la guerra se estuviese librando allá en Gran Bretaña muchas esposas, madres y prometidas actuarían exactamente igual que las desventuradas objeto de tantas calumnias y tergiversaciones. Creo que podemos dar gracias a Dios de que la guerra esté aquí, tan lejos de nuestros hogares. Nosotros, a fin de cuentas, somos soldados y luchamos porque es nuestro oficio pero creo que no hay hombre en este ejército que no se sintiera dominado por la angustia si hubiera de soportar los rigores de una campaña sabiendo que sus seres queridos están expuestos tanto a las depredaciones del enemigo como  de los excesos de quienes se dicen aliados pero que, sin ningún escrúpulo moral, se aprovechan de la desgracia ajena.

No es buena cosa dejarse dominar por la melancolía ni por pensamientos sombríos en vísperas de una campaña por lo que consignaré que no puedo menos que congratularme por mis progresos con el idioma español. A decir del teniente Tarín he alcanzado un grado considerable y ya podemos sostener conversaciones con cierto nivel de complejidad, tanto que me ha prestado un libro, escrito en antiguo castellano (que es la lengua que se habla en España) pues no duda de que esté en condiciones de leerlo.

Ya había oído hablar del título, incluso había leído (en inglés) alguna obra menor de su autor pero confieso que se antoja un reto leer en lengua vernácula la que, según dice el teniente Tarín, es la más grande historia que autor alguno haya compuesto jamás.

Sus primeras líneas constituyen, desde luego, una invitación nada desdeñable:
En un lugar de La Mancha
De cuyo nombre no quiero acordarme…

                                                       © Fernando J. Suárez  

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