Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XII)
Veinte de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. Abrantes.
No llevo ni un día completo en este inmenso campamento y ya siento que no podría vivir de otra manera que en el Ejército.
Esta misma mañana recibí la orden de presentarme ante el mayor Gough. Imaginando que no sería para otra cosa que para que me fuera comunicado mi destino, me preparé para la ocasión asistido por un maduro cabo de la tercera compañía. El uniforme impoluto: la faja carmesí ajustada en torno a la cintura; la espada colgada del tahalí donde deslumbra la placa con el número del regimiento; los botones brillantes; el gorro bicornio con el plumín de color blanco sobre rojo. Mi aspecto era tan deslumbrante que obsequié al cabo con tres chelines.
En el corto trayecto que separa mi alojamiento de la residencia del mayor Gough he tenido oportunidad de observar a varios de los que serán mis iguales en el batallón: tres oficiales, dos de compañías de batallón y uno de la compañía de granaderos se han cruzado conmigo y, tras intercambiar las presentaciones y los saludos de rigor, se han felicitado por tener a un Talling entre ellos. Imagino que debe ser un honor gozar de tan alta consideración aunque reconozco que estar a la sombra de un gran soldado como ha sido mi padre no va a ser nada fácil.
Más grato ha sido, empero, reencontrarme con dos viejos amigos: los sargentos “Red” Redding y Nicholas Carpenter, acompañados por un curioso personaje que, pese a su aspecto propio de un Falstaff venido a menos, cumple con una tarea tan vital como entregar al Creador el alma limpia de sus hijos que abandonan este mundo después de servir a su Dios y a una patria y un rey extranjeros.
El reverendo Eustace Fennessy: algo más de cinco pies de estatura complementados por doscientas libras largas, todo ello enfundado en una sotana que ha conocido mejores días sobre la que luce una desvaída casaca de soldado de una compañía de batallón y cuya cabeza, de la que brota una abundante cabellera pelirroja, cubre con un sombrero gacho y plano aderezado con los plumines distintivos de las compañías, a saber el blanco sobre rojo de las compañías de batallón, el blanco de los granaderos y el verde de la compañía ligera.
El reverendo, o mejor dicho el páter, se ha alegrado mucho al saber que soy católico pues son muy pocos los oficiales que lo sean y me ha rogado encarecidamente que acuda a él siempre que necesite limpiar mi alma y, aunque esto lo ha hecho confidencialmente, si me encuentro en la imperiosa necesidad de compartir una botella de brandy.
No hay muchos capellanes dispuestos a abandonar la comodidad y la abulia de sus parroquias para afrontar las vicisitudes de la vida en campaña. Al parecer, el reverendo Fennessy tomó la decisión de dejar a sus feligreses de Mullaghbrack, condado de Armagh, y una vida tranquila y ordenada para marchar junto a los muchachos de la comarca que habían aceptado el chelín del Rey y a los que, en la mayoría de los casos, él mismo había bautizado y dado la Comunión. Unos muchachos que, por razones obvias, necesitarían más de él que cualquiera de sus parroquianos allá en el hogar.
Me ha resultado muy de agradecer saber que contamos con un capellán en el batallón aunque confieso que esta noticia se ha visto eclipsada por la que he recibido de labios del mayor Gough.
Nada más recibirme me ha recordado nuestro primer encuentro en el que le narré mis experiencias en la Thebes en lo que respecta al manejo del mosquete. Ha proseguido diciendo que cuenta con pocos oficiales familiarizados con ese menester y que, puesto que ha debido reorganizar toda la estructura de mando del batallón, está en condiciones de ofrecerme la posibilidad de servir en la compañía ligera.
Casi no he podido creerlo, aun cuando escribo estas líneas dudo de que sea cierto, pero es un hecho que se me ha ofrecido, y por supuesto he aceptado, servir en la Compañía Ligera del II/87. Me atrae sobremanera la perspectiva pues supone huir del rígido sistema de las compañías de batallón donde existen pocas posibilidades de emplear la iniciativa. Realmente es la compañía ligera, junto a la compañía de granaderos, de cada batallón la unidad que cuenta con mayor libertad de acción y eso implica que cada oficial pueda desempeñar su labor de un modo tanto más imaginativo que lo señalado en el manual de Reglas y Regulaciones(…) de Sir David Dundas.
No sería honesto conmigo mismo ni con el propósito que me animó al escribir este diario si no considerase aquí que mi destino en la compañía ligera pudiera tener algo que ver con las amistades de mi padre en los Comunes y en la Guardia Montada, las mismas que aprobaron mi nombramiento pese a la irregularidad del mismo. Esta circunstancia me obliga a poner todo mi empeño de forma rigurosísima en el cumplimiento de mi deber pues de mi conducta habré de dar cuenta ante hombres respetables e influyentes.
Así pues, dada mi actual situación, he actuado en consecuencia y adaptado mi indumentaria y equipo. Mi primera providencia ha consistido en adquirir un sable curvo de caballería ligera, que es el arma blanca reglamentaria en los oficiales de las compañías de flanco. Después de un minucioso examen, me he decidido por la soberbia pieza que me ofrecía el teniente Matthew Evans, del 14 de Dragones Ligeros, y por la que he pagado diez guineas y diecisiete chelines.
A continuación he acudido a un vivandero de los muchos que acompañan a un ejército en campaña vendiendo toda clase de productos a quien esté en la necesidad, o el capricho, de adquirirlos. El honesto Jack Malone hace honor al rótulo que flamea en su carreta de que posee cualquier cosa que uno pueda desear pues, en el rato que he aguardado mi turno, ha vendido diez botellas de oporto a un capitán de artillería; un telescopio a un mayor del 48; una gualdrapa del 3º de Dragones de la Guardia a un teniente del mismo y un juego de escalpelos al cirujano de los Connaughts. En mi caso he adquirido las dragonas distintivas de la compañía ligera y el plumín de color verde y, siguiendo los consejos que recibiera del teniente Henry Hobbarth en la Thebes, me he hecho con un excelente par de pistolas, con sus accesorios, y un puñal. A decir del señor Malone tengo buen ojo para las armas, y aunque supongo que la lisonja va incluida en las cuarenta y nueve libras, ocho chelines y seis peniques, le dejado un chelín de más.
Ahora solamente me resta presentarme a mi capitán aunque que deberé esperar algún tiempo pues la compañía ligera se encuentra en Lisboa. No veo el momento de conocer a mis hombres y no ceso de contemplar las dragonas ya cosidas a mi casaca pareciéndome que todo forma parte de un misterioso encantamiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario