viernes, 25 de marzo de 2011

LIBRO I - Capítulo 14

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XIV)
Veinticuatro de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. Abrantes.
Hoy me he presentado formalmente a quien será mi jefe inmediato en la compañía ligera.
El capitán Duncan Edwards es un soldado de considerable experiencia a pesar de que aún no ha cumplido su trigésimo sexto aniversario. Procede de Garristown, condado de Dublín, y es uno de esos hombres que, al igual que mi padre, han recorrido el escalafón desde la tropa y han sido lo bastante afortunados como para comprar su ascenso.
Mientras paseábamos por entre las tiendas de la compañía ligera me ha hablado del servicio y de lo duro que resulta a veces cumplir con el deber. A juzgar por su propia experiencia no exagera un ápice pues su carrera realmente se parece mucho a la de mi progenitor. Huérfano de guerra (su padre murió en Norteamérica cuando él contaba con apenas ocho años y su madre y hermanos fallecieron poco después de hambre) malvivió en las calles de Dublín hasta que a los quince años, junto a dos muchachos más, embarcó como polizón en un barco que habría de llevarles a los Estados Unidos.
Pero la suerte no les acompañó pues, junto al hecho de ser descubiertos casi enseguida y obligados a trabajar hasta la extenuación, el barco no se dirigía a Norteamérica sino a nuestras posesiones de las Indias Occidentales. Su vida en Jamaica no fue tampoco fácil y hubo de desempeñarse en diversos oficios, tremendamente duros los más, además de sortear la terrible plaga que asola esas latitudes: la Fiebre Amarilla.  Su suerte, empero, empezó a cambiar gracias a una guerra, la  declarada en 1793 contra la Francia Revolucionaria.
 Alistado como voluntario en el 60 de Infantería (Royal American) estuvo combatiendo casi sin parar durante los siete años siguientes en Santo Domingo, Martinica, Santa Lucía, San Vicente y Puerto Rico donde la fortuna empezó a sonreírle por primera vez en su vida gracias al hecho de que, durante el fallido intento de capturar San Juan, él (por entonces cabo) y un teniente se hicieran con un botín de cinco mil pesos de oro, procedente de las pagas de los soldados españoles.
Aquello le permitió contar con una reserva de fondos suficiente como para, una vez ganados los galones de sargento y cultivadas las relaciones adecuadas, poder comprar una oficialía en un regimiento inglés o irlandés.

Hubieron de transcurrir más años y más campañas, incluyendo la supresión del bandidaje en los Montes de Trelawney, para que, al llegar la Paz de 1802, regresara a Irlanda con sendas cartas de presentación del Conde de Balcarres y de Sir George Nugent. Ello, junto con su parte del botín de San Juan, le permitió comprar una oficialía, paradójicamente, en su antiguo regimiento que, con una nueva guerra en perspectiva, había aumentado el número de sus compañías.
Con el 60, pero esta vez como oficial, Edwards hizo la primera y terrible campaña de la Península desde Lisboa a La Coruña a las órdenes de Moore. Luego, tras la retirada, y sabiendo que había vacantes en el recién creado Segundo Batallón del 87 Irlandés, vendió su comisión en el 60 y, a su vez, compró una capitanía en el 87 (al parecer su distinguida hoja de servicios en las Indias Occidentales seguía causando bastante buena impresión).
Al oír el relato de sus andanzas no puedo sino sentir una viva admiración por el capitán Edwards y una terrible congoja que amenaza con consumirme. Esta desazón no es otra que la que produce la tremenda responsabilidad que contraigo al formar parte de la compañía de un hombre tan extraordinario que ha sabido hacerse de un porvenir por sí mismo. Nunca sabré si yo hubiera sido capaz de llegar tan lejos solamente por mis medios pero reconozco que, después de conocer la azarosa vida de Duncan Edwards, mis galones de segundo teniente se me antojan pesados, como si fuera indigno de ellos.

                                                                       © Fernando J. Suárez


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