Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XXIII)
Trece de Junio del Año de Nuestro Señor de 1809. Alrededores de Lisboa.
Mientras escribo estas líneas no puedo dejar de pensar en las extraordinarias circunstancias que se han desarrollado desde que recibiera la orden de reforzar la escolta de una columna de prisioneros hasta Lisboa.
Esa misión, en apariencia sencilla pero que me llenaba de orgullo pues constituía mi primer mando en campaña, se convirtió en una azarosa aventura que ha llevado implícita su costo en sangre. Pero no quiero adelantar acontecimientos así que trataré de ceñirme al desarrollo cronológico de los hechos.
El pasado día once, nada más reanudar la marcha, nos encontramos con que varias decenas de paisanos portugueses, habiéndose corrido la voz de que una columna de prisioneros se hallaba en ruta, nos cerró el paso con la intención de asesinar al objeto de nuestra guardia y, probablemente, saquear las mulas del bagaje.
Como ya consigné el mando de nuestra tropa recaía en el teniente Saiffer, de la Legión Alemana del Rey, quien me ordenó que formara un cuadro protegiendo a nuestros custodiados y al tren de impedimenta mientras que él y sus cinco jinetes dispersaban a nuestros acosadores a golpes de plano de sable.
Felizmente nuestra tribulación se resolvió con éxito de forma que continuamos la marcha aunque Saiffer ordenó seguir una ruta secundaria, alejada de la carretera principal, en orden a evitar que se repitiera incidente parecido.
Debo decir con toda honradez que nunca hubiera imaginado tanto aplomo en Saiffer habida cuenta de su aspecto, más joven que yo en apariencia aunque cuenta veinticinco años, con una cabellera rubia y plagada de rizos, un bigotillo insolente y una eterna sonrisa que cruza su rostro y que le dan un aspecto de petimetre de taberna más que de oficial de caballería.
La marcha prosiguió hasta que se dio el alto para el pernocte. Después de distribuir las guardias, comprobar que los grilletes de los prisioneros estuvieran seguros y asegurarme de que Nutmeg recibiera el debido cuidado por parte de uno de los jinetes alemanes, me retiré a cenar y a compartir un rato de tertulia con el teniente Saiffer hasta la hora de dormir.
El amanecer trajo consigo la devastadora noticia de que los soldados Seamus Dennehy y Tristan Conlon había abandonado el campamento durante la noche. Como quiera que no podíamos permitirnos prescindir de ningún hombre para buscarles, resolví conceder de margen para su regreso el tiempo que se tardase en levantar el campamento para reiniciar la marcha. En caso de que para entonces no hubieran aparecido no tendría más remedio que declararles desertores y notificarlo nada más llegar a Lisboa.
No creo que haga falta destacar lo tremendamente abatido que me sentía: mis superiores habían confiado en mí y ya tenía dos desertores en un solo día. Sin embargo eso quedaba en nada ante el horror que me invadió al advertir que los prisioneros, misteriosamente liberados de sus cadenas, se habían hecho con el control del campamento…
© Fernando J. Suárez
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