Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XXI)
Nueve de Junio del Año de Nuestro Señor de 1809. Abrantes.
Se ha extendido en los últimos días la especie de que es inminente que el ejército se interne en territorio español para dar batalla a los franceses.
Si es cierto los interminables días de instrucción pueden dar sus frutos aunque aún no está claro si el 87 irá o, por el contrario, se quedará de guarnición tal y como nos tememos.
Los hombres se desempeñan en general con entusiasmo. Y aunque siempre hay holgazanes y conformistas, lo cierto es que parece evidente que quienes estén dispuestos a asumir como bueno un destino en retaguardia son los menos pues no escasean los testimonios de veteranos que hubieron de verse relegados a puestos de retaguardia para, posteriormente, ser despachados a peores destinos en lugares tan lejanos como peligrosos.
Es el caso de uno de los cabos de la compañía ligera, concretamente de Joseph O’Connell, de Limerick, apodado Big Joe dada su estatura (algo más de seis pies) y su envergadura (alrededor de ciento noventa libras). El ahora cabo O’Connell que, con justicia, podría encajar mucho mejor en la compañía de granaderos, es un excelente tirador cualidad muy apreciada, por razones obvias, en las compañías ligeras. Precisamente su porte había hecho que un parlamentario de Limerick le ofreciese la posibilidad de alistarse en el 4º de Reales Guardias de Dragones Irlandeses. O’Connell rechazó vivamente la oferta pues no le agradaba la vida militar y tampoco le gustaban los caballos.
Pero su magnífica puntería fue la causa de que una ronda de enganche del 38 de Infantería le “cazase” al salir de una taberna. Antes casi de que se diera cuenta se encontraba en un barco camino de África del Sur. Él no lo sabía pero formaba parte del contingente con el que el general Baird desembarcó en el Cabo de Buena Esperanza y se enfrentó, y derrotó, a los holandeses en Blaauwberg. El relato que narra a quienes quieren oírle parece bastar para quitar las ganas de acomodarse o de esquivar la acción.
Tal y como él mismo maldice
“el condenado momento en que le dije a aquél politicastro que se fuera por donde había venido porque antes me iría derecho al Infierno que acabar mis días apestando a cuadra y teniendo por compañía a una cuadrilla de paletos patizambos”…
…”Y si hubiera sabido lo que me esperaba en aquél espantoso lugar, caluroso, maloliente y lleno de negros salvajes y de holandeses aún más salvajes que ellos, me hubiera mordido la lengua mil veces antes que decir no a servir como un caballero en los Guardias de Dragones”.
Parece increíble el efecto que producen las historias de este tipo entre los hombres, sobre todo entre los reclutas más jóvenes. Realmente nunca se sabe lo que pueden hacerle a un soldado ocioso si la necesidad apremia. Desde las temidas compañías de destacamentos a la perspectiva de acabar embarcado con rumbo a tierras de paganos, la vida de un soldado pende de un hilo muy fino que es la necesidad del servicio. Dudo que haya muchos hombres en la compañía ligera, y aún me atrevería a decir que en todo el II/87, dispuestos a cambiar la posibilidad del combate por una peripecia tan peligrosa como incierta del tipo de la sufrida por el cabo O’Connell.
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