Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada XX)
Cinco de Junio del Año de Nuestro Señor de 1809. Abrantes.
Siguen los días de instrucción y también la pesada incertidumbre que nubla los ánimos de los hombres del 87 y, y también del 88.
Aún cuando se escriben estas líneas no sabemos qué nos deparará el Destino pues es decisión última del general Wellesley el que entremos o no en combate.
Entre los oficiales, lógicamente, cunde el desaliento ante la perspectiva de quedarnos en la retaguardia. Entre la tropa, sin embargo, las opiniones son más variadas y van desde los que claman por entrar en combate y dar una lección a los “tragarranas”, y eventualmente llenarse los bolsillos de bienes capturados como botín de guerra, hasta los que no ven como ninguna deshonra quedarse de guarnición retozando con las mujeres portuguesas que pululan como moscas por el campamento.
Y, abundando en la perspectiva del combate, esta tarde hemos tenido la oportunidad de conocer la experiencia de un oficial en batalla.
Hallábamonos el capitán Edwards, el teniente Laherty, el teniente Marquand (de la compañía de granaderos), el ayudante de cirujano Tarín y quien esto escribe tomando el té cuando se nos unió el capitán Anthony Fairfax, de la segunda compañía del segundo batallón del 97 de infantería, recién regresado de un permiso en Gran Bretaña.
Fairfax había tomado parte en la campaña de Vimeiro el pasado año y no tuvo inconveniente en relatar su participación en la misma.
Su batallón, que junto al II/9, el II/43 y el II/52 formaba parte de la brigada al mando del general Anstruther, resguardaba el flanco derecho de la villa de Vimeiro, con la carretera que une Torres Vedras y Porto Novo, y el río Maceira justo a su derecha. Durante buena parte de la jornada del veintiuno de Agosto de 1808 hubieron de soportar las cargas de la infantería de línea primero y de los regimientos de granaderos de Kellerman a continuación. Aguantaron todo lo que el enemigo lanzó sobre ellos y mantuvieron su posición a costa de muchas bajas aunque reconoce que tuvieron la ayuda de la invención del mayor Henry Shrapnel, unos proyectiles de artillería rellenos de balas de plomo y provistos de una mecha que les permitía hacer explosión, literalmente, sobre la cabeza de los soldados enemigos.
Me ha impresionado sobremanera ver cómo un veterano como el capitán Fairfax apenas disimulaba la emoción al describir a los bravos soldados franceses empeñándose en cargar mientras nuestro fuego de enfilada los desmantelaba y la lluvia infernal de los proyectiles de Shrapnel los martirizaba aún más.
Ya he escrito sobre el deseo generalizado de los oficiales por entrar en combate, y digo generalizado ya que no unánime pues no me ha pasado inadvertido el semblante del teniente Laherty al oír el, por lo demás prolijo en detalles, relato del capitán Fairfax. Aunque no ha articulado palabra alguna, su mirada y la expresión de sus facciones hacen que no me quepa ninguna duda de cuán desagradable resulta para él la vida militar. Creo que la visión que de él me llevaré a la tumba será la de esta tarde, mudo y pálido como la cera, sosteniendo su libro de poemas de Thomas Gray y, presumo, deseando estar muy lejos de Abrantes y de la guerra.
© Fernando J. Suárez
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