Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada V)
Siete de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. A bordo del HMS Thebes
Día diecinueve de travesía
Este parece ser nuestro último día de singladura pues esta mañana, tan pronto se despejó la niebla, el serviola anunció tierra a la vista. Lisboa se me aparece bajo el sol primaveral como si fuera un collar que, al romperse, esparce sus cuentas que brillan bajo la luz. Supongo que estoy ansioso de pisar tierra firme y no menos impaciente por tomar posesión de mi plaza en el batallón.
He continuado ejercitándome con el mosquete. Pese a mis esfuerzos no he mejorado demasiado. El sargento “Red” dice que con un mes más de práctica estaré al nivel de un regimiento pasable de la Milicia. Sé que no lo dice con maldad pero internamente me siento como si fuese un niño al que regañan en la escuela por no saberse la lección. Supongo que es inherente a los sargentos su habilidad para hacer que nos avergoncemos de nuestros defectos.
Debo consignar la deferencia del teniente Hobbarth y del primer oficial, señor Parker, a la hora de recomendarme a sendos agentes financieros: Charles Warren y Asociados, de Lisboa y Anastasios Manulis, de Gibraltar para que se hagan cargo de mis ganancias en el combate. Siempre he creído que este aspecto de la vida militar es bastante turbio o, cuanto menos, que refleja escasa caballerosidad pero debo admitir que mi posición no es la adecuada para criticarlo.
Aunque se da por supuesto que quienes lean estas líneas (si no acaban enterradas junto a su propietario en algún campo portugués o español) saben a lo que se dedica un agente financiero, diré sucintamente que son banqueros o comerciantes que, a cambio de un porcentaje, administran, guardan, depositan o invierten los bienes obtenidos como botín legítimo de guerra. Si bien es sabido que la Armada emplea este medio para depositar sus fondos a buen recaudo y evitar así el riesgo de perder sus ganancias en combate, tormentas, etc. El Ejército también hace uso del mismo en campañas en el extranjero, aunque esta circunstancia sea especialmente extraordinaria en nuestro caso.
Tengo la suerte de ser hombre de fortuna. Cuando acabe esta guerra, suponiendo que la termine con vida, no habré de enfrentarme a la terrible perspectiva de la media paga que aguarda al soldado en tiempos de paz y que obliga a muchos a enrolarse como mercenarios en ejércitos extranjeros o buscar plaza, en ocasiones en rangos inferiores, en algún regimiento de la Compañía de las Indias. Sin embargo soy consciente de que muchos de mis hermanos de armas ansíen un buen botín que les permita comprar el ascenso o, al menos, subvenir las necesidades de su familia allá en el hogar.
En este sentido recuerdo cómo mi padre siempre dice que la vida del soldado en el combate es dura pero la Paz, en muchas ocasiones, resulta mucho peor que la batalla más terrible. La batalla-dice-supone poner en práctica tu oficio: sobrevivir o morir quedan en manos de Dios. En la Paz, sin embargo, de nada sirve lo que sabes hacer puesto que no hay enemigos a los que combatir y solamente se trata de vivir un día y otro y el siguiente en una abulia y un conformismo que no se han hecho para quienes ya han acostumbrado su olfato al olor de la pólvora y sus oídos al estruendo de las salvas de los mosquetes y al redoble del tambor.
Confieso que esta última reflexión me desconcierta. Aunque mi padre, en su retiro, gusta de sus paseos, de observar a los pájaros y de sus tertulias en la taberna, nunca he podido evitar advertir una sombra de pesadumbre en sus ojos. Es, sin duda, la sombra del humo, de las órdenes, de las banderas flameando al viento, del fragor de los cañones, del suelo que tiembla delatando la caballería que se acerca, del recuerdo de los compañeros muertos... Es la sombra de lo que se añora. Es la sombra de la única forma de vivir que se ha conocido y que yace en un rincón de la memoria. No sé si viviré lo suficiente como para que esa misma sombra vele mis ojos, ahora mismo la única certeza que poseo es que mi vida de soldado, la vida que he elegido, me lleva a países extraños, a convivir con hombres que no conozco y a enfrentarme a enemigos que nada me han hecho.
Daría cualquier cosa por saber cómo me sentiré cuando entre en combate.
© Fernando J. Suárez de Miguel
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