Segundo Teniente Ian Talling. 87ºRgto. (del Príncipe de Gales) Irlandés de Infantería.
Veintinueve de Abril del Año de Nuestro Señor de 1809.
Once día levamos ya a bordo con bastante mala mar. A decir verdad prácticamente no ha sido de otro modo desde que salimos de Belfast. Hace tres días perdimos el mastelero del mayor en medio de un tremendo temporal por lo que, apenas hubo amainado algo, el capitán Cunningham ordenó que se reparase, siquiera someramente, para poder continuar con garantías nuestra singladura.
Estos días me han servido para convencerme de algo sobre lo que siempre había albergado pocas dudas: nunca podría acostumbrarme a la vida de un marino. El solo hecho de estar metido en este pequeño mundo de madera, regido a golpe de chifle y toques de campana y dominado por una actividad frenética y constante, se me asemeja a lo que podría ser una prisión. Nunca había imaginado el Servicio Naval así. Por el contrario, y creo que ha de ser opinión compartida por el resto de mis compatriotas ajenos a las cosas del mar y de la Armada, mi idea se resumía en la imagen de un Cook descubriendo nuevos mundos o en esos celebérrimos acumuladores de gloria llamados Black Dick Howe, Troubridge, Elphinstone, Collingwood y, por supuesto, Nelson.
El tiempo, como ya dije, es muy malo y ello impide poder realizar las prácticas de tiro en que tanto insisten “Red” y Carpenter. No obstante me estoy instruyendo en las operaciones básicas de manejo del mosquete, de tal suerte que he de admitir con orgullo que he adquirido la suficiente destreza como para cargar, montar, cebar y quedar listo para disparar en veintiún segundos. Sin embargo, los sargentos no comparten mi optimismo. Mas, al contrario, consideran que soy demasiado lento y que no estaré a la altura del batallón hasta que no consiga hacer lo mismo cuatro veces ¡en un minuto! y con el enemigo administrando constantes andanadas de fuego mortífero.
Verdaderamente admiro a estos dos sargentos. Oyendo cómo hablan de las maniobras en el combate, de las marchas y, en suma, de lo que es la guerra para el soldado caigo en la cuenta de cuan diferente es una misma realidad para aquél que para un oficial.
Ellos han sudado y sangrado por cada uno de sus galones mientras que yo he accedido directamente a un puesto superior solamente porque el abuelo Burns dispuso que tanto yo, como cada uno de mis hermanos, gozara de un asignación de siete mil libras con la mirada puesta en el hecho, probable y la postre cierto, de que seguiríamos los pasos de nuestro padre en servicio del Rey.
Imagino que el buen abuelo Burns querría ahorrarnos la parte más desagradable del camino que nuestro padre recorrió desde la base de la tropa hasta el coronelato. Un camino plagado de miseria, horror, hambre y muerte pero pleno también de honor, gloria, heroísmo y camaradería.Un camino, en definitiva, que permitió a Seamus Patrick Talling, un humilde muchacho de Limerick, casarse con la hija del virtual dueño del condado de Tipperary. Ciertamente la paga del Ejército por sí sola nunca hubiera bastado para convertirse en el marido de una mujer rica pero el testimonio de su valor y leal servicio, aunque fuera a un rey protestante, fue determinante.
Bien sabe Dios que nuestro padre nunca nos ocultó lo que era la vida militar. Sabemos que lo hizo por nuestra madre, quizás para ahorrarle los sufrimientos propios a esta profesión o quizás, quien sabe, para ahorrárnoslos a nosotros mismos. El caso es que no tuvo éxito con ninguno de sus hijos varones en su intento de dirigir nuestros pasos hacia menesteres más pacíficos. Y nosotros, sus hijos, siempre hemos proclamado nuestro orgullo de ser los vástagos de un verdadero soldado. Esto me hace reflexionar una y otra vez acerca de si seré digno de mi apellido; Angus y Patrick ya han demostrado con creces su gallardía. Yo espero no ser la deshonra de mi apellido aunque he de confesar que las historias que oigo de Red, de Carpenter o del teniente Hobbarth producen un efecto bien distinto que las que nos contaba nuestro padre.
Siempre imaginé a mi padre como una especie de Tuatha Dé que luchaba contra los fomorianos, que no eran sino los indios, los franceses o los españoles...un héroe indestructible a pesar de las muchas campañas en que participó. Sin embargo, y esto me inquieta, los relatos que narran mis compañeros de viaje no poseen ese toque heróico que siempre hallé en los de mi padre. Por el contrario me hacen vislumbrar miedo y destrucción en cada palabra, en cada inclinación de cabeza que recuerda a un compañero muerto, en cada gesto que acompaña un imaginario tajo de sable, un golpe de pica o una embestida de bayoneta. Solamente el tiempo podrá darme una respuesta cuando vea con mis propios ojos cómo es realmente la vida que he elegido. Esa vida para la que me he instruido y por la que estoy ahora escribiendo estas líneas en medio de un mar embravecido.
Bien sabe Dios que nuestro padre nunca nos ocultó lo que era la vida militar. Sabemos que lo hizo por nuestra madre, quizás para ahorrarle los sufrimientos propios a esta profesión o quizás, quien sabe, para ahorrárnoslos a nosotros mismos. El caso es que no tuvo éxito con ninguno de sus hijos varones en su intento de dirigir nuestros pasos hacia menesteres más pacíficos. Y nosotros, sus hijos, siempre hemos proclamado nuestro orgullo de ser los vástagos de un verdadero soldado. Esto me hace reflexionar una y otra vez acerca de si seré digno de mi apellido; Angus y Patrick ya han demostrado con creces su gallardía. Yo espero no ser la deshonra de mi apellido aunque he de confesar que las historias que oigo de Red, de Carpenter o del teniente Hobbarth producen un efecto bien distinto que las que nos contaba nuestro padre.
Siempre imaginé a mi padre como una especie de Tuatha Dé que luchaba contra los fomorianos, que no eran sino los indios, los franceses o los españoles...un héroe indestructible a pesar de las muchas campañas en que participó. Sin embargo, y esto me inquieta, los relatos que narran mis compañeros de viaje no poseen ese toque heróico que siempre hallé en los de mi padre. Por el contrario me hacen vislumbrar miedo y destrucción en cada palabra, en cada inclinación de cabeza que recuerda a un compañero muerto, en cada gesto que acompaña un imaginario tajo de sable, un golpe de pica o una embestida de bayoneta. Solamente el tiempo podrá darme una respuesta cuando vea con mis propios ojos cómo es realmente la vida que he elegido. Esa vida para la que me he instruido y por la que estoy ahora escribiendo estas líneas en medio de un mar embravecido.
Fernando J. Suárez de Miguel ©
La creación de este "blog-libro" o "libro-blog" ("tanto monta, monta tanto...") me parece una excelente idea. Ian Talling se lo merece. ¡Enhorabuena!
ResponderEliminarGracias Paco, como no podía ser de otra forma, tuyo es el primer comentario al igual que eres el primer seguidor.
ResponderEliminarLo seguiré con interés. Incluso con pasión. Un abrazo fuerte.
ResponderEliminarGracias Rafa, creo que a alguien a quien le gusta la Historia (con mayúscula) lo va a disfrutar y en el capítulo 13 encontrarás a algún conocido.
ResponderEliminarYa estoy enganchada. Me he propuesto empezar el día leyendo la historia de Talling. Gracias
ResponderEliminarGracias a todos. Espero no defraudaros.
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