Doce de Agosto de 1809 (Anno Domini). Jaraicejo
No hay descanso que
merezca tal nombre.
Hombres y bestias están agotados pues el terreno es tan
agreste y el calor tan inclemente que el arrastrar cañones, armones y carros se
convierte en una prueba digna de las tareas de Hércules
El hecho de que el puente
de Almaraz esté inutilizado nos concede una apreciable seguridad pues, con
tropas nuestras y españolas sólidamente acantonadas al otro lado, los franceses
tendrán que buscar otros vados, lejos del camino principal lo que en terreno
agreste y poco transitable es garantía de que no nos batiremos inmediatamente.
Nuestro ejército está
disperso entre varias poblaciones de nombre tan exótico como, a veces,
impronunciable: Jaraicejo, Mesas de Ibor, Deleitosa, Miravete… No puedo decir
que a las gentes de por aquí les haya hecho excesiva ilusión el vernos en sus
vecindades. Para ellos somos como el agüero de una plaga pues todos saben que,
detrás de nosotros, vendrán los franceses.
Las noticias sobre el
desastre español de hace varios días en Puente del Arzobispo no son buenas: los
españoles han perdido los cañones que capturásemos en Talavera y que el general
Wellesley, ante la escasez que de los mismos imperaba en el ejército del
general Cuesta, les cediera para suplir tal carencia.
Parece que ya contamos con
el monto fehaciente de bajas que hemos sufrido en Talavera. Debo confesar que
un escalofrío ha recorrido mi ser cuando el ayudante de cirujano Tarín, visiblemente
agotado pues poco y mal ha dormido desde el día del combate de Casa de Salinas,
nos lo anunció al capitán Edwards y a mí mientras se concedía una breve tregua
respecto al mandil y al escalpelo, pues los galenos continúan su labor con los
heridos que pueden valerse y con los oficiales que, aún graves, trasladamos.
Mientras despachaba un
cigarro, uno de los pocos lujos de los que contamos, y un corto trago del
aguardiente de cerezas que aún conservamos desde nuestra estancia en Plasencia
y cuya finalidad última ha sido conceder alivio, siquiera pasajero, a los
infelices a quienes hubo de amputar algún miembro los días siguientes al
combate en los improvisados hospitales de Talavera, solamente dos palabras
bastaron para turbar mi ánimo, y el del capitán Edwards pues su semblante
resumía la sensación que sin duda le embargaba.
-Cinco mil- dijo el de Xerez de la Frontera con la mirada perdida
entre las volutas de humo.
La cuarta parte de nuestro
ejército, ni más ni menos. Era cierta la fama que el general Wellesley había
cosechado en Assaye aunque allí la mayor parte de sus fuerzas hubiesen sido
cipayos, esto es, soldados nativos que luchan a las órdenes de John Company o, como ellos mismos dicen,
de Company Bahadur[1].
Aquí, empero, no ha habido tal sino que ingleses, escoceses, galeses y muchos
irlandeses se han dejado la vida para estar ahora huyendo por entre montañas.
Ahora puedo comprender en cuanto se valora la
gloria de los grandes caudillos; una cuenta crecida para Caronte y un campo
devastado y cubierto de despojos del que el vencedor queda como dueño. Es así
como se cuantifica una victoria, ya lo decía mi padre con ojos sombríos cuando
evocaba las veces en que sus engolados jefes cabalgaban por entre las filas
diezmadas con las espadas en alto y, para colmo, vitoreados por quienes para
ellos no eran sino los peones, la carne de cañón que vendían barata y que ellos
llamaban chusma armada, de su juego
que representaban con graves reverencias y con colmados ágapes y agasajos con
los jefes enemigos durante las treguas o después de una capitulación.
Supongo que así es como
debe ser. Y no creo que haya excesiva diferencia entre nuestros generales y los
franceses ni entre nuestros soldados y los suyos. Hacemos lo que debemos hacer
sin poner en cuestión las órdenes que recibimos y ese juego, tan cruel como a
veces frívolo, lo continuamos quienes estamos en los escalones inferiores, tal
y como sucediera con el episodio de la devolución del viejo Fennessy a nuestras
líneas.
Me pregunto que habrá sido
del teniente Girard y deseo, de todo corazón, que haya esquivado a la muerte y
viva para regresar a su hogar. Un deseo que, vista la experiencia de una
batalla, también ansío se cumpla para mí mismo.
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