lunes, 7 de mayo de 2012

LIBRO III - Capítulo II



Diez de Agosto de 1809 (Anno Domini). Miravete

No hay hombre ni acémila en este ejército que no esté derrengado, fatigado y hambriento.

Hace dos días que cruzamos el río Tajo por los vados de Almaraz. Me ha impresionado ver el magnífico puente, que los romanos dejaron en heredad a los españoles, y que el general Cuesta mandara destruir en los prolegómenos de la presente campaña.

Debo confesar que el ánimo de los hombres se ha desplomado al ver la colosal obra con uno de sus arcos abierto al cielo, lo que parece que los algo más de cien pies de altura que salva la estructura parezca infinitamente mayor. La indescriptible sensación de impotencia que nos ha embargado ha sido sustituida, empero, con una tremenda rabia al tener que afanarnos todos, si bien es cierto que los soldados han llevado la mayor parte del arduo y horrible trabajo, en ayudar a cruzar los cañones por los vados.

Compañías enteras se han desempeñado por turno en ayudar a caballos y mulas a arrastrar las piezas por entre el lodo y las aguas que, gracias a Dios, no son muy abundantes.

El pasado día ocho llegó un correo. Entre las noticias que portaba estaba una que se nos anunció con gran ceremonia: la Junta Suprema Central ha concedido al general Wellesley el empleo de capitán general del Ejército Español (que equivale al de mariscal de campo en nuestro ejército).

Hace días que no hemos ingerido nada que pueda llamarse comida. Ni siquiera queda té suficiente y en muchos casos hemos de acompañar las magras raciones de galleta dura como la roca con agua hervida con un ligerísimo tinte que hace recordar, muy de lejos, el color del té fuerte. El espectáculo, por llamarlo de algún modo, ha sido no obstante un ejercicio de eso que los franceses llaman Igualdad y que, estoy seguro, hubiera sido plato de buen gusto para los generales enemigos:

  Soldados empujando cureñas, armones y carretas mientras sus oficiales arreaban los tiros y los sargentos maldecían al tiempo que gritaban como, recuerdo, lo hacían los contramaestres de la Thebes, es decir, componiéndoselas para lanzar una maldición o una procacidad entre un halen y otro. Solo la monótona cadencia del ein, zwei… de los alemanes, que por lo demás trajinaban con mudo estoicismo, aportaba una nota de eficiencia militar en aquél panorama.

El calor sigue siendo inmisericorde y los hombres de las compañías que quedan relevadas del sofocante trabajo, y libres de servicio, se lanzan como posesos a las aguas del Tajo siquiera para zafarse unos instantes del bochorno.

Y al trabajo extenuante y al clima insalubre es preciso añadir la nueva, que nos ha llenado de temor e incertidumbre, de que los franceses  sorprendieron a los españoles en Puente del Arzobispo, donde se hallaban cubriendo nuestro repliegue, y ambos ejércitos han trabado combate llevando nuestros aliados la peor parte. Al parecer los jinetes franceses consiguieron cruzar un vado mientras los soldados españoles hacían la siesta.

Para quienes no conozcan los usos de este pueblo, diré que la siesta consiste en dedicar algunas horas del mediodía en dormir.

Puede parecer una extravagancia más de los españoles pero a fe de que nadie que no haya estado aquí, cuando el calor pesa como una losa y el sudor te empapa tal cual te encontraras metido en un pantano, puede entender mejor tal actividad que quien, deplorando el exceso de calor, siente cómo los ojos se cierran mientras se oye el peculiar crujido de unos insectos que aquí llaman chicharras y que, de no mediar gritos y maldiciones, compondrían la única sinfonía en un paisaje árido, desolado y ardiente.  

Mas, y no sería justo si no lo refiriese aquí, poca diferencia se me antoja entre el descuido de los españoles y la forma en que los franceses nos sorprendieron en los bosques junto al Alberche, hace unos días que se me antojan como siglos.

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