Diez de Agosto de 1809 (Anno Domini). Miravete
No hay hombre ni acémila
en este ejército que no esté derrengado, fatigado y hambriento.
Hace dos días que cruzamos
el río Tajo por los vados de Almaraz. Me ha impresionado ver el magnífico
puente, que los romanos dejaron en heredad a los españoles, y que el general
Cuesta mandara destruir en los prolegómenos de la presente campaña.
Debo confesar que el ánimo
de los hombres se ha desplomado al ver la colosal obra con uno de sus arcos abierto
al cielo, lo que parece que los algo más de cien pies de altura que salva la
estructura parezca infinitamente mayor. La indescriptible sensación de
impotencia que nos ha embargado ha sido sustituida, empero, con una tremenda
rabia al tener que afanarnos todos, si bien es cierto que los soldados han
llevado la mayor parte del arduo y horrible trabajo, en ayudar a cruzar los
cañones por los vados.
Compañías enteras se han
desempeñado por turno en ayudar a caballos y mulas a arrastrar las piezas por
entre el lodo y las aguas que, gracias a Dios, no son muy abundantes.
El pasado día ocho llegó
un correo. Entre las noticias que portaba estaba una que se nos anunció con
gran ceremonia: la Junta Suprema Central ha concedido al general Wellesley el
empleo de capitán general del Ejército Español (que equivale al de mariscal de
campo en nuestro ejército).
Hace días que no hemos
ingerido nada que pueda llamarse comida. Ni siquiera queda té suficiente y en
muchos casos hemos de acompañar las magras raciones de galleta dura como la
roca con agua hervida con un ligerísimo tinte que hace recordar, muy de lejos,
el color del té fuerte. El espectáculo, por llamarlo de algún modo, ha sido no
obstante un ejercicio de eso que los franceses llaman Igualdad y que, estoy seguro, hubiera sido plato de buen gusto para
los generales enemigos:
Soldados
empujando cureñas, armones y carretas mientras sus oficiales arreaban los tiros
y los sargentos maldecían al tiempo que gritaban como, recuerdo, lo hacían los
contramaestres de la Thebes, es
decir, componiéndoselas para lanzar una maldición o una procacidad entre un halen y otro. Solo la monótona cadencia
del ein, zwei… de los alemanes, que
por lo demás trajinaban con mudo estoicismo, aportaba una nota de eficiencia
militar en aquél panorama.
El calor sigue siendo
inmisericorde y los hombres de las compañías que quedan relevadas del sofocante
trabajo, y libres de servicio, se lanzan como posesos a las aguas del Tajo
siquiera para zafarse unos instantes del bochorno.
Y al trabajo extenuante y
al clima insalubre es preciso añadir la nueva, que nos ha llenado de temor e
incertidumbre, de que los franceses
sorprendieron a los españoles en Puente del Arzobispo, donde se hallaban
cubriendo nuestro repliegue, y ambos ejércitos han trabado combate llevando
nuestros aliados la peor parte. Al parecer los jinetes franceses consiguieron
cruzar un vado mientras los soldados españoles hacían la siesta.
Para quienes no conozcan
los usos de este pueblo, diré que la siesta consiste en dedicar algunas horas
del mediodía en dormir.
Puede parecer una
extravagancia más de los españoles pero a fe de que nadie que no haya estado
aquí, cuando el calor pesa como una losa y el sudor te empapa tal cual te
encontraras metido en un pantano, puede entender mejor tal actividad que quien,
deplorando el exceso de calor, siente cómo los ojos se cierran mientras se oye
el peculiar crujido de unos insectos que aquí llaman chicharras y que, de no
mediar gritos y maldiciones, compondrían la única sinfonía en un paisaje árido,
desolado y ardiente.
Mas, y no sería justo si
no lo refiriese aquí, poca diferencia se me antoja entre el descuido de los
españoles y la forma en que los franceses nos sorprendieron en los bosques
junto al Alberche, hace unos días que se me antojan como siglos.
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