domingo, 12 de febrero de 2012

LIBRO II - Capítulo 40



Veintiuno de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. A las afueras de Oropesa

Aunque mi cuerpo se resiente de la marcha forzada que hemos mantenido los últimos días, y que me han mantenido apartado de estas queridas páginas, debo reservar mis últimas energías de la jornada para consignar las novedades que ésta nos ha deparado.

En primer lugar mencionar una importante alteración en la Tercera División: el III/27, de la brigada McKenzie, ha sido sustituido por el II/24.

Es un honor, en cualquier caso, pertenecer a la misma división en la que forman los rudos galeses del 24, apodados “Los chicos de la Esfinge” por la insignia que lucen y que conmemora su brillante actuación en Egipto.  Esta nueva, empero, nos ensombrece a muchos el ánimo pues nuestros “primos” del 27, los  bravos Inniskilling, han sido relegados a Lisboa como guarnición.

Siempre veló mis ánimos la amenaza de no llegar a entrar en combate. Mis temores se vieron reforzados por la animosidad que el general Wellesley parece manifestar por los hombres de Erin. Creo que nunca olvidaré la triste estampa de un joven teniente de la compañía ligera del III/27: cabalgaba con la mirada perdida, fija en el infinito, mientras las lágrimas surcaban su rostro y se mordía los labios para reprimir el estallido del llanto.

No he llegado a saber su nombre, realmente no he querido saberlo, pues tal vez podría haberse llamado Ian Talling y ser el II/87, y no el III/27, el batallón que haría el camino de vuelta a Lisboa.


A ese hombre le han hurtado la Gloria aunque, y eso es innegable, le han permitido vivir más tiempo. A mí, sin embargo, me corresponde aquella o, mejor dicho, la opción de alcanzarla. No todo el que entre en combate la logrará y, aún en el caso de obtenerla, solo Dios sabe cuántos estarán vivos para saborearla.

Todo esto me hace reflexionar en lo disparatado del asunto. Ese teniente, desgarrado por no poder ir a la guerra, y yo feliz ante la posibilidad de morir. Este episodio me ha hecho pensar en el teniente Laherty, mi compañero en la Compañía Ligera. Creo que hubiera dado cualquier cosa por cambiarse con aquél desconsolado oficial y, de no mediar su honor y sus deberes para con su padre, lo hubiera hecho. Nunca he intimado demasiado con él y la única vez que he intentado ganar su confianza solamente obtuve la manifestación de su certeza ante su inminente muerte y un fajo de cartas, de cuya entrega personal he empeñado mi palabra, para su padre y su prometida.

Qué injusto puede llegar a ser el Destino que preserva la existencia de quienes están dispuestos a sacrificarla y arroja a los campos de Marte a los que rinden culto a la vida.

Pero, como consigné previamente, esta jornada ha deparado otro suceso digno de ser recordado. Hoy el Ejército Expedicionario Británico, agotado pero decidido y presto a la lucha, ha tomado contacto con sus aliados. Aquí mismo, en Oropesa, el ejército español, a las órdenes del general Cuesta, se halla acantonado. Solo es cuestión de días que marchemos juntos en busca del enemigo.

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