Cinco de Agosto de 1809 (Anno Domini). En ruta hacia Almaraz
La brigada Donkin se ha
convertido en la vanguardia de un ejército en retirada.
Lo que se suponía iba a
ser un repliegue ordenado hacia Portugal a punto ha estado de amenzar con
convertirse en una desbandada. Al menos una noticia ha mitigado en algo nuestro
ánimo pues la Brigada Ligera, al mando del general Craufurd, recién llegada de
Portugal con dos mil quinientos hombres marcha ahora en vanguardia junto a
nosotros.
El pasado día tres, al
amanecer, nos pusimos en marcha pues al parecer se han recibido noticias de que
el enemigo ha tomado Plasencia cortándonos la retirada de modo que hemos de
buscar otra ruta para evitar que nos copen. Así, nos hemos dirigido al sur y,
aún en la madrugada de ayer, nuestras tropas cruzaron el Puente del Arzobispo
sobre el río Tajo
Hemos dejado a muchos heridos, prácticamente a
todo aquél que no pudiera moverse por sí mismo, en Talavera a cargo de los
españoles. Aún no se ha cuantificado con certeza las bajas que hemos sufrido
pero se habla de que superan las cuatro mil y aún que pasan de las cinco mil.
No imaginé que tras el
combate de los pasados días, y menos aún que habiendo quedado dueños del campo,
hubiéramos de retirarnos así. Quizás me había hecho a la ilusión de que
marcharíamos junto a los españoles hacia Madrid pero no es menos cierto que me
he olvidado bien pronto de todo cuanto mi padre siempre decía sobre los azares
de una contienda.
Cuántas
veces, recuerdo sus palabras, hubimos de marchar y recular a veces en el mismo día en la guerra
contra los franceses o en la de las colonias. A los generales no parecía
incomodarles el hacernos recorrer treinta millas a marchas forzadas solo para
descubrir que el enemigo no estaba donde se suponía y que tocaban otras diez o
quince en dirección contraria antes de que los mosquetes hablasen.
Así pues, marchamos para regresar
a Portugal a reorganizarnos. Es una sensación extraña el haber reclamado la
victoria y estar ahora huyendo como si cada milla dejada atrás nos alejase de
los fuegos del Infierno.
Apenas si pudimos enterrar
con mediano decoro a nuestros muertos. El pasado domingo el padre Fennessy,
sobrio y con los ojos llorosos, celebró un muy breve responso por el alma de
quienes ya no volverán a Erin.
Y no poco doloroso ha resultado el hecho de
tener que enterrar a muchos fuera de la tierra sagrada aunque más propio sería
decir que pocos han sido quienes se han beneficiado de un camposanto decente:
solamente los caídos católicos, de cuya condición hemos debido dar fe sus
oficiales, han sido acogidos en el cementerio de la villa. Los demás han
encontrado su última morada en monte de propios, allí donde cayeron, pues no
habido tiempo ni medios para llevarlos al cementerio no católico, un vestigio
de los tiempos en que hubo en estas tierras adoradores de Mahoma e hijos de
Judá, aunque no creo que ningún cristiano, por muy protestante que sea, merezca
tal morada.
Si la tropa ha sido
inhumada en fosa común, a los oficiales los hemos enterrado individualmente.
Aún recuerdo, y creo que siempre lo haré, la inscripción que campeaba en la tosca cruz, hecha de la
madera de las mochilas británicas relegadas a favor de las francesas de piel,
que cubría la sepultura del teniente Laherty:
Aquí yace John J. Laherty
1790-1809
Muerto por el Rey y por la Patria
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