Nadie pudo dormir aquella
noche.
Los cirujanos y sus
ayudantes, trabajando a la luz de antorchas, se multiplicaban para aliviar en
algo la tremenda carnicería en que se había convertido las laderas del
Medellín.
Una vez desalojados los
franceses (el 9º Ligero había llevado el peso del asalto) se reorganizaron las
líneas y se puso sobre las armas a todos los hombres disponibles hasta que se
establecieron los turnos de guardia y de descanso.
La brigada Löw, muy
castigada, volvió a ocupar su puesto aunque esta vez tenía en su inmediata
retaguardia a nuestra brigada, menguada sí pero decidida a resistir. Además, la
cresta del cerro estaba ahora ocupada por la brigada de Tilson.
Los heridos, nuestros y
franceses, yacían juntos en espera de su turno. La custodia de los prisioneros
se confió a la caballería de Anson y muchos de nuestros hombres aprovechaban
para cambiar sus incómodas mochilas John
Trotter de madera por las magníficas francesas de piel de vaca. En alguna
de éstas, convenientemente registradas, ha aparecido café que, apenas molido a
culatazos, ha ayudado a permanecer de pie a los que están de guardia.
Una noche larga, no la
olvidaré jamás, con el lamento de los heridos que aguardan o los desgarradores
alaridos de los que están siendo operados.
Y hallándome de guardia aconteció un suceso que, igualmente,
permanecerá indeleble en mi memoria.
Un alemán del V/KGL se
acercó adonde me hallaba junto a mi piquete y me informó de que un oficial
francés se había presentado, con bandera de parlamento, y demandaba poder
entrevistarse con un oficial del 87.
Intrigado, y en compañía
del cabo “Big Joe” O’Connell y de los
soldados “Shillelagh” O’Meara y
Seamus Dennehy, me dirigí hacia el piquete donde se encontraba el francés.
Resultó que el teniente Philippe Girard del 96 de línea, y que por cierto
hablaba un inglés excelente, me saludó con toda cortesía y me dejó, lo
confieso, estupefacto cuando me dijo que venía a devolverme algo que pertenecía
a mi regimiento.
Casi pensé que se trataba
de una burla pero cuando quise interesarme sobre el objeto en cuestión, Girard
se retiró unos pasos atrás para volver con un abigarrado conjunto, difuso por
las luces titilantes de las antorchas, que parecían ser cuatro soldados
franceses que se esforzaban por sostener una rechoncha figura, tocada con un
sombrero gacho, que canturreaba The
Wearing of the Green con voz trabada.
Creo que nunca me había
alegrado tanto de ver a un borracho confeso, por más hombre de Dios que fuera,
aún en compañía de cuatro soldados enemigos que resoplaban acusando el esfuerzo
y de un teniente de modales exquisitos que, al despedirnos y recibir mi más
expresivo agradecimiento por su noble proceder, me correspondió con sus mejores
deseos para con mi persona.
Qué extraños pueden ser
los hombres. Mientras regresábamos a nuestro destacamento con mi escuadra, y
dos alemanes que hube de reclutar para ayudar en el traslado de nuestro páter, pensé en el escaso sentido que
tenía todo cuanto me rodeaba.
Hemos luchado como fieras durante casi todo el
día para que, al final, un enemigo, un oficial joven no muy distinto a mí, nos
devolviera al viejo Fennessy borracho como una cuba pero vivo y sin un rasguño.
Extraños hombres, sin duda, y extraña guerra
en la que todo, lo mejor y lo peor, puede suceder
En el siglo XIX, cuando aún existía aquello de la caballerosidad.
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