Avanzada ya la tarde,
después de que diéramos buena cuenta de las hogazas de pan tierno salidas de
las tahonas de Talavera, y de una doble ración de vino, los sargentos se
empeñaron en la tarea de pasar lista por compañías pero su tarea se vio
interrumpida por el estrépito debido a fuego de artillería que retumbaba desde
el sur.
Estaban batiendo las
líneas españolas desde el otro lado del Portiña pero, en cualquier caso, caía
lejos de nuestras posiciones y además pronto oscurecería de forma que los
franceses suspenderían el fuego para no desperdiciar proyectiles y pólvora en
una acción inútil.
Los hombres, agotados y
necesitados muchos de cuidados, intentaron descansar aunque la tensión de la
jornada se apreciaba en los rostros aún ennegrecidos por el humo de la pólvora
quemada. Tampoco contribuyó al sosiego el hecho de que nadie hubiera visto ni
supiera nada, desde la mañana, del padre Fennessy.
Y empezaba a ponerse el
sol cuando, de repente, un terrible fragor procedente de la vanguardia de la
brigada Löw hizo que cada hombre útil tomara su arma al tiempo que los
sargentos gritaban los números de las compañías.
Se me antojó como si
estuviera viviendo la misma situación de aquella mañana. Los franceses habían
cruzado el Portiña, muy bajo en el cálido verano español, sorprendido a los
alemanes de Löw y avanzaban cerro arriba por nuestros flancos, buscando tomar
la cresta que estaba desguarnecida pues las brigadas de Tilson y de Stewart
vivaqueaban más atrás.
Esta vez formamos la
línea, que debía parecer muy pequeña dadas la bajas, y nos aprestamos a
sostener el terreno. El mayor Gough, con el sable en la mano, recorría el
batallón peligrosamente expuesto exhortándonos a cumplir con nuestro deber y a
cobrarnos el golpe recibido. La oscuridad se iba enseñoreando del campo y
solamente las hogueras que se extendían por todo el cerro parecían aportar un
tono irreal, casi fantasmagórico. Una seca orden me hizo olvidarme de
ensoñaciones:
-¡Compañía ligera, en
escaramuza!
Como un solo hombre, la
ligera se desplegó al frente del batallón. Creo que cada oficial mandaba sobre
diez o quince hombres, no más. Me encontraba en el flanco izquierdo de la
compañía y reparé en que aún sostenía el mosquete que tomara esta mañana. Lo
cargué y monté y aguardé lo que pudiera venir.
No esperé mucho, una serie
de descargas aisladas, que provocó algunas bajas, delató que teníamos enfrente
a nuestros equivalentes franceses: una compañía de voltigeurs.
Fue una refriega
prolongada e intensa. La oscuridad se incrementaba y cada vez era más difícil
hacer blanco. No bien hube terminado de cargar por no se qué vez cuando el
atronador vozarrón del capitán Edwards nos apremió:
-¡Retirada a la línea!
Retrocedimos disparando
mientras advertimos que los voltigeurs
habían dado paso a la infantería de línea. Aún cayeron tres o cuatro de los más
avanzados antes de que ocupáramos nuestro lugar. Al instante, una potente
descarga causó estragos en el avance, luego una segunda, y una tercera…El humo
y la oscuridad hacían casi imposible ver nada pero los franceses se habían
replegado.
Extenuados, muchos
maldiciendo por habernos sorprendido dos veces el mismo día, algunos llorando
de dolor, de rabia o por los camaradas muertos, pudimos oír cómo se luchaba más
arriba, en la cresta. Ya casi no se veía nada, y fue un milagro que el teniente
del I/29 que vino a anunciarnos que conservábamos el control del cerro y que
los franceses se retiraban no recibiera una descarga mortal.
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