Dos de Agosto de 1809 (Anno Dimini). Talavera
Nada más romper el alba
del día Veintiocho un violento bombardeo procedente del Cerro del Cascajal nos
causó muchas bajas (entre ellas el mayor Gough que resultó gravemente herido)
antes de que pudiéramos reaccionar.
Aunque formamos en espera
de órdenes no hubimos de intervenir ya que la dirección del ataque francés,
aunque similar a la de la noche anterior, iba algo más desviada hacia el
noroeste. Era evidente que su intención era tomar la cresta pero esta vez
fueron a estrellarse directamente contra la Segunda División, con las brigadas
de Tilson y de Stewart bien situadas. Además, era preciso mantener nuestra
posición toda vez que los alemanes de Löw, sin duda escocidos por el castigo
recibido, lanzaron un asalto por el flanco izquierdo enemigo que acabó por decantar
el resultado.
Así pues, apartados de la
línea de fuego pero deseosos de intervenir pudimos oír el fragor de la batalla y, en
cierto momento, los gritos de júbilo que anunciaban que el enemigo se retiraba.
A esto siguieron dos bramidos que
corrieron por cada compañía de cada batallón:
“¡Calen bayonetas!”
“¡A la carga!
La brigada Donkin, o lo
que quedaba de ella pues aunque pequeña en número seguía siendo grande en
valor, se lanzó en pos de los franceses en retirada deseosos su hombres de
vengarse del destrozo sufrido.
Nos replegamos, pues, si
no pletóricos sí al menos satisfechos de haber hecho correr al enemigo.
Habíamos tenido algunas bajas, víctimas de la mortal puntería de los voltigeurs, entre ellas el teniente
Laherty.
No olvidaré su semblante cuando lo vi antes de
que uno de los hombres se lo echara sobre los hombros para llevarlo a nuestras
líneas; aparecía tremendamente tranquilo y la muerte no había dejado su
terrible impronta en sus facciones. Se diría que le hubiera llegado una
liberación. Recuerdo que aferré con fuerza el paquete de cartas que me
confiara, y que guardo celosamente en un morral junto a mi diario, y repasé
mentalmente la promesa hecha de que yo, en persona, las entregaría.
Y el calor, omnipresente,
se dejaba sentir. El sol, ese sol español inmisericorde que parecía querer
fundir todo cuanto se hallase sobre la Tierra impuso lo que los hombres por sí
solos eran incapaces de establecer.
La sed, que era tormento
común para todos cuantos estaban en el campo, obligó a una de esas treguas tan
comunes mientras los generales decidían sus próximos movimientos.
Se establecieron turnos
para bajar al Portiña y aprovisionarse de agua. El arroyo, mísero en verano,
bajaba rojo por la sangre de los valientes que habían caído. Y, como suele
ocurrir en estos casos a decir de los veteranos, los turnos no se respetaban y,
al cabo de un rato, soldados vestidos de rojo llenaban sus cantimploras junto a
otros vestidos de azul sin importar demasiado que apenas unas horas antes se
hubiesen estado matando con saña.
Confieso que me pareció
desconcertante, igual que el episodio de la devolución del padre Fennessy pero
en la vida del soldado común abundan momentos como este, en el que los soldados
dejan de serlo para convertirse en hombres que intercambian vino por tabaco o,
incluso, bromean deseándose ventura para el porvenir:
“Bon Chance, mon ami”
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