La espera es tal vez lo
peor del oficio de soldado.
Hoy se conmemora la
festividad de Santiago, patrón de España. Parece que es fecha propicia para que
los españoles tengan un día memorable. Y, aunque aguardábamos a oír, al menos,
el choque entre las tropas españolas y las francesas que se repliegan (hoy hemos sabido
que se trata del Cuerpo de Ejército del mariscal Victor) solo el silencio ha
sido la respuesta.
La moral de los hombres
es, en apariencia, elevada. No hay signos, visibles al menos, de temor o de
fatiga y, al parecer, no ha habido deserciones desde que ocupáramos esta
posición (aunque, de haberlas, dudo que lo hubieran anunciado hasta después de
la batalla).
No hay noticias de ninguna
clase, lo cual no deja de añadir un punto de temor a mi ánimo. Cuánto menos
angustioso resultaría que entráramos en liza de una vez por todas e hiciéramos
lo que hemos venido a hacer.
Es curioso que ayer me
sintiera en parte aliviado por no combatir y hoy, sin embargo, ante la
posibilidad de que los españoles se queden con toda la gloria y que nosotros no
intervengamos, me domine un irreprimible deseo de entrar en batalla.
No obstante, aunque por el
momento no parezca inminente el combate, el padre Fennessy se multiplica a la
hora de atender las confesiones de quienes desean dejar limpia su Alma ante la
perspectiva de la muerte.
Nunca hubiera imaginado
tanta energía en nuestro achaparrado y borrachín páter. Hasta los protestantes le respetan y no son pocos de entre
ellos los que le invitan a beber, no importando lo más mínimo que sea aquél un
ministro del Papa de Roma.
Incluso ha pedido al mayor
Gough que le permitiera dirigir unas palabras de aliento al batallón y éste ha
accedido. Ha constituido un espectáculo inolvidable ver a esos hombres
congregados en torno a la rechoncha
figura del clérigo que, de pie sobre una pequeña elevación del terreno, se ha
dirigido a todos: los católicos, rodilla en tierra; los anglicanos, los de la
Iglesia de Irlanda, los metodistas y los impíos en pie y descubiertos.
Soldados, sargentos,
oficiales…Todos escuchando cómo un hombre de Dios nos insuflaba ánimos ante la
dura prueba que nos aguarda. Y él nos habló como creo que no lo había hecho
jamás en su parroquia de Mullaghbrack.
Nos alentó sobre nuestro deber como soldados;
de la recompensa que Dios otorga a los hombres justos; de nuestros enemigos,
que ha comparado con los hunos del terrible Atila y, en definitiva, de la noble
causa que defendemos.
No
olvidaré sus últimas palabras, dedicadas a aquellos que “aún no habéis pasado la dura prueba de la batalla” y que enseguida
reconocí como parte de una de las Cartas de San Pablo:
Mientras
yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño,
pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño.
pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño.
Cuánta razón hay en ese
pasaje. Ha llegado el momento de despojarse de las cosas de niño y de
convertirse en un hombre aunque muchos ahora, ni siquiera se si yo mismo sería
uno de ellos, no desdeñaría seguir siendo un niño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario