Veinticuatro
de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. En los vados del Alberche
La
batalla se adivina inminente.
Ayer nuestra división,
junto a la Primera y la brigada de caballería del general Anson, recibió la orden de avanzar hacia el
este, más allá de la villa de Talavera, y tomar posiciones en la orilla
oriental del río Alberche, que poco antes habían cruzado fuerzas enemigas en
retirada.
Parece que nuestra misión
es cubrir a las tropas españolas que se han lanzado en persecución de los
franceses. Estamos desplegados cubriendo los vados y un puente, más abajo, que
enlaza con el Camino Real de Madrid en una zona de cultivo dominada por una
edificación semiderruida llamada Casa de Salinas.
Ya el día Veintidós
pudimos oír disparos procedentes del despliegue español. Parece ser que la
división de caballería del Duque de Alburquerque chocó contra una fuerza de
dragones franceses que resistió el envite de la infantería y la artillería
españolas y se replegó en orden a continuación.
Sin embargo, no puedo
decir que nuestro avance haya sido ninguna hazaña. Las dos divisiones han
sobrepasado Talavera sin hallar resistencia y han progresado por entre los
olivares y los pastos que se extienden al este de la población. No hemos visto
a ningún enemigo y nuestras patrullas se han incautado, como objetivo
prioritario, de todos los hornos de pan de la villa. Ya ni siquiera hay
distinciones en nuestra dieta y soldados y oficiales venimos consumiendo las
mismas raciones de galleta, tan duras que incluso se puede escribir en su
superficie. Al menos, podemos permitirnos el lujo de dormir a resguardo pues
los franceses, en su retirada, han dejado intactas las cabañas en que se habían
alojado durante las últimas jornadas.
No sabría expresar
exactamente cómo me siento pues la opresión que me atenazaba desde días pasados
parece haber desaparecido o, más bien, ha sido sustituía por una mezcla de
excitación y de algo que no sabría cómo definir pero que, tal vez, sea miedo.
Me avergüenza reconocerlo
pero mis piernas tiemblan a cada paso en nuestro avance. Ya solo los oficiales
superiores van a caballo y portamos solo lo indispensable. Todo el equipaje ha
quedado con el grueso del ejército en la retaguardia y yo solamente conservo,
aparte de las armas, este diario, unos cuantos lápices y las cartas del
teniente Laherty, que espero devolverle cuando haya acabado todo.
Me siento extraño
escribiendo estas líneas mientras los españoles están buscando trabar batalla al tiempo que
nosotros, dos divisiones enteras, estamos aquí mano sobre mano. Imagino que el
general Wellesley conoce su oficio y nuestro despliegue aquí tiene, por tanto,
su razón,
Y más extraño me resulta aún verme a mí mismo
como veterano, empleando el mismo lenguaje que éstos cuando me refiero a la
contienda que nos aguarda.
“Cuando hubo acabado
todo”, así solía terminar mi padre sus relatos de batallas y yo, un jovenzuelo
que aún no ha visto una verdadera batalla, me permito usar esas mismas
palabras. Verdaderamente, si mis hermanos estuvieran aquí hoy, se burlarían de
mi presunción.
Qué confusión de
emociones, en suma, se enseñorea de mi Ser. Estoy a punto de cumplir el deseo
al que aspira todo soldado: la prueba de fuego.
Es lo que he deseado
siempre y, sin embargo, se me antoja ahora mismo como el regalo que te entrega
el Diablo a cambio de tu Alma.
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