martes, 21 de febrero de 2012

LIBRO II - Capítulo 41



Veintidós de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. En ruta por España

Estamos en tierras castellanas, las mismas que hollaran un día mesnadas de guerreros de la Cruz empeñados en devolver toda esta nación a la Ley de Dios.
 Hemos dejado atrás Oropesa y marchamos hacia el este, en paralelo a las tropas españolas

Al parecer, según siempre el teniente Tarín, cuya erudición sobre la Historia de España convoca cada día a mayor número de oyentes deseosos de saber de heroicos momentos del pasado, esta villa de Oropesa fue, durante mucho tiempo, la frontera entre la Cruz y el Islam, entre Castilla y los reinos musulmanes del Sur. Cuenta, como no podía ser de otra manera, con un castillo y con un Colegio de Jesuitas, esos esforzados soldados de Dios siempre prestos a llevar su palabra allí donde nadie se atreve a hollar.

Asimismo, pues esta es tierra fecunda en soldados, Tarín nos ha hablado de Rodrigo Orgóñez, uno de los captores de Francisco I en la batalla de Pavía y partícipe de la conquista del Imperio de los Incas; y del Duque de Alba, azote de los holandeses, a quien corresponde el señorío de estos lares.

El calor se hace más y más intenso conforme avanzamos. No son pocos los hombres que caen al suelo, vencidos por la inclemencia del tiempo, por la sed y por el escaso sustento que les proporcionan sus magras raciones. Ignoramos cómo estarán de abastecidos los españoles pero me cuesta imaginar que estén peor que nosotros.

Parece ser, al menos es lo que asegura el ayudante del Intendente General, que el general Wellesley ha exigido al general Cuesta los suministros prometidos e, inclusive, ha llegado a insinuar al español que si no nos surten adecuadamente abandonaremos la lucha y nos retiraremos a Portugal. No parece, desde luego, una perspectiva halagüeña el volvernos a Abrantes, o a Lisboa, o a donde sea sin haber entrado en combate. Egoístamente espero no tener que verme como aquél teniente del III/27 que volvía lloroso y cabizbajo a Lisboa hace apenas unos días.

Mientras esto escribo siento como si una fuerza irresistible anidara en mi pecho y me impeliera a la batalla. Es una sensación extraña, aunque en cierto modo familiar, pues la conozco bien desde que era un niño. Mi padre, cuando nos contaba a mis hermanos y a mí sus experiencias en la guerra (nunca nos hurtó ningún aspecto de la misma, por desagradable que fuera) hablaba a menudo de algo parecido: una presión en todo el cuerpo y que anunciaba la inminencia de un combate.

Ignoro si mis sentimientos son los mismos que mi padre experimentaba pero, de ser así, si realmente estoy presagiando la lucha, esta me encontrará dispuesto a afrontarla. No quiero dejarme abatir por el pesimismo de modo que asumiré mi mando y cumpliré mis órdenes llegado el momento,

Y no podría acabar estas líneas sin referirme a ese que se ha convertido en mi fiel compañero al final de cada jornada. Estas tierras, castigadas por el sol inclemente, son el escenario donde cierto Ingenioso Hidalgo ha comprometido su honor en la defensa de los débiles y en la virtud de Dulcinea mientras que su fiel Sancho, paciente y leal, sueña con su Barataria.


Hoy, con las últimas luces del crepúsculo, mientras contemplaba cómo el sol se ponía, me ha parecido vislumbrar en la lejanía la alta figura sobre el desmadejado rocín seguido por su orondo escudero, buscando sin duda empresas dignas de su valor.

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