Una desagradable sorpresa
ha puesto punto final a esta jornada.
Con las últimas luces
muriendo en poniente, los centinelas han corrido la voz de que se aproximaba
tropa desde el este. Las compañías han aprestado armas y, en pocos minutos, la
Primera y la Tercera división estaban prestas al combate. Incluso los jinetes
de Anson, acampados al otro lado del río, se han presentado en forma de dos
escuadrones.
Pero lo que se acercaba no
era el enemigo sino los españoles que poco antes hubieran salido en pos de los
franceses que se retiraban. Al parecer el Cuerpo de Victor se ha reunido con
tropas francesas de refuerzo que acuden a darnos la batalla.
La oscuridad parece
acompañar la penosa situación:
Los españoles, agotados
por la sucesión de marcha y contramarcha, y que se nota especialmente en los
regimientos de conscriptos, harapientos y mal equipados y cuyos componentes, en
absoluto acostumbrados a los rigores de la marcha de campaña, acusan la fatiga
en grado extremo.
Pero no van a cruzar el
Alberche. No esta noche pues es peligroso cruzar los vados en la oscuridad.
Además, y esto es plausible, los españoles necesitan reposo si sus jefes
quieren que luchen mañana.
No habrá lucha hoy, dicen
los suboficiales. Las sombras se han enseñoreado del cielo y pronto no se verá
nada a diez pasos. Los franceses no atacarán y los españoles, y nosotros,
dispondremos de unas horas de descanso, aunque muchos hombres no conseguirán
dormir esta noche.
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