Trece de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809.
Plasencia
El haber cambiado las
marchas por sesiones redundantes de instrucción tal vez pueda no ser el mejor
modo de descansar, pero el ánimo de los hombres está un tanto más elevado desde
los horribles castigos que hubieron de presenciar hace apenas unos días.
Las órdenes desde luego
han sido tajantes: Descanso y Reposo pero sin entregarse a la Molicie. Ello
significa que el reglamento más estricto impera en nuestro campamento y que las
horas de servicio se cumplen a rajatabla. No obstante, no es lo mismo que
marchar durante todo el día bajo el terrible sol y el calor de esta parte del
Mundo. Los hombres, acostumbrados a su rutina diaria, han dado por bienvenido
el monótono ritual de ejercicios. Cierto es, sin embargo, que se ha reducido el
número de prácticas de tiro pues la inminencia de la contienda hace necesario
que la cantidad de munición, pólvora y pedernales esté rigurosamente
contabilizada.
No es infrecuente ver a
los intendentes de los regimientos armados con cuartillas y lápices revisando
las existencias asignadas a sus respectivas unidades; los conductores del tren
de bagajes aprovechan el interludio para revisar sus vehículos.
Todos los días, por la mañana y por la tarde,
los de caballería ejercitan a sus monturas para evitar que pierdan sus
cualidades físicas, aquellas que pueden significar la diferencia entre un
jinete vivo y uno muerto.
Los de artillería, en fin,
practican, aunque sin abrir fuego, todo lo relativo a su oficio. Resulta un
espectáculo verles ejecutar todas las maniobras con una celeridad y una
exactitud que, desde luego, resultan
sumamente inspiradoras, por cuanto su profesionalidad está fuera de toda duda,
a la vez que tranquilizadoras, pues de estos hombres puede depender el éxito de
nuestra empresa. En este sentido no dejo de tener presente que los franceses
tienen una bien merecida reputación en ese campo, y que les viene del propio
Napoleón y de su pericia en el sitio de Tolón.
No todo, empero, tiene que
ver con la Guerra. Disponemos de tiempo para recrearnos en las maravillas que
pueden verse en este lugar y, creo que es ocioso reseñarlo, disfrutar de los
agasajos con que nos obsequian los lugareños.
Impresionan las murallas
que rodean la villa. Los torreones se me asemejan a ciclópeos centinelas que
parecieran guardar con celo a la hermosa Catedral Nueva. No tenemos nada como
esto en Irlanda, aquí parece que hasta las aldeas más insignificantes cuentan
con su propia catedral o fortaleza.
Los españoles, por su
parte, no parecen disgustados con nuestra presencia. Además, la circunstancia
de que hable con mayor o menor soltura su lengua parece agradarles sobremanera,
hasta el punto de que el solo hecho de que intercambie un saludo en español
garantiza un vaso de vino o una copa del excelente aguardiente de cerezas
casero tan querido por el padre Fennessy.
Quisiera pensar que en
verdad nos consideran sus aliados pero no se me hurta el hecho de que la
presencia de nuestro ejército se haya convertido en una fuente de beneficios
para estas gentes. Me ha sorprendido la cantidad de provisiones que han
adquirido nuestros soldados, provisiones que se supone nos debían proveer los
españoles. Desde pan hasta huevos o vino, nada parece faltar en las despensas
de los naturales, llamados placentinos y, por supuesto, los que de entre los
nuestros pueden permitírselo no se privan de nada pagando lo que les pidan.
Me cabe, pues, la duda de
que tal vez no sería un comportamiento muy diferente si fuésemos franceses, y
nuestra bolsa estuviera bien provista.
Hermosa villa, sin duda,
que hace honor al lema que acuñara su fundador Alfonso VIII de Castilla:
“Ut placeat Deo et hominibus”[1]
No hay comentarios:
Publicar un comentario