Veintiocho de Septiembre
de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho
Hemos pasado cuatro
terribles días en medio de un temporal. Creí que el barco se iba a romper pues
los crujidos del maderamen y el cabeceo, más intensos que de costumbre, no
parecían augurar un desenlace afortunado.
Mas, como es costumbre en
quien poco o nada sabe de las cosas del mar, estaba errado y, excepto algunos
daños de poca importancia prestamente reparados por el carpintero y su brigada,
el Portobelho continúa su singladura
hacia el Sur.
No puedo negar que ha sido
un alivio poder salir a la cubierta y respirar aire fresco pues tanto yo como
el capitán Messervy hemos sufrido la tormenta oprimidos por el mareo y por las
arcadas. Ni que decir tiene que he devorado la magra ración del desayuno y que
el café, pese al agua salobre, me ha sabido a néctar.
Y debo corregir que, si
bien he disfrutado del exterior por primera vez en varios días, el aire fuera
fresco. Por el contrario el calor se ha intensificado respecto a antes de la
tormenta lo que me hace pensar, aún a riesgo de equivocarme de nuevo, que debemos
estar cerca de las costas africanas.
Confío en que Partridge, o Figgis, a los
que no he visto durante mi forzada reclusión, puedan corroborar mis sospechas.
Hoy, además, he podido
acceder a las entrañas de este barco, es decir, he bajado a los sollados. El
primer oficial Barlow, al verme en cubierta, me invitó a acompañarle a revisar
si la carga estaba correctamente entibada.
Nunca antes había visto
nada parecido pues la pulcritud de la zona de carga, con los estantes donde
según Barlow se alojarían los esclavos atestados de cajas que contenían rollos
de tela, barricas de vino, lingotes de cobre y cacharrería varia salida de las
acerías de Sheffield (a juzgar por las etiquetas) que se trocarían por hombres
y mujeres, contrastaba con un olor extraño, pesado y extrañamente familiar. Mi
impresión no pasó desapercibida a Barlow que, divertido, me explicó que nada
puede eliminar el olor de los varios
cientos de cuerpos que ocupan el espacio en cada viaje.
Era un olor en cierto modo
semejante al que impera en un campamento tras varios días de marcha aunque
mucho más intenso debido al mismo confinamiento de los sollados. Me estremeció
el pensar cual sería el panorama cuando las cajas que llenaban los estantes
fueran sustituidos por los infelices que, arrancados de su tierra, de sus
familias y de su vida, habrían de ser llevados a otro mundo, completamente
distinto a cuanto conocían, para trabajar hasta la extenuación al arbitrio de
sus dueños.
Y no puedo finalizar este pasaje sin consignar
un descubrimiento que me ha llenado de inquietud a la par que de sorpresa.
Cuando Barlow y yo
regresábamos a cubierta un bandazo hizo que una de las maromas que aseguraban
una pila de cajas se rompiera haciendo que una de ellas se rompiera con gran
estrépito. A las voces de Barlow pidiendo hombres para reparar el daño
acudieron varios y pude ver cómo se afanaban en reparar la caja que alojaba
relucientes mosquetes que parecían recién salidos del arsenal o de los
talleres.
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