Veintitrés de Septiembre
de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho
Este que hoy acaba es el
decimoséptimo día a bordo.
No se han visto velas en
las últimas jornadas y, por lo que he podido oír, estamos cerca, según lo que un
marino entienda por cerca, del lugar adonde nos dirigimos.
La situación no ha variado
en exceso, excepción hecha del estado de ánimo del capitán Messervy que flaquea
cada vez más.
Dada su apatía le he
impuesto unas sesiones diarias de trabajo consistentes en redactar
correspondencia durante varias horas a lo largo de la jornada. Pese a lo
reservado de su carácter me ha confiado que tiene esposa y dos hijos en
Lancashire y que un hermano suyo es parlamentario en los Comunes por ese mismo
condado.

Cuando le veo sentado
sobre el pequeño escritorio de la cabina tratando de plasmar sus pensamientos
sobre el papel me imagino a mí mismo haciendo lo propio en este diario que se
ha convertido ya en una parte de mi ser. Confieso que el verle empeñado en una
tarea, por peregrina que sea, me siento mucho más decidido a buscar nuestra
liberación aunque, presumo, deba actuar como freno del guardiamarina Partridge
pues su cólera crece por momentos, superando con mucho la vergüenza que le
produce su situación de subordinado del mulato Pouzada.
Confío en que no se
precipite y su actuación redunde en un empeoramiento de nuestra situación.
Solamente me tranquiliza un tanto el hecho de que no nos hayan arrojado por la
borda después de las acusaciones que el guardiamarina lanzara contra Fernándes.
Sin embargo no puedo evitar experimentar un punto de temor al pensar que
podamos correr esa suerte cuando hayamos dejado de ser útiles.
Prosigo con el balance de
hombres y armas del barco. Sumando información y, sobre todo, contando a los
hombres y corrigiendo las cuentas cuando descubro que he numerado al mismo dos
veces. Es una tarea agotadora pero, al fin y al cabo, soy un soldado y, como
tal, es mi deber conocer la fuerza de mi enemigo a fin de hallar un punto débil
que aprovechar para su derrota.

Incluso el cocinero, un portugués gordo
llamado Nuno, luce una pierna de madera recuerdo de algún lejano día en el que
la Muerte le sorteó y le dejó en el mundo de los vivos atado a un trozo de
madera y con la firme promesa de que habrá de llevarle para que se reúna con el
miembro que le falta.
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