Diecinueve de Septiembre
de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho
Continúa nuestra
singladura rumbo al sur y, poco a poco, parece que nuestras esperanzas se vayan
desvaneciendo antes incluso de que afloren.
Ayer el serviola anunció
una vela. Antes de que estuviéramos lo bastante cerca para identificar su
pabellón, o para que identificaran el nuestro, el capitán Fernándes mandó izar
bandera británica.
Confieso que me repugnó
ver los colores por los que he luchado sirviendo de escudo a unos canallas como
los que moran en este barco pero, y esto es lo que importa, esta bandera es
temida y respetada por todos los mares del Mundo de modo que resulta perfecta
para que nadie nos importune. No hubo necesidad pues la vela se convirtió en un
punto diminuto y desapareció de la vista tras unos minutos de maniobras.
En cualquier caso, y si el
truco de la bandera fallase, el guardiamarina Partridge me ha aleccionado sobre
las cualidades del Portobelho. En su
opinión un prodigio de la construcción naval.
Para empezar es un barco
tremendamente rápido y marinero. A pesar de que sus dos palos arbolan menos
velamen que uno de tres, la ligereza de su casco le permite desarrollar grandes
velocidades aún llevando llenos los sollados.
Y, si las cosas se
pusieran mal y hubiera que recurrir a la fuerza, arma seis carronadas de
veinticuatro libras y diez cañones de dieciocho libras, amén de pequeños
cañones giratorios y de las armas de mano de a bordo.
Si a todo lo dicho se suma
una tripulación experta, muy motivada por las perspectivas de elevadas
ganancias, el resultado es que va a resultar muy difícil que nos liberen.
Partridge está furioso por
la situación en que nos hallamos y hemos podido conversar acerca de intentar la
huida, cosa que solamente sería posible una vez toquemos tierra. Dice, no
obstante, que existe una posibilidad si nos acercamos a nuestras posesiones de
Sierra Leona y que posee un plan (que me ha ocultado por razones obvias) para
que algún barco de la Armada, caso de que nos crucemos con alguno, nos aborde.
En cuanto a nuestros
hombres, parece que solamente podemos contar, aparte de Figgis, con quienes no
se han decantado claramente por servir a nuestros captores y cuyo número puede
disminuir más aún por cuanto el yanqui Tucker parece últimamente más próximo al
grupo formado por McReady, Harris y Lauro. No se le puede reprochar en exceso
pues todos ellos fueron enrolados a la fuerza en la Armada y esto no es para
ellos más que un cambio de patrón, por más que Partridge abomine de su
comportamiento e invoque constantemente al deber y a las ordenanzas.
No puedo, pues, evitar
referir el estado de ánimo que Partridge experimenta de un día para otro.
Su inicial timidez se está
trocando en rabia contenida que puede aflorar en el peor momento. Al parecer,
según Figgis, el segundo Pounzado le humilla de forma ostensible si bien él se
ha abstenido de caer en la provocación, al menos por el momento. Además es
sabido que tampoco goza de las simpatías de Barlow desde que intentara apelar a
su britanidad y se topara con un antiguo camarada resentido contra la Armada,
contra el Rey y contra todo lo que signifique su vida pasada.
Y, y también esto me
preocupa sobremanera aunque trato de disimularlo, Messervy se encuentra sumido
en una atroz melancolía que le impide probar bocado y le lleva a repetir una y
otra vez los lamentos sobre su misión fallida y la confianza traicionada del
general Wellesley.
Por mi parte trato de
mantener mis ideas en orden y me he propuesto hacer un inventario de los
hombres y armas de a bordo (que consignaré separadamente) para conocer a
cuantos nos enfrentaríamos en caso de refriega y, sobre todo, cuáles serían
nuestras posibilidades de salir airosos.
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