Seis de Septiembre de 1809
(Anno Domini). A bordo del Portobelho
Ayer, al caer el día, el
marinero Brown dio la voz de alarma al avistar una vela.
Inmediatamente
reaccionamos como un solo hombre aprestando nuestras armas en previsión de que
se tratara de los mismos piratas que tanto daño nos causaran.
Mas, sin embargo, la
embarcación era considerablemente más grande que los queches que nos habían
hostilizado y pese a que había modificado su rumbo, señal de que nos habían
divisado desde ella, nuestros temores empezaron a desvanecerse cuando vimos que
enarbolaba pabellón portugués. Se disiparon del todo cuando oímos, amplificada
por un megáfono, una potente voz que, en perfecto inglés, nos preguntaba si
estábamos dispuestos a subir a bordo.
No hace falta decir que
respondimos con una estridente afirmación acompañada de “Hurras” y de gracias a la
Providencia. Bogamos con una energía que parecía que hubiéramos recuperado por
obra de algún milagro y, abarloados a uno de los costados de la nave, subimos
por una escala quienes estábamos en disposición de hacerlo mientras que
quienes, por sus heridas, no podían fueron subidos con guindola.
Una vez sobre la cubierta,
tan pulcra que mereció una exclamación aprobatoria del contramaestre Figgis, se
nos presentó el primer oficial del Portobelho,
bergantín matriculado en Funchal y dedicado al comercio ultramarino, el mismo
hombre que nos había hablado a través del megáfono y que resultó ser un inglés
llamado Michael Barlow.
Barlow, de mediana
estatura, con el cráneo rapado y con una sonrisa cuasi permanente y ojos azules
(que me recordó, no sé por qué, a Emil Saiffer) nos preguntó por nuestra
procedencia y destino y por las circunstancias que nos habían abocado a quedar
a la deriva y, tras disculparse, nos comunicó que iba a informar al capitán.
Allí mismo, en la
cubierta, nos ofrecieron galleta y un vino flojo y aguado que sabía como debía
saber la ambrosía. Eran los tripulantes un grupo abigarrado, al menos los que
vimos en la cubierta o colgados de los obenques, blancos y mulatos, incluso
algunos negros, los primeros que había visto en mi vida, pero según los
comentarios que intercambiaban Figgis y el marinero Tucker, el yanqui, se les
veía diestros en su quehacer.
Atacamos con avidez el rancho, desquitándonos
de los días de racionamiento. No bien habíamos despachado la pitanza cuando
Barlow se presentó precediendo a dos hombres:
No sé por qué sentí una
extraña sensación al verlos: uno de ellos menudo, de cabello ralo y ojos de un
azul apagado; el otro, alto y flaco, de ojos negros y opacos cubiertos por unos
quevedos. Se presentaron como Marco António Fernándes el primero, capitán y
propietario del Portobelho, y don Tarsicio Epícteto Crescencio, contador, el
segundo.
El capitán, en un correcto
inglés, nos saludó y se felicitó por nuestro rescate al tiempo que maldijo la
actitud de los piratas, malos portugueses que así agradecían los desvelos de
nuestros aliados británicos en nuestra lucha contra la tiranía de Napoleón.
Acto seguido, dirigiéndose a Partridge, le preguntó si, en reciprocidad a
nuestro rescate, podría contar con nuestro concurso a bordo de ser necesario.
No es preciso señalar que el guardiamarina respondió que tanto él como todos
nosotros estábamos a sus órdenes.
Visiblemente complacido,
el capitán Fernándes dispuso que nuestros hombres se alojaran con los
marineros, al tiempo que se dispensaban cuidados a los heridos relevando así de
sus funciones al agotado boticario Johnson.
Asimismo, Partridge, Messervy y yo,
dados nuestro rango, fuimos invitados a cenar en la cabina del capitán al
tiempo que se nos instalaba en una cámara pequeña, pero ordenada y limpia,
situada cerca de la suya propia.
La cena, animada a la par
que abundante, congregó también a Barlow, a don Tarsicio, al segundo oficial,
un mulato llamado Duarte Pouzada, y al cirujano de a bordo, un hamburgués
apellidado Möhr. Todos mostraron vivo interés en oír el relato que hice de la
batalla de Talavera y siguieron varios brindis por la derrota de Napoleón y por
Portugal, Gran Bretaña y también por España, ya que don Tarsicio es de esa
nacionalidad.
No obstante, a la pregunta
del capitán Messervy sobre si podríamos ser llevados a Cádiz el capitán
Fernándes respondió que no era posible pues tenían que cumplir en tiempo con su
ruta aunque nos aseguró que nos desembarcaría cuando se pudiese. Mi compañero
no trató de disimular su disgusto pero al parecer las leyes que rigen la vida
de los marinos son muy estrictas y, teniendo en cuenta nuestro rescate, no
podíamos exigir que quienes nos habían salvado renunciasen a su trabajo y a su
paga.
Y la velada se prolongó
hasta tarde. Ahora, retirados a nuestra cabina, no he podido menos que dedicar
unos minutos a consignar lo acontecido en este este venturoso día en el
que la Gracia de Dios nos ha enviado la salvación.
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