Veintiocho de Agosto de
1809 (Anno Domini). A bordo del HMS Succes
Nunca pensé, cuando la
veía al ancla en el último vistazo que di desde el muelle, que echaría de menos
alguna vez los cabeceos y los crujidos de la fragata Thebes, que me trajo a la Península parece que hace una eternidad.
Mas, ahora, se me antoja
como el más acogedor de los hogares pues, en honor a la verdad, esta goleta es
infinitamente más pequeña, cabecea lo indecible y los ruidos del maderamen
parece que fueran a anunciar que el barco se fuera a romper en mil pedazos.
El capitán Messervy y yo
nos alojamos en una pequeña cabina junto a la del capitán. Pequeño, es en
verdad, un caritativo epíteto pues todo en este barco es tremendamente
reducido, desde la dotación hasta el armamento.
Para empezar la dotación
normal debería ser de veinte hombres, comprendidos oficiales y marineros, pero
solamente la forman diecisiete. El mando lo detenta el teniente Richard Burke,
un veterano (calculo que debe pasar de los cuarenta) que actúa como capitán en
funciones. Le asiste, como primer y único oficial, el guardiamarina Howard
Partridge de dieciocho años.
Hemos cenado juntos en la cabina del primero y,
aún siendo en exceso misericordioso, este barco no es un destino querido por
Burke, por más que el entusiasmo de Partridge haga de contrapunto a la apatía
de aquél.
Por lo que me ha confiado
Partridge, el Succes está recién
salido de una reparación concienzuda pues hace tres meses que escapó de milagro
de una corbeta francesa en el Golfo de Vizcaya aunque en la fuga quedó bastante
maltrecho y con la mitad de su tripulación muerta o malherida.
Por fin, con el barco en
condiciones de navegar, hubo que buscar una tripulación. Burke había sido sacado
de un aviso[1]
dedicado a vigilar la costa del norte de Portugal y él mismo de una fragata que
se dirigía a las Antillas.
Respecto a los hombres excepto el piloto Sanders, el
contramaestre Figgis y el médico-cocinero-boticario Johnson; todos han salido
de las impopulares rondas de enganche[2]
que han asolado los barrios portuarios de Lisboa en las semanas precedentes.
Componen un grupo
lastimoso, donde predominan británicos (seis), frente a portugueses (tres),
españoles (dos) y un yanqui. Muy a tono con el barco, cuya única defensa
consiste en cuatro carronadas de a doce libras y que, por tan pequeño, el
esquife de salvamento va enganchado a un cable de popa.
No obstante todo el mundo
parece afanarse en su trabajo. Confieso que me resulta admirable observar a
Partridge hacer mediciones con el sextante e impartir órdenes pues, en honor a
la verdad, el capitán no gusta de abandonar su cabina.
Pero, pese a todo, me
asaltan los recuerdos de la singladura que me trajo a esta guerra. Y la imagen
de Partridge me recuerda a la de los guardiamarinas y los jóvenes caballeros de
la Thebes que escuchaban, entre
obtusos y ávidos, las lecciones que les impartía el capitán.
Dicen que la carrera a
Cádiz será cosa de poco más de un día por lo que confío que el tiempo acompañe
pues, de momento, he podido sortear los rigores del mareo, no así el capitán
Messervy que se ha recluido en nuestro habitáculo con evidentes síntomas del
mal que aflige a los hombres de tierra firme que abandonan su elemento natural.
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