Dieciocho de Agosto de 1809 (Anno Domini). Jaraicejo
Los días de descanso están
a punto de acabar. Al parecer nuestra partida es inminente y, según se dice,
nos dirigiremos al sur con el fin de aprovisionarnos. En opinión del teniente
Tarín es más que probable que nuestro destino sea Trujillo, cuna de
conquistadores pues vio nacer a Francisco Pizarro, el dominador de Perú, y a
Francisco de Orellana, el intrépido aventurero que, según se dice, se batió
contra mujeres guerreras mientras exploraba un río de la América Meridional y
que, de resultas de tal lance, bautizó como Amazonas.
La perspectiva de la
partida parece haber elevado en algo la moral de los hombres pues, a pesar de
que nos enfrentamos a jornadas penosas de malos caminos y muy menguadas
raciones, la perspectiva de comida digna de tal nombre es un poderoso aliciente
para acometer la marcha.
En estos días en que
nuestros campamentos y los de los españoles han estado tan próximos hemos
podido intercambiar saludos e impresiones con alguno de ellos. Gracias a mi
español he podido hacerme entender, cosa que aprecian pues son muy celosos de
su lengua y hábitos. El hecho de ser católico ha causado muy buena impresión
con cuantos he tratado, y no poco desconcierto también, pues muchos nos juzgan
a todos como ingleses y, por tanto, herejes.
Mas esta mañana he recibido una sorpresa, no
más agradable por completamente inesperada, mientras daba el habitual paseo
matutino a lomos de Arrow que realizo
para que el animal mantenga sus condiciones y, también y no menos importante,
para disfrutar del paisaje que nos rodea pues, aunque cruel para ser
transitado, es realmente hermoso.
Y encontrándome algo más
al norte de Deleitosa, y mientras pasaba por entre ceñudos y soñolientos
centinelas españoles, oí un grito que me hizo estremecer:
-Dia duit ar maidin[1]
Frené a Arrow y dirigí la
mirada al lugar desde donde procedía la voz. Pude ver dos figuras que se
acercaban a donde me encontraba, vestían casaca color azul cielo con pechera amarilla
y calzón blanco aunque la suciedad, no mayor que la mía propia, plagaba el
favorecedor conjunto de lampas, testimonio de que tampoco para ellos ha habido
ocasión de que les laven el uniforme.
Sorprendido aún atiné a responder:
Los dos se miraron y echaron a reír al tiempo que el más alto de los dos
me decía en un inglés con marcado acento:
-Estás muy lejos de Erin, amigo
A lo que yo respondí en español:
-No más que ustedes dos, señores
Nuevamente estallaron en carcajadas y se acercaron más, lo que me
permitió ver que llevaban las divisas de teniente y, en los cuellos de la
casaca, la tan familiar y querida arpa céltica sobre un campo azul y rematado
por una corona.
Desmonté y me descubrí inclinándome mientras me presentaba a lo que
ellos, ceremoniosamente, correspondieron. Se llamaban Carlos Oleary y Patricio
Jara, tenientes del primer batallón del regimiento Irlanda de Su Majestad Católica, y sin esperar respuesta a su
pregunta acerca de si había desayunado me llevaron con ellos hacia su cercano
campamento. Creo que nunca olvidaré el recibimiento de que fui objeto pues las
muestras de simpatía no hicieron sino acrecentarse cuando, al referir que
procedía de Tipperary, varios de los allí reunidos gritaron con alborozo que
esa era la tierra de sus mayores.
Sin darme tiempo a dar las gracias alguien había puesto en mi mano una
taza de metal llena de un líquido que olía a café, aunque su color fuese
desvaído, a la par que el teniente Oleary me acercaba una rebanada de pan de
hogaza, ensartada en una bayoneta, y me indicaba que la calentara al fuego.
Hice lo que me dijo y, después de retirarla, la roció con un líquido
espeso de color dorado que guardaba en una lata. A continuación me dijo,
simplemente, que comiera.
Pocas veces me ha sorprendido tan agradablemente la pitanza pues no soy
comedor en exceso pero, después de muchos días de no consumir más que nuestras
galletas duras y enmohecidas, aquel trozo de pan tostado cubierto de ese aceite de oliva cuyo uso es
tan común en los países del sur del Continente me supo como debió saberles el
maná a los israelitas que vagaban por el desierto.
Después de despachar aquél
desayuno tan sencillo como delicioso, departí un rato con aquellos hombres,
descendientes todos ellos de los Gansos
Salvajes, los irlandeses que habían abandonado su hogar, expulsados por los
ingleses, para servir a reyes extranjeros. La mayoría no hablaba inglés y pocos
aún lo hacían en gaélico. Me sorprendió que hubieran españolizado sus apellidos
aunque imagino que la fuerza de la costumbre y la propia habla hispana han
hecho su parte.
Así, el teniente Oleary me
relató que su abuelo Cormack O’Leary había luchado en las filas jacobitas
contra los soldados del rey inglés en Culloden y el teniente Jara (O’Hara) era
hijo de uno de los oficiales a los que el rey Carlos III felicitó personalmente
por su participación en la toma de Argel.
Yo, a mi vez, les relaté someramente las
cuitas de mi padre y las aún escasas mías. Hubo murmullos de admiración pues
sabían del descalabro que habíamos sufrido en Casa de Salinas, murmullos que se
acrecentaron cuando comenté que la compañía ligera del II/87 se había visto
reducida a cincuenta y un hombres, oficiales incluidos.
Llegado el momento de las
despedidas, el teniente Oleary me obsequió con una de las insignias de cuello
del Irlanda, un regimiento-dijo-famoso por su gallardía y que, desde 1710, ha
paseado con honor el nombre de nuestra tierra por cuantos campos ha entrado en
liza.
Guardo con cariño esa
pequeña placa con el arpa y la corona y, en honor a la verdad, no sería honesto
si no consignara que lágrimas de legítima emoción brotaron de mis ojos mientras
cabalgaba hacia Jaraicejo, feliz por haber encontrado a estos descendientes de
la vieja Erin y llevando en mis oídos su grito de adiós:
-Slán go fóill[3]
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