Quince de Agosto de 1809 (Anno Domini). Jaraicejo
El ejército español se nos
ha unido después de su desgraciada acción de Puente del Arzobispo que, no
obstante, sirvió para retrasar el avance enemigo sobre nuestra retaguardia.
Parece ser que el revés, junto con el peso de sus obligaciones, han provocado
una parálisis al general Cuesta, el comandante en jefe español, de tal suerte
que ha sido sustituido por el teniente general Francisco de Eguía.
Así, los españoles se han
desplegado entre Mesas de Ibor y las cercanías de Deleitosa, donde se encuentra
el puesto de mando del general Wellesley, mientras que nosotros lo hemos hecho
desde allí y hacia Miravete y Jaraicejo, a uno y otro lado del Camino Real, de
forma que estamos en disposición de repeler cualquier intento enemigo de
atravesar el Tajo.
La comida es cada vez más escasa. No podemos
contar con los suministros que nuestros intendentes contrataran en Plasencia
pues la plaza está en poder enemigo y solamente pensar en nuestros depósitos de
Abrantes, tan bien surtidos pero, igualmente, tan lejanos, nos llena de amargura
a la vez que de desaliento.
Los paisanos se acercan a los campamentos a
vender vino y vituallas y se han producido algunos incidentes en tanto que se
ha acusado a varios hombres del I/88 de robar a unos vecinos de Miravete. Este
hecho desafortunado ha obligado a establecer piquetes de hombres armados que
vigilen el transcurso las transacciones que, por otra parte, se llevarán a cabo
en los límites de los campamentos.
Las órdenes sobre el
pillaje son estrictas y dudo que ningún hombre se arriesgue a ser ahorcado
sobre el terreno aunque bien es cierto que el hambre es un poderoso impulsor
para incurrir en el delito. A ello debemos sumara el problema de las
deserciones. Esta misma mañana fueron ahorcados dos soldados del 97 que se
habían ocultado en la ermita de la Virgen de los Hitos.
Fue un triste asunto todo
él por cuanto los dos infelices fueron delatados por unos rufianes de la
vecindad que reclamaron recompensa. Al parecer el propio general Hon. Alexander
Campbell, jefe de la división a la que pertenece el 97, en su lecho, pues
resultó herido en Talavera, hizo llevar a su presencia a los delatores y les
soltó treinta chelines de su propia bolsa al tiempo que, entre maldiciones, los
mandaba expulsar de allí pues la recompensa, aunque legítima, era indigna en
tanto que los reclamantes eran sujetos de dudosa moral que no solamente no
sostenían la defensa de su patria frente al invasor sino que, para mayor
oprobio, vendían sin escrúpulos a soldados venidos de país extranjero a hacer
lo que ellos deploraban y que se habían probado en combate.
Se envió un destacamento
del 4º de Dragones al mando de un capitán, católico como el resto del mismo,
para evitar que el párroco y los feligreses que pudieran hallarse en la ermita
se sintieran agraviados por la irrupción en la misma de protestantes (que aquí
siguen llamando herejes y que muchos naturales consideran peores aún que los
franceses).
El asunto se resolvió con
bastante limpieza, dadas las circunstancias, pues no hubo necesidad de
violencia y los desertores se entregaron sabedores de que nada podía hacerse
ya. Se les formó corte marcial apenas si hubieron llegado al campo y el
veredicto fue dictado en escasa media hora: morir en la horca al amanecer.
Fue un penoso espectáculo
asistir a la ejecución, tanto más cuanto los dos hombres se habían batido con
valor, al igual que toda su brigada, frente a los aguerridos holandeses y
alemanes del general Leval. Y, a pesar de lo ignominioso de una muerte por
ahorcamiento, los condenados se condujeron con una dignidad que sorprendió a
más de un oficial aunque, a decir de algún veterano soldado, se liberaban así
del hambre y de las privaciones que, solo Dios sabe, cuanto nos quedan por
padecer a quienes seguimos en nuestro puesto.
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