Diecisiete de Octubre de
1809 (Anno Domini). Fondeados cerca
de Ziguinchor
Esta misma mañana he
tocado tierra por vez primera desde que abandonara Lisboa hace ya cerca de dos
meses.
Me sorprendió enormemente
pues la perspectiva de salir del barco no era como para despreciarla. Fue
Barlow quien nos requirió a Messervy y a mí para que les acompañase.
Resultó agradable sentir
el aire del exterior, por más húmedo y caluroso que fuese y aunque la compañía
no fuese la más deseable pues el bote que nos acercó al pantalán lo ocupaban el
capitán Fernándes, el pagador don Tarsicio, el primer oficial Barlow y cinco
marineros mas Messervy y yo.
Al tocar tierra, al fin,
comprobé que no éramos los primeros en desembarcar pues varios marineros,
armados con mosquetes, pistolas y sables cortos, montaban guardia en varios
puntos del pantalán y sobre la empalizada que rodeaba el conjunto de barracones
y cabañas que circundaba la zona. Nos recibió un sujeto bajo y de tez curtida
al que Fernándes presentó como Patrice Legrand y que pasaba por ser uno de los
más reputados intermediarios de Ziguinchor entre los esclavistas y los
cazadores de esclavos wolof.
Y donde nos encontrábamos
era en una factoría de esclavos, propiedad de Legrand, que arrendaba a clientes
importantes (tal parecía ser el caso de Fernándes) que se ahorraban así pasar
por el más concurrido puerto de Ziguinchor.
Ya habían desembarcado algunas
cajas de mosquetes y Legrand parecía examinar uno procedente de una que había
sido abierta. Pareció alegrarse mucho al oír que Messervy y yo éramos oficiales
británicos y que teníamos (yo al menos sí) experiencia en combate. Dijo en un
inglés plagado de palabras ininteligibles que nuestra presencia iba a ser muy
necesaria para cerrar un ventajoso trato con un caudillo local. No quise
preguntar la razón de su alegría pero Messervy, en un instante de lucidez y
abrazado a su portadocumentos, espetó sobre si nos reservaban
la tarea de enseñar a los salvajes a usar las armas de fuego. Creo que la
contundente respuesta, un sencillo “Sí”, le desmoralizó lo bastante como para, una vez vueltos al
barco, sumirse en uno de sus episodios de melancolía que no pude paliar ni tan
siquiera leyendo alguna de las misivas que había escrito a su esposa e hijos.
Y no hubieron de pasar
muchas horas para que pudiera tener ocasión de conocer a uno de los personajes
más siniestros que imaginarse pueda. Un estrépito de tambores y trompetazos
anunció la llegada de un ilustre visitante: Mahamadou Sembène, caudillo wolof considerado como el mejor cazador
de esclavos de aquella parte del Mundo, entró en el recinto cuyas puertas, abiertas de par en par, habían dejado pasar a los
músicos y a dos docenas de hombres armados que se tocaban, indefectiblemente,
con un turbante azul.
Era un sujeto menudo, ya
mayor, pero con el inconfundible aspecto de ser hombre de respeto, aspecto
corroborado por los ademanes de sus guardias.
No entendí gran cosa pero
por los gestos y las expresiones pude deducir que Legrand, que oficiaba de
interprete, al mostrar al jefezuelo los mosquetes y señalarnos a Messervy y a
mí, cosa que provocó una estrepitosa sonrisa del africano, parecía estar
acordando algo con aquél.
Y no me equivoqué pues,
dejando aparte una comisión en metálico para el intermediario y el pago que se
conviniese, las ochenta cajas de mosquetes mas cien barriles de pólvora,
cincuenta de proyectiles y diez de pedernales, iban a ser el pago de nuestro
cargamento y, además, yo mismo formaba parte de ese estipendio pues Legrand
manifestó que los soldados británicos tenían fama de ser los que mejor disparaban
y, por tanto, el tal Mahamadou Sembène estaba muy satisfecho ante la
perspectiva de que fuesen verdaderos oficiales británicos quienes instruyeran a
sus hombres.
Parece que por una cruel ironía nuestro rescate se ha
convertido en una fuente de beneficios para Fernándes pues, tal y como nos
contó Barlow durante la cena, Sembène está tan entusiasmado que ha prometido
mercancía extra (así describía a hombres, mujeres y niños) y un precio especial
si los resultados responden a sus exigencias.
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