Dos de Septiembre de 1809 (Anno Domini). Quinto día a la deriva
Ya podíamos oír los gritos
de los tripulantes del queche que se nos arrimaba por la banda de babor.
Después de cargar el mosquete me asomé lo suficiente como para apuntar y
disparar. Volví a cubrirme para recargar solo para comprobar que Messervy no
sabía desempeñarse con tal arma.
Las resistencia que
ofrecíamos pareció desconcertar a nuestros atacantes pues el barco más cercano
viró, alejándose algo, mientras que el otro maniobraba para dejar al
descubierto las tres batiportas abiertas de su costado de estribor.
Hasta entonces nos habían
disparado con pequeños cañones de proa de seis u ocho libras pero ahora
asomaban negras bocas que, a decir de Figgis, eran de doce libras. La descarga
atronó el crepúsculo y tres impactos bien dirigidos hicieron blanco. Más gritos
y la carronada de la aleta de babor desmontada fueron la respuesta a los piques
mas, sin mostrar signos de querer rendirse, Sánchez con dos de los británicos y
el yanqui, manejaba su carronada que, cargada ahora con palanqueta, disparó
sobre el queche que ya había sido previamente golpeado con bala rasa.
El disparo fue afortunado
pues la palanqueta se enganchó en el velamen y continuó su devastador recorrido
rompiendo el palo mayor y embarullando sus restos descuajaringados al
trinquete.
Oscurecía ya y Partridge,
sabedor de que estábamos muy tocados, ordenó desplegar todo el trapo del palo
mayor y, aprovechando el viento y la creciente oscuridad, alejarnos de allí.
No sabría decir, creo que
nadie podría, cuanto duró aquella carrera endemoniada en la que tres hombres
más y yo mismo hacíamos fuego de mosquete mientras la Succes navegaba todo lo velozmente que podía.
Y, estoy seguro, nos salvó
la oscuridad pues con el cielo ya velado los piratas empezaron a distanciarse,
no tanto por agotamiento como porque de noche, y en medio del océano, su
ventaja podría no ser tanta toda vez que ya era solamente uno de los queches el
que nos perseguía y, tal y como habíamos atestiguado, no estábamos dispuestos a
sucumbir sin vendernos lo más caros posible. Aún nos hicieron dos disparos más
con el cañón de proa; uno levantó una columna de agua que cayó sobre nuestra
cubierta, pero el otro se dejó oír con un golpe seco en algún lugar del casco
por la aleta de estribor…
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