Veintiséis de Agosto de
1809 (Anno Domini). En ruta hacia
Lisboa
Hoy hemos sufrido un
percance que a punto ha estado de acabar con todos cuantos componemos esta
expedición.
Aunque ya he consignado
que mi compañero de viaje es capitán, el mando efectivo de nuestra expedición
lo detenta el teniente preboste Sinclair según órdenes precisas del mayor
Grant. Este hecho puede que nos haya salvado la vida en el sentido de que la
decisión y rapidez de reacción del teniente ha sorteado una situación muy
apurada.
Esta misma mañana, apenas
reanudada la marcha, se cruzó en nuestro camino un grupo de paisanos que
demandaba socorro para sus familias desabastecidas. A pesar de lo paupérrimo de
su apariencia nadie hizo lo más mínimo para aliviarles excepto el capitán
Messervy, que ordenó detenerse y que se les entregara parte de nuestras
provisiones.
El teniente Sinclair
protestó aludiendo que no podíamos prescindir de las ya exiguas raciones. Su
tono fue tan firme que Messervy echó mano a sus bolsillos y les entregó unas
monedas a los pedigüeños. La expresión de alarma de Sinclair no me pasó
inadvertida mas no hice ningún comentario y proseguimos la marcha no sin que
éste ordenara a uno de sus hombres que se retrasara e informara de cualquier
novedad a nuestras espaldas.
Habrían transcurrido unas horas
cuando el rezagado se adelantó para comunicar que nos seguía un grupo de
jinetes, diez o doce, a cierta distancia. La noticia provocó alarma en el
capitán, que sugirió apretar el paso para distanciarnos pues acaso se tratase
de tropa enemiga.
Sin embargo Sinclair rechazó con frialdad la
propuesta pues el sol estaba muy alto y forzar las monturas a hora tan calurosa
los dejaría agotados para buena parte del resto de la jornada. Además juzgó que
no podía tratarse de tropa enemiga pues su avance debía encontrarse aún muy
lejos de allí. Mas, inopinadamente, ordenó hacer alto al abrigo de una pequeña
arboleda a la orilla del camino.
Con una celeridad que hubiera sorprendido al
más exigente ordenancista, la media docena de prebostes desmontó y organizó lo
que semejaba a una parada larga con caballos desensillados y atados a una
lazada asegurada entre dos delgados árboles. Los hombres, a continuación se
desplegaron cual si se encontrasen descansando unos, cepillando los caballos y
buscando leña otros aunque con carabinas y pistolas prestas y semiocultas.
Luego, con la mayor indiferencia, Sinclair nos invitó al capitán Messervy y a
mí a situarnos al interior de la arboleda. Había ajustado sus dos pistolas en
la faja, a la altura de los riñones y, como si estuviera saboreando el cigarro
que acababa de encender, estaba adelantado mirando hacia por donde debían
aparecer nuestros perseguidores.
La perspectiva no parecía
en absoluto halagüeña así que cargué mis pistolas y esperé el desarrollo de los
acontecimientos. No mucho después una
decena de jinetes hizo su aparición ante nosotros.
Formaban un grupo variopinto
en tanto que algunos montaban en caballos y otros, los más, en mulas; los había
que vestían con uniformes, o partes de ellos que podrían ser de la Ordenança o del Ejército portugués, y
ropas civiles. Me llamó la atención que portaran mosquetes y trabucos, apoyada
la culata en la cadera, y que dieran amplios vistazos a uno y otro lado como si
buscaran algo o como si nos estuvieran contando. Se adelantó uno, que vestía
una descolorida casaca que un día fue azul, y preguntó sonriendo si éramos
ingleses.
A la respuesta afirmativa
de Sinclair, el grupo lo celebró mucho para que, seguidamente, el de la casaca
azul nos advirtiera con grandes aspavientos de los peligros que acechaban en
aquellos parajes y que representaban bandas de desertores.
Sinclair agradeció el
consejo mas el otro insistió en que aceptáramos su compañía o, en su defecto,
una pequeña voluntad merced a la cual se comprometían a protegernos durante el
viaje.
Aquellas palabras me
hicieron ver que sus intenciones no eran de fiar pero, tanto si estaba errado
como en lo cierto, la impresión que le causara al teniente Sinclair debió ser
parecida pues, como una exhalación, escupió su cigarro y gritó al tiempo que
sus manos se iban a su espalda.
Las monturas relincharon a
la par que alguno de sus jinetes se encaraba el trabuco pero no hubo tiempo a
nada más. Los escoltas abrieron fuego con sus carabinas y luego con sus
pistolas atronando la placidez de la mañana y cargando el aire, ya pesado, del
olor a pólvora quemada. La descarga abatió a cinco hombres. Aún caía alguno
mientras Sinclair despachaba sendos pistoletazos a su interlocutor y a otro
sujeto que se encontraba a su lado. Messervy se echó al suelo cubriendo su
cartera de cuero con su pecho mientras que yo extraje mis pistolas y disparé a
mi vez hacia uno que trataba de volver grupas de la mula torda que montaba.
Aún sonaron cuatro tiros
más pero fueron los últimos. Diez cuerpos yacían sobre el polvo reseco mientras
su sangre teñía éste añadiendo una nota de color a la monotonía parduzca.
Ya anoté que los prebostes
se veían profesionales pero jamás hubiera sospechado tal precisión.
Tras el tiroteo se
desplegaron de forma que, como estaban, cubrían tanto el camino como la carnicería que habían provocado. Se oían
lamentos entre aquellos que aún vivían y alzaban las manos en demanda de
auxilio.
Y lo que vi a continuación
no lo olvidaré jamás aunque no lo consignara aquí.
Una vez recargadas sus
pistolas, Sinclair y otro de sus hombres armado de la misma forma, recorrieron
el escenario de la matanza disparando en la cabeza de quienes gemían. No creí
que ningún hombre pudiese matar con tanta facilidad a alguien indefenso. Noté
una sensación extraña mas mi reciente experiencia en combate me había sin duda
predispuesto a semejante espectáculo, no así el capitán Messervy, que vomitaba
mientras apoyaba su cartera contra el pecho.
Después del episodio, y de
nuevo con una heladora compostura, Sinclair ordenó reanudar la marcha. No se
enterró a nadie, es decir, a ningún cadáver pues las armas que portaban sí
corrieron esa suerte. Las monturas, liberadas de sus amos, permanecieron allí
donde habían caído como, según Sinclair, advertencia para otros de la misma
calaña.
Hace unos minutos, antes de
iniciar estas líneas, he preguntado al teniente preboste cómo había sabido que
los portugueses pretendían desvalijarnos. Ahora puedo decir que su respuesta
fue tan fría como breve:
-No lo sabía. Me ordenaron llevarles al capitán y a usted a Lisboa, pasara lo que pasare y a costa de lo que fuere…
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